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Principios fundamentales de la República Argentina

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¿Tan difícil es de comprender?
¿Tan difícil es de comprender?

Nuestra Nación ya cumplió más de doscientos años desde que comenzara a dirigir en forma autónoma su destino. El 25 de mayo de 1810 formamos nuestro primer gobierno patrio y posteriormente el 9 de julio de 1816 declaramos nuestra independencia. Esta fecha nos obliga a hacer un alto en el camino y a reflexionar sobre los éxitos y fracasos de nuestra sociedad.

 

A fin de aprender de nuestros errores y comprender cuáles son los factores que contribuyeron a nuestros logros, es preciso que realicemos un ejercicio de ‘reflexión en la acción’. Nuestro país, a lo largo de dos siglos, ha atravesado numerosos altibajos, épocas de auge y períodos de decadencia. ¿Qué hicimos bien y en qué nos equivocamos? Si no somos capaces de responder a estos interrogantes, sin caer en estériles discusiones ni en cuestionamientos partidarios, nunca ocuparemos un lugar de importancia en el concierto de las naciones.

Las estrategias de corto plazo, los intereses electoralistas y la incapacidad de establecer un diálogo adulto, nos han impedido en estos últimos años, seguir afianzándonos como Nación. Son ellos, sin duda, factores importantes de la fragmentación de la sociedad en que vivimos.

La República, el sistema democrático y sus instituciones han ido vaciándose de contenido, convirtiéndose en una cáscara absurda, que a nadie sirve y a nadie representa. Este es un problema de tal importancia y tamaña magnitud que corresponde a todo el pueblo argentino trabajar para solucionarlo. No estamos ante una cuestión de índole coyuntural, son las bases mismas del sistema las que se encuentran en peligro.

Consolidar las instituciones nos tomó cincuenta años, de 1810 a 1860. Sobre este cimiento institucional es que comenzó el impresionante crecimiento de fines del siglo XIX y principios del XX. La Constitución de 1853/1860, impulsada por Alberdi y basada en el exitoso ejemplo de los Estados Unidos, establecía con claridad los principios rectores de una sociedad con vocación de progreso. En su Preámbulo, que aún se mantiene intacto, proclama claramente sus propósitos: “…constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino…”, e invoca para ello “la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia”.

Nuestra sabia Constitución de 1853/1860 no se quedó en un mero enunciado de propósitos, estableció también el proceso que permitiría alcanzar los beneficios deseados. Para ello dispuso de una formidable herramienta, el fundamental artículo 14 –que aún mantiene su texto original–. En él se enuncian los derechos que gozarán quienes habiten en nuestras tierras: “…de trabajar y ejercer toda industria lícita; de navegar y comerciar; de peticionar a las autoridades; de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino; de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa; de usar y disponer de su propiedad; de asociarse con fines útiles; de profesar libremente su culto; de enseñar y aprender.”  Es en estos breves renglones dónde se evidencia la sabiduría de los padres de nuestra patria. Ellos intentaban establecer las reglas de juego de la vida en sociedad y comprendían claramente que los individuos están primero que la sociedad. Comprendían también, que las personas poseen existencia real y la Nación existencia ideal. Advertían que el ente colectivo se crea para favorecer a los individuos y no para someterlos. Vislumbraban que “una sociedad justa puede ser realizada solamente en el respeto de la dignidad trascendente de la persona humana (y que) ésta representa el fin último de la sociedad, que está a ella ordenada.”

Es en el artículo 14 donde se reconoce que la fuente de energía de la sociedad es la acción de la persona humana, que hace fructificar los recursos que ofrece la naturaleza. Y se reconoce también en él, la necesidad de libertad para poder desarrollar toda esta capacidad y pasar de la potencia al acto. Es el hombre en libertad, quien mediante su trabajo, inteligencia y creatividad, produce todos aquellos bienes, servicios e ideas necesarios para vivir una vida digna y venturosa.

Esta verdad, que podríamos calificar de axiomática, no siempre ha resultado obvia. En numerosas ocasiones, diversas sociedades se han organizado considerando al ente colectivo como el fin último y al individuo como un mero engranaje del aparato social. De más está decir las funestas consecuencias que posee este tipo de orden social. El pasado siglo XX, nos dio tres terribles ejemplos: la China comunista de Mao Tse-Tung, la Unión Soviética de Stalin y la Alemania Nazi de Hitler. Estos tres regímenes tiránicos y sus respectivos líderes provocaron las tres mayores masacres de la humanidad. Los tres poseían múltiples elementos en común, ocultos por debajo de una cosmética mística que pretendía diferenciarlos.

