Los reportes, interpretaciones y análisis que se han difundido sobre el caso Vicentín tienen en común destacar el papel de Cristina y su gente en impulsar la intervención del Estado. Más allá de las desmentidas del presidente, no habría por qué desconfiar de esa visión de las cosas: los que aportan ideas al gobierno son por lo general los de ese palo, y en este caso eso quedó bien de manifiesto.
Sin embargo, los analistas parecen diferir respecto al papel del propio presidente. Para algunos, los más, Cristina poco menos que le impuso su visión de las cosas. A través de Ricardo Echegaray y de Anabel Fernández Sagasti, lo habría apurado a que interviniera y expropiara la empresa.
Otros, en cambio, sostienen que fue el primer mandatario quien escogió la opción más drástica y conflictiva, de las varias que aquellos le acercaron. Según esta otra visión, el ex jefe de la AFIP y la misma Cristina sugirieron intervenir pero no expropiar, contemplando la posibilidad de formar una empresa mixta o llegar a algún otro acuerdo con los Nardelli, hasta aquí los principales accionistas de la firma. Habría sido la senadora de Mendoza la que sugirió la expropiación, y Alberto quien se entusiasmó con la idea, de motu proprio.
¿Tiene alguna importancia saber en detalle cómo fueron las cosas y quién hizo fuerza por una u otra opción? Sí, importa bastante, al menos por dos razones: para entender mejor cómo está funcionando el vértice del poder, y para hacer una más precisa predicción de para dónde apunta la gestión.
Con respecto a lo primero, hemos visto frecuentemente a Alberto esforzándose por afirmar su autoridad, desmintiendo que Cristina lo controle, que le esté diciendo en todo momento qué hacer. Pero también en ocasiones lo vemos poner un empeño semejante en diluir sus responsabilidades. Una de las formas de hacerlo es involucrar a Cristina en las decisiones controversiales, y otra, dar pasto a la idea de que él no es sino un magnánimo y muy moderado equilibrista, que intermedia entre actores con preferencias e intereses más fuertes que los suyos, y asegura así que el resultado sea el más aceptable o menos dañino para todos.
En este caso, lo habría hecho dando cabida a los afanes intervencionistas y soberanistas del kirchnerismo más ideológico, pero solo como “medida excepcional”, que prometió no generalizar, presentándose como barrera entre aquél y los intereses de los empresarios y las preocupaciones de los votantes moderados, a los que de paso aleccionó sobre la inconveniencia de que las empresas nacionales sean absorbidas por capitales extranjeros, luego de ser vaciadas por los hábitos especulativos de sus dueños.
En este sentido, más que tensión, lo que habría entre Cristina y Alberto es una sana división del trabajo. Por ahora al menos, mutuamente beneficiosa. Que en este caso particular, además, le vino muy bien al presidente para afirmar brutalmente su autoridad, sin asustar demasiado: él es el que eligió el curso de acción más abiertamente antiempresario y, según la mayoría de los expertos, anticonstitucional e ilegal; e insistió en él, frente a los disensos internos que emergieron apenas se conoció la medida; pero puede aducir que si no fuera por su “moderadora influencia”, decisiones como ésta se repetirían todos los días. Así que agradezcámosle la gentileza.
Y si llega a salir mal, ¿qué harán? Echarle la culpa a Fernández Sagasti y a Echegaray, que será como echársela a Cristina. Si Alberto estaba tan interesado en desmentir que ella lo hubiera obligado a tomar la decisión que tomó, ¿por qué subió a la senadora mendocina al escenario desde el que hizo el anuncio el lunes pasado?, ¿también eso fue una exigencia de su vice? Un mal pensado podría interpretar que lo que pretendía era precisamente instalar la idea que sus palabras desmentían: atiendan a lo que hice, no a lo que dije, así que cualquier problema, la culpa es de ella.
En cuanto a lo segundo, es bien visible ya que, dada la profundidad de la crisis que se ha desatado con la cuarentena, ninguno de los integrantes del dúo gobernante ven muchas perspectivas para un rumbo “moderado”, “amistoso hacia los mercados” o siquiera respetuoso de las normas: el Estado nacional necesita hacerse de recursos urgentemente, y lo hará a costa del que tenga a mano, sean jubilados, empleados públicos, empresas privadas, agroexportadores, contribuyentes, administraciones provinciales o acreedores de la deuda. Vicentín tiene la ventaja de que ofrece oportunidades para descargar costos en varios de ellos al mismo tiempo, más si se confirma que una de las vías para cerrar el acuerdo con los bonistas bajo ley extranjera es atar pagos a las exportaciones, que ahora estarán más a mano de la contabilidad creativa y las decisiones oficiales.
¿Se conformará Alberto con manejar solo una parte de las ventas externas del agro, o una vez que se haga de esta empresa avanzará a una “nacionalización” más general del mercado? No hay por qué descartarlo: si la gestión estatal de esta firma queda sometida a la competencia de las demás difícilmente cumpla la función con que sueñan en el gobierno, o siquiera sobreviva. Es por eso que muchos productores del agro temen que el recuerdo de la 125 quede pronto minimizado por lo que se viene. Y que el peronismo de las áreas productivas, empezando por Omar Perotti y Juan Schiaretti, estén tan alarmados y desorientados.
¿Se descompondrá el peronismo, cuando parecía encaminado a consolidar su unidad, debido a esta iniciativa y las tensiones genere entre sus distintas bases de apoyo, en las grandes ciudades, en el interior profundo, y en las provincias centrales?
Por ahora lo que ha traído el affaire Vicentín es una oposición más unida que nunca, y en los márgenes del oficialismo, en especial en las zonas grises del lavagnismo y el massismo, mucho debate y malhumor. Algo parecido a lo que hizo fracasar la 125. Pero Alberto dice que aprendió la lección. Lo que en su jerga no quiere decir que no vaya a intentar algo parecido, o peor, sino que si lo hace, va a venderlo con el lenguaje del equilibrista: tal vez nos diga que lo hace para frenar a quienes proponen expropiar las tierras, mientras Grabois, Vallejos, Zaffaroni y el pleno del instituto Patria entonan “A desalambrar”.