Como estamos en horas de recuperación y de incertidumbre, debe recordarse que nuestro país fue líder en Sudamérica durante varias décadas, mediante el simple hecho de mostrar a las repúblicas hermanas un nivel de vida culto y civilizado, de convivencia libre y armoniosa, en paz y serenidad.
Nosotros éramos los herederos de aquellos que dieron libertad a medio continente y nosotros éramos los orgullosos descendientes de esa clase de hombres, cuyas raíces se van secando en nuestro país. Y nuestro liderazgo se asentaba en el reconocimiento de un pasado glorioso, pródigo de figuras que estuvieron al nivel de las mejores que por entonces vivían en el resto del mundo.
El pueblo argentino dejó de ser líder cuando desde adentro de su propio país comenzó a denigrarse a los próceres, cuando empezó a decirse que toda la historia argentina estaba llena de infamia y de entrega a los intereses extranjeros, cuando se afirmó que el argentino no era el hombre libre, digno y responsable que creía ser, sino un pobre hombre que necesitaba ser llevado de la mano por los gobernantes, porque era incapaz de tomar decisiones por sí mismo, porque era un ser que precisaba un tutor que le dijera lo que podía y no podía hacer.
Entonces, el argentino se quedó, repentinamente sin pasado. Y el que se queda sin pasado no tienen donde apoyar la espalda para ir hacia adelante. Porque todo pueblo necesita creer en sus tradiciones, en su historia, para continuar unido y para proyectarse hacia el futuro en una empresa de sensaciones comunes. Por eso, cuando un pueblo no tiene un pasado, se lo inventa. En la infancia de todos los pueblos del mundo, están esos héroes fabulosos, esos semidioses invencibles que los levantaron desde la vida primitiva hasta la civilización y la cultura. Pero el pueblo argentino no necesita imaginar nada ni inventar nada. Le basta con mirar serenamente la obra de los próceres fundadores y constructores para sentirse poseedor de una herencia que lo aliente a iniciar empresas de alto vuelo.
Esto lo saben muy bien los disociadores, los disolventes y subversivos pregoneros de “La Nueva Argentina” que trataron y tratan por todos los medios de destruir, cuestionándo y falsificándo, ese pasado glorioso, como única manera de elevar a hombres minúsculos, depravados, corruptos y corruptores. Porque estos engendros no hubieran podido, ni pueden soportar ninguna comparación con aquellos gigantes, hicieron desaparecer sus nombres, pretendieron enlodarlos y, cuando toda la mentira no alcanzan para destruirlos, se limitaron a recordarlos como un simple ejercicio de la memoria, sin penetrar en sus hechos y sin tomarlos como ejemplo.
Nada de lo que se hizo en estos últimos años es producto del azar ni de la mera arrogancia de un líder mesiánico. Por el contario, se procuró tenaz y concretamente disolver y subvertir las creencias básicas de los argentinos, arraigadas en su pasado memorable, para después corromper no sólo las instituciones, sino también las profesiones y precipitar todo en los desvaríos demagógicos. Pero nuestro pasado es reserva de fe y fortaleza.
Este mes y hoy en particular, estamos evocando al creador de nuestra bandera, dueño del alma más pura de su época. Pasó a la eternidad el mismo mes en que cumplía cincuenta años. Los argentinos que han alcanzado o sobrepasado el medio siglo pueden comparar su propia vida con la que él supo vivir.
Político, economista, abogado, periodista, militar, su épica campaña al Paraguay logra la independencia de ese país y sus victoria en Tucumán y Salta salvan a la Revolución. Educador y fundador de pueblos, procuró enseñar las artes y las ciencias para mejorar la vida colectiva, a la que no sólo contribuyó decisivamente a dar libertad e independencia, sino a definirla como Nación.