El más potente antídoto contra estos temibles sistemas lo constituye la verdad enunciada en el artículo 14 de nuestra Constitución. Allí donde el individuo pueda ejercer libremente su derecho a trabajar, comerciar, transitar, pensar, debatir, disfrutar de su propiedad y asociarse, nunca podrán prosperar los gobiernos maliciosos, que pretendan avasallar a las personas. Son los hombres libres los que sostienen al sistema republicano. Son los hombres-masa  los que facilitan la aparición de tiranos y tiranías. Son las personas anodinas, las que generalmente por omisión, permiten que las libertades se vayan perdiendo poco a poco. Es por ello indispensable formar una sociedad de hombres y mujeres que hagan buen uso de su razón y no se dejen engañar por argumentos mentirosos e ideas falaces. Vuelve al centro de atención entonces, nuestro artículo 14 que proclama el derecho a enseñar y aprender -como base fundamental para un uso responsable de nuestra capacidad de razonar- y el de discutir y publicar las ideas sin censura previa -como forma de defender públicamente los principios de la libertad-.

Cabe ahora señalar que esta potente herramienta se encuentra en peligro por la acción de legisladores, jueces y funcionarios que tergiversan el espíritu constitucional e impulsan interpretaciones contradictorias con los ideales de la libertad, ante la mirada indiferente de la mayor parte de nuestra sociedad. Muchas veces estas acciones no son obvias ni evidentes, suelen estar maquilladas con una cosmética social que dificulta interpretar su real intención. Es así, por ejemplo, que hace más de cincuenta años se introdujeron cambios en nuestra Carta Magna, que prometiendo bienestar para todos, establecieron pseudo-derechos que entraron en colisión con los auténticos derechos del artículo 14. Para mayor disimulo fueron inscriptos como el artículo 14 bis, con la excusa de complementar y mejorar lo establecido en el 14. Se mezclaron entonces meras expresiones de deseo o buenas intenciones, con justos principios que ya estaban contemplados en el espíritu de la Constitución.

Estos pseudo-derechos  subvirtieron los valores y principios de nuestro país. Ya no se habla, entonces, del derecho a trabajar sino del derecho al trabajo, lo cual no es lo mismo. Se plantean derechos sin sus correspondientes obligaciones. Y llegamos a creer que, por el sólo hecho de habitar en este país, ‘alguien’ o ‘algo’ debe alimentarnos, darnos vestido y vivienda, además de trabajo y educación. Sin embargo, es sabido que “ningún almuerzo es gratis” y siempre alguien paga su precio. Los políticos demagogos pretenden hacernos creer, que el Estado omnipotente y omnipresente se hará cargo de todo, pero omiten explicar que luego mediante los impuestos, lo cobrará con creces. Se crea así un círculo vicioso, donde quien recibe una ayuda termina pagando un caro precio por ella y se ve así condenado a una situación de pobreza permanente.

El avance sobre los sanos valores y principios que gestaron nuestra Nación no acaba aquí. Se cuestiona hoy todo: desde la propia dignidad de la vida humana y el derecho a la vida , al derecho de educar a los hijos, o hasta al derecho de poseer y disfrutar de la propiedad justamente ganada, como también se pretende reescribir la historia y borrar de nuestras raíces a la religión. Hoy los mismos que piden libertades para consumir estupefacientes -que les harán perder el don de la razón y ya no ser responsables de sus actos- pretenden expulsar las imágenes del culto católico de nuestras instituciones.

Pues bien, ha llegado la hora de –haciendo honor al bicentenario– recuperar los valores que nos forjaron como Nación. De comprender y hacer comprender que: la libertad de culto no se opone con nuestras raíces cristianas; que somos individuos pensantes con derechos y obligaciones y no borregos que deban ser llevados a pastar; que vivimos en sociedad para potenciarnos como personas y no para degradarnos como hombres-masa; que conocemos nuestra historia con sus aciertos y sus errores, y no pretendemos reescribirla como más nos plazca; que creemos en la dignidad del trabajo y el pan ganado con el propio esfuerzo; que precisamos de instituciones sanas y fuertes que constituyan la infraestructura de la Nación, siendo algunas de ellas los tres poderes independientes del Estado, las fuerzas armadas y de seguridad, las empresas privadas y las organizaciones civiles -todas ellas conviviendo y colaborando en armonía, orden y libertad-; que existen derechos fundamentales que no pueden ser pisoteados, amparándose en la voluntad de circunstanciales mayorías; que debemos estar orgullosos de ser argentinos y habitar en este bendito país y que constituye un verdadero crimen vivir revolcados en la mediocridad.

Si somos capaces de exponer en voz alta estas ideas y salir públicamente en su defensa, seremos entonces dignos de entonar, junto a Saavedra, Moreno, San Martín, Belgrano, Fray Justo Santa María de Oro, Laprida, Estrada, Alberdi, Sarmiento, Urquiza, Mitre y tantos otros de nuestros próceres, el grito sagrado: Libertad, libertad, libertad.

 

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