En nuestra última columna, planteamos el miedo que existe en algunos sectores de la sociedad respecto a la posibilidad de que haya un giro hacia el autoritarismo y la radicalización en el gobierno de Alberto Fernández.
En primer lugar, mencionamos cuáles son los hechos recientes que sustentan dicho temor: la concentración de poder del Ejecutivo en el marco de la pandemia; la influencia que Cristina Kirchner está ganando al interior del gobierno y, sobre todo, en el ámbito de la justicia; el aumento de las medidas intervencionistas sobre la economía en general y sobre el mercado cambiario en particular; los fantasmas de las estatizaciones; el discurso belicoso que baja de Alberto Fernández y algunos funcionarios de su gobierno en contra del empresariado.
En segundo lugar, realizamos un breve repaso histórico para corroborar que nuestro pasado también convalidaría dichos miedos. Argentina posee una historia tristemente rica de gobierno autoritarios, democracias de baja intensidad y episodios de radicalización tanto de izquierda como de derecha, que muchas veces terminaron en acontecimientos de extrema violencia. Sin embargo, al finalizar el artículo comenzamos a delinear los cambios que se produjeron a partir del retorno a la democracia en 1983. La consolidación al menos parcial de las instituciones democráticas y la formación de un núcleo mayoritario de un electorado de centro en el espectro ideológico propiciaron la moderación política, marginando a los líderes más radicalizados. En esta oportunidad, les propongo indagar más a fondo esta cuestión, tomando en consideración la historia electoral reciente para testear si efectivamente este argumento queda convalidado.
Nuestro análisis partía de dos interrogantes fundamentales: ¿existe un sector relevante de la sociedad argentina afín a una opción de características autoritarias? Y de ser así, ¿representa una porción significativa del electorado? Al interior del peronismo (como en otras fuerzas políticas) siempre ha existido un segmento que no sólo promueve el intervencionismo estatal extremo (dirigismo) sino que ha exaltado estilos de liderazgos dominantes con atisbos o atributos autoritarios como fue de hecho el de Juan Domingo Perón. Durante los últimos tiempos, esas concepciones fueron adoptadas y reproducidas por el segmento más radicalizado del kirchnerismo, principalmente identificado con La Cámpora, que durante la segunda presidencia de CFK soñó con reformar la Constitución para tener una “Cristina eterna” y simpatizó con la idea de instalar en la Argentina un sistema parecido al bolivariano.
Al margen de esos sectores, por el lado del empresariado también hay algunos grupos que podrían respaldar un giro de estas características. Se trata de empresarios “nacionales” (grandes, medianos y pequeños) que se han favorecido históricamente con políticas de captación de rentas (rent seeking, es decir con ganancias artificiales definidas políticamente), particularmente mediante medidas proteccionistas extremas, créditos subsidiados y otros mecanismos con efectos similares. Como esos sectores generan un empleo que naturalmente se sostiene por esas políticas, consecuentemente hay sectores del sindicalismo que podrían respaldarlo.
En síntesis, podemos afirmar que efectivamente existe una constelación de actores económicos y sociales con la potencialidad de apoyar un giro hacia el autoritarismo e incluso cierta radicalización. Sin embargo, con la consolidación a partir de 1983 al menos de la democracia electoral, para acceder al poder en la política argentina se requiere ganar elecciones. Esto nos lleva a nuestro segundo interrogante: ¿qué porción del electorado puede llegar a representar ese conjunto de actores? ¿Puede acaso constituir una mayoría electoral? Como es imposible predecir el futuro, sólo podemos recurrir a la historia. En este sentido, vale la pena analizar los resultados obtenidos por el kirchnerismo desde el 2003 a la fecha, fundamentalmente cuál ha sido su performance en los momentos de mayor radicalización. ¿Les fue mejor o peor a sus candidatos cuando predominaron las ideas más duras?
En las elecciones presidenciales de 2003, un ignoto Néstor Kirchner sacó apenas el 22% de los votos. Sin embargo, Carlos Menem no se presentó a la segunda vuelta, por lo que Kirchner accedió a la presidencia. En las legislativas de 2005, el Frente para la Victoria (FpV) logró un triunfo holgado en prácticamente todos los distritos. Hasta ese momento, era una fuerza amplia y moderada, con figuras en la gestión que pregonaban dicha visión como Roberto Lavagna o el propio Alberto Fernández. En ese entonces, Néstor Kirchner promovía la denominada “transversalidad” como mecanismo de construcción política, la cual se materializó plenamente en las presidenciales de 2007 cuando Cristina Kirchner llevó como compañero de fórmula al radical Julio Cleto Cobos y juntos obtuvieron el 45% de los votos a nivel nacional. Contando con el apoyo de un sector moderado del electorado, el FpV “solo” obtuvo ese porcentaje.
En 2008, a partir de la crisis con el campo, el kirchnerismo comenzó su viraje hacia la radicalización. Nació entonces la famosa “grieta” (que lamentablemente llega hasta nuestros días). Fue un año bisagra, ya que se trata también del momento en el cual el actual presidente Alberto Fernández dejó la jefatura de gabinete y se convirtió en un ferviente opositor de CFK, precisamente como consecuencia de ese viraje ideológico tan marcado. Así, en los comicios legislativos de 2009 el FpV recibió un duro golpe. Fue el año de las “candidaturas testimoniales” en el que Néstor Kirchner fue derrotado en la provincia de Buenos Aires por Francisco De Narváez, a pesar de estar acompañado en la lista por Daniel Scioli y Nacha Guevara (todas figuras de naturaleza moderada).
