Sus expresiones descalificatorias Alberto Fernández suele acompañarlas, y él cree que legitimarlas, con un disfraz paternalista: nos maltrata, porque nos cuida. De nosotros mismos, que supuestamente no sabemos cuidarnos. Y algunos, los más enojados con su gobierno, hasta lo demuestran con sus pulsiones suicidas.
A eso suma la mala costumbre de contraponer, como si fueran excluyentes, derechos y necesidades que todo político democrático debe saber combinar, y esforzarse al máximo por compatibilizar. Porque los sistemas democráticos consisten justamente en eso, no usar unas necesidades contra otras, sino equilibrarlas, buscando siempre la vía para atender unas sin perjudicar otras: hace falta policía para preservar la seguridad, pero con límites, para que no se vean afectados derechos individuales, como el de no ir preso sin condena, o no ser sometido a tortura o maltrato; si la seguridad fuera un objetivo absoluto, sería imposible justificar esos límites; de la misma manera, hace falta salud pública, pero no una que logre sus objetivos atropellando las libertades de quienes quiere curar.
Pero para Alberto pareciera que eso no tiene sentido, porque de lo que se trata es de hacer de la salud un valor absoluto, y subordinarle todo lo demás. Así fue que pareció querer reescribir el manual peronista cuando planteó, muy suelto de cuerpo, al comienzo de la cuarentena, “no me importa si la pobreza sube 10%, si así se evitan 10.000 muertes”. Bueno, parece que la pobreza va a crecer aún más que el porcentaje que el presidente confesó le sería indiferente, y es seguro que el encierro indefinido no era la mejor vía para minimizar las muertes; pero nada de eso importa porque él sigue y seguirá repitiendo que la única salida era la que escogió, y de todos modos los pobres son culpa de Macri que ya se sabe “destruyó la economía”.
Con el tiempo fue agregando otras oposiciones absolutas, igualmente absurdas y antidemocráticas: “para ser libres primero hay que garantizarse estar vivos” dijo y repitió varias veces hace unas semanas, como si fuera una gran idea; y ahora, ante una nueva manifestación contra la reforma judicial y demás abusos de su gobierno, se superó a sí mismo, “ahí los tienen a los anticuarentena, enfermos o muertos”.
Serán recordados seguramente como grandes momentos de la comunicación presidencial. Los últimos, motivados en los temores que produce en el gobierno la creciente pérdida de apoyo, el descrédito de su estrategia de encierro y la evidente subordinación de su reformismo institucional a las conveniencias judiciales de la jefa.
Con lo que Alberto no advierte lo mucho que hace para complicarse más la vida: sus palabras sobre la enfermedad y la muerte que supuestamente esperan a quienes se atrevan a protestar deben haber sido más efectivas para sacar gente a la calle que todos los mensajes en redes sociales de sus adversarios.
Siempre ese sector político ha considerado que quienes están en contra de sus políticas son estúpidos o malditos, o ambas cosas a la vez. Y tienen algún déficit constitutivo que los hace comportarse así, son en cierta medida “incorregibles”. Por algo, reflotó la palabra “gorila”, que había sido desterrada de la política democrática desde los años ochenta, no sólo gracias a Alfonsín, también a Menem, y se esmeró en volver a hacerla de uso habitual para aludir a todo aquel que no está “con el pueblo”, o sea con Néstor y Cristina.
Dicen que así reaccionaron ante una radicalización opositora. Lo vienen diciendo desde 2008. Pero en verdad, el único motor de la radicalización, y de su consecuencia directa, la polarización crispada, fue el kirchnerismo. Porque el antikirchnerismo siempre fue muy heterogéneo e inorgánico, y dependiente por tanto del centro político. Y el antiperonismo es tan marginal hoy como fue en los dos mil y viene siendo desde hace décadas. Si hasta un peronista orgánico de todos los gobiernos peronistas como Miguel Pichetto puede volverse un ídolo de los antikirchneristas, ¿dónde está la radicalización opositora y antiperonista?