Quién dijo en Tacuarí: “Aún confío que se nos ha de abrir un camino que nos saque con honor de este apuro; y de no, al fin lo mismo es morir a los 40 que a los 60”, reveló poseer un carácter como el de los antiguos estoicos, para quienes el servicio estaba antes que las prebendas. Así rechaza lo honores decretados por el Primer Triunvirato con motivo del triunfo en Tucumán, diciendo: “Sirvo a la patria sin otro objeto que el de verla constituida y este es el premio al que aspiro”.
Y cuando la Asamblea de 1813 le otorga 40.000 pesos por la victoria de Salta, los destina “para la dotación de cuatro escuelas públicas de primeras letras en que se enseñe a leer y escribir, la aritmética, la doctrina cristiana y los primeros rudimentos de los derechos y obligaciones del hombre en sociedad, hacia ésta y hacia el gobierno que la rige” afirmando que “ni la virtud ni los talentos tienen precio, no pueden compensarse con dinero sin degradarlos”.
Nuestra patria ha sido hecha por hombres como Belgrano. La distancia que los separa de los líderes que buscaron que sus seguidores se degradaran ante ellos es la misma que diferencia al pueblo de Mayo de los que repiten consignas de odio y división, en nuestra historia. Porque aquel pueblo quería ser libre, obtuvo la libertad. Y ahora, muchos fueron empujados hacia la esclavitud de la sensualidad. Aquel pueblo, en cambio, produjo próceres, hoy sólo consignas, relato…
En estos momentos, es necesario volver los ojos a Mayo de 1810, cuando se produce la epopeya, Belgrano hacía 16 años que, desde el Consulado y los más diversos ámbitos, venía bregando, primero por la libertad económica y finalmente, por la política. En 1810, es el varón que tiene acreditados servicios en favor de la patria naciente. Luego crea el símbolo de la nacionalidad: la bandera. Esa bandera que fue enarbolada por los ejércitos libertadores. La misma que un día de Corpus Christi, -el 11 de junio de 1955- mandaron a quemar. Pero la multitud había perdido el miedo que durante largos años había infundido la dictadura peronista y expresaba su anhelo de libertad con serena decisión. Los diarios y periódicos del régimen peronista, es decir, la casi totalidad de la prensa argentina, dirigida y orientada desde la subsecretaría dependiente de la presidencia de la República, inició su campaña contra los presuntos autores e instigadores del “horrendo crimen”, se organizaron en todo el país forzadas manifestaciones de desagravio y una vez más se envenenó a la crédulas mentalidades de pueblo. Doloroso contraste de dos épocas de la historia argentina que parecen volver a repetirse.
Cuando muere Belgrano, la patria esta desgarrada por luchas fratricidas. Y su vida, que estuvo siempre al servicio del país, se extingue pronunciando un dolorido “¡Ay patria mía!”
Este quejido nos debe seguir lacerando el alma. Porque ese gran hombre murió sin ver los frutos de su incesante quehacer en favor de la patria. Y hoy los argentinos tenemos nuevamente una patria dividida, despojada y es muy grave el desborde de poder del presidente Dr Alberto Fenández. Si los DNU equivalen a las leyes, el próximo paso será cerrar el Congreso, el Palacio de Justicia y los medios de comunicación que no son adictos. El Dr Fernández, -como todos los abogados- debe saber –más siendo docente en la UBA- que los alegatos en cualquier litigio pasan por el expediente judicial, no el atril presidencial.
Como bien se ha dicho, la vida nos es dada, pero no es dada hecha. Cada uno tiene que ir construyendo la suya, como una pequeña cosa, como una gran empresa.
Se puede vivir minúsculamente o se puede vivir ejemplarmente de modo y manera que se erija en arquetipos para modelar conductas.
Los argentinos tenemos el inapreciable recurso de poder extraer de nuestro pasado arquetipos de conducta, que nos ayuden a superar las presentes dificultades y construir –de una vez por todas- la gran tierra de promisión por la que vivieron y lucharon hombres como el Dr. Manuel Belgrano, al que no sólo hay que recordar, sino también comenzar a imitar en la vida pública y en la privada.
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