Las elecciones presidenciales de 2011 se dieron en un contexto muy especial ya que Néstor Kirchner había fallecido un año antes. Dichos comicios pueden ser considerados una excepción, ya que un kirchnerismo que se radicalizaba cada vez más y se cerraba sobre sí mismo obtuvo un amplio apoyo, logrando CFK el recordado 54%. Sin embargo, la campaña no propuso un programa ideológico claro ni se anticiparon o mucho menos debatieron medidas muy controversiales como el memorándum con Irán. Al contrario, se trató de una campaña impecable desde el punto de vista del marketing político, con una Cristina aún en duelo evitando definiciones polémicas.
Ese triunfo disparó el “vamos por todo”. En efecto, a partir de ahí todo sería distinto. Pero las consecuencias electorales no fueron menores. En efecto, la victoria de Sergio Massa sobre Martín Insaurralde (otra figura moderada) en la provincia de Buenos Aires en el año 2013 empezó a sepultar los sueños de “Cristina eterna”. En 2015, se vio obligada a utilizar al candidato más versátil, moderado y, por lo tanto, más competitivo que tenía en ese momento, Daniel Scioli, y lo secundó con un dirigente del propio riñón, Carlos Zannini. La jugada resultó errada (en buena medida por las características ideológicas de Zannini y por la candidatura a gobernador de Aníbal Fernández en la Provincia de Buenos Aires) y Scioli fue derrotado por Mauricio Macri en el balotaje de ese año.
Luego de dos derrotas consecutivas, el sello “Frente para la Victoria” no resultaba apropiado. Tal vez por eso, en 2017, CFK le dio un lavado de cara al FpV, que pasó a llamarse Unidad Ciudadana. Y a pesar de un intento de moderar su discurso y apropiarse de técnicas de campaña más aggiornadas (como el escenario en 360°), resultó claro que se trataba de kirchnerismo puro y duro. Nuevamente, el electorado volvió a castigar la radicalización y Esteban Bullrich logró vencer a la expresidenta en la provincia de Buenos Aires como candidato a senador: otra vez una derrota humillante en el bastión propio.
En 2019, luego de tres derrotas que mellaron su liderazgo y complicaron su situación procesal, CFK modificó de manera estrepitosa su estrategia política. Se autorrelegó a la vicepresidencia, convocando a Alberto Fernández para que encabece la fórmula y, a su vez, esto permitió que el flamante Frente de Todos (FdT) cerrara un acuerdo con Sergio Massa. El resto es historia conocida: la fórmula Alberto Fernández-CFK logró un triunfo contundente sobre Macri-Pichetto.
Este racconto nos lleva a la siguiente conclusión, cada vez que el kirchnerismo se radicalizó y abandonó el centro del espectro ideológico (aún con candidatos moderados como “caballos de Troya” de segmentos más duros ideológicamente), su base de sustentación disminuyó considerablemente (con la parcial excepción de lo ocurrido en el 2011). Por el contrario, cuando se presentó a los comicios representando una fuerza más amplia y de carácter moderado, con una coalición electoral más plural incluyendo sectores mucho más de centro, su caudal electoral creció.
¿Cuál es entonces, en términos cuantitativos, la base de sustentación concreta del kirchnerismo más radicalizado? ¿Cuánto vale “por sí misma” CFK? Podemos argumentar que, en la provincia de Buenos Aires, el techo rondaría el porcentaje que CFK obtuvo en el 2017, es decir 38% (en el mejor momento de Cambiemos), pero a nivel nacional eso se reduce a algo más del 30% de los años 2009 y 2013. Es un caudal para nada desdeñable, pero de ninguna manera suficiente para imponer un giro extremo hacia el autoritarismo, suponiendo que ese caudal sigue intacto en la actualidad.
CFK supo que, para alcanzar la victoria en 2019, era necesario una fuerza más amplia y debió alcanzar un acuerdo con sectores más moderados del peronismo incluyendo al propio Alberto Fernández, a Sergio Massa y a muchos gobernadores, intendentes y sindicalistas que no coinciden con su visión en términos ideológicos. Es más, en algunos casos incluso habían pedido que ella diera un paso al costado. Teniendo en cuenta la presencia de actores moderados en la coalición electoral y en el gobierno, un eventual giro a la radicalización tendría nuevamente consecuencias electorales. Puede haber medidas específicas o incluso conflictos o tensiones derivados de intentos eventuales, pero un giro rotundo implicaría una crisis profunda que podría comprometer la gobernabilidad. Si CFK decidiera avanzar con una agenda de “kirchnerismo explícito”, el FdT podría romperse (los actores moderados de la coalición no acompañarían ese viraje) y perdería competitividad electoral de cara a 2021 y 2023.
En síntesis, el límite al autoritarismo es el sistema democrático, al menos el sistema electoral como mecanismo de selección de liderazgo. Por cuestiones de cultura y valores políticos, el electorado argentino es mayoritariamente moderado: castiga a los candidatos que proponen ideas extremas o representan a fuerzas que intentaron implementar una agenda de esas características. De este modo, la lógica electoral actúa como una fuerza que excluye a los candidatos ideológicamente extremos y favorece a los moderados.