Hace exactamente tres años, Luis Novaresio le hacía, para Infobae, un reportaje a Cristina Elisabet Fernández -que ella calificó luego como un “interrogatorio”, cuando, en realidad, Luis estuvo ostensiblemente amable con ella- en el que, en una de sus partes, la comandante de El Calafate retorció en extremo los argumentos para intentar transmitir una imagen visual de similitud entre el gobierno de Mauricio Macri y el de la dictadura.
Ese intento burdo siempre estuvo presente en Fernández porque la dictadura, para ella, es como una balsa de salvataje: cree que si logra enlodar a alguien con su estigma, ella, por oposición, saldrá ganando.
Allí dijo: “Esto es lo que está pasando hoy en la República Argentina se está restringiendo la libertad… la gente tiene miedo… se arman causas… se persigue gente. Se considera que alguien que dice que ‘el presidente tal cosa’ merece ser metido preso… hay alguien que estuvo preso por un Twitter (sic)… A mí me han dicho barbaridades… todavía se siguen haciendo…”
Ya se sabe que es muy difícil que alguien resista un archivo. El presidente Fernández marcha puntero en ese campeonato.
Pero ahora, Cristina Elisabet Fernández mandó a meter preso (fue liberado hace unas horas) a un famoso You Tuber cordobés (El Presto) por considerarse agraviada por uno de sus tuits.
¿Deberíamos decir que la libertad está restringida, que se persigue a la gente, que la gente tiene miedo y que se pone a la gente entre rejas por escribir tuits?
A los dictadores se los conoce por sus actos. No por sus pantomimas. No valen los cuadros descolgados, los banquitos, los discursos, las poses. Valen los actos.
Y cuando uno cuenta las restricciones, los manejos de la justicia, las persecuciones, los escraches, la prepotencia, los peligros a la libertad y el miedo ¿dónde está la dictadura?
Del mismo modo, el presidente ha dado una muestra más de la contradicción insalvable en la que se ha convertido su vida. ¿Convertido, debería decir? ¿O es que en realidad se trata de una profundización de lo que ha sido siempre?
Hace no mucho en el Chaco, Fernández decía esto respecto de la repartición discrecional de fondos de la coparticipación federal de impuestos: “Yo (sic) la verdad no me gusta vivir en un país donde el poder central determina graciosamente a quien ayuda y a quien no. Porque les puede pasar lo que le pasó a Gildo… que le toque un loco… (perdón voy a corregir) que le toque alguien… (aquí el presidente se traba un poco) o le puede pasar a alguien que yo sea un loco y que decida no ayudarlo, no asistir a una provincia porque no me gusta su gobernador… y eso no está bien… eso es algo que hay que cambiar”.
¿Qué dirá el presidente ahora? Ahora que, siguiendo expresas instrucciones de su jefa, decidió robarle a la ciudad de Buenos Aires más de 35 mil millones de pesos, sin acuerdo ni consenso previo, sin aviso, con un mensaje de texto enviado un minuto antes de salir al aire con el anuncio y solo para satisfacer el espíritu resentido de quien lo puso en el lugar que ocupa.
El problema con el sistema de coparticipación federal es el sistema de coparticipación federal. Solo un país con la capacidad de hacer siempre las cosas completamente al revés, como la Argentina, pudo haber armado este sistema kafkiano para repartir el dinero de los impuestos.
Empezando por la idea de que en teoría pura, en un país federal, no debería haber coparticipación alguna: los estados federados deberían ser completamente autónomos en la imposición y recaudación de sus impuestos locales de acuerdo a su programa financiero (tal como lo establecía la Constitución de 1853 que no delegó en el gobierno federal la tarea de imponer y recaudar impuestos para todo el país) y el gobierno central debería fondear su presupuesto con cuatro o cinco impuestos muy puntuales, como también lo establece la Constitución.
De todos modos, si se hubiera querido forzar la interpretación constitucional e ir a un sistema coparticipado, el mismo debería funcionar exactamente al revés de como fue diseñado, es decir, cada provincia debería recaudar sus impuestos locales y reservar una parte mínima para coparticipar a la Nación como forma de colaborar con la tarea de la administración común.
De ese modo los centros de recaudación y gasto estarían unificados en manos de los gobiernos provinciales de modo que estos sepan cuántos pares son tres botas y administren frugal y eficientemente de acuerdo a la capacidad de fondeo que tengan sus ciudadanos.
El engendro que inventó la Argentina, en cambio, está preparado para que pase lo que está pasando: que los gobernadores no tengan ni sientan ninguna responsabilidad en gastar más allá de sus recursos y luego jueguen sus influencias políticas en el Congreso para el dictado de las leyes para, con eso, negociar los fondos que precisan o que roban.
No resulta extraño que la primera coparticipación haya ocurrido en los años en que la Argentina dejó de ser lo que había sido. En 1935, a instancias del patético Raúl Prebisch, se estableció el primer bosquejo de esta inconstitucionalidad que luego quedaría consagrada en la reforma de 1957, la misma que arruinó el texto de 1853 con el agregado peronista del artículo 14 bis.
Es decir, es el peronismo, el que, valiéndose siempre de experimentos muy cercanos a la dictadura, retuerce lo que los constituyentes pensaron como organización nacional, para conseguir, en consecuencia, los desastres que padecemos todos excepto ellos, que han usado todos esos vericuetos para llenarse los bolsillos.
Dos temas que parecían aislados, el de Cristina Elisabet Fernández, metiendo gente presa, y el del presidente, robando fondos a jurisdicciones que no son de su color político (ambos en abierta contradicción con lo que ellos mismos habían declarado tiempo atrás), se unen en un solo cimiento fascista y autoritario, ese que tan bien define al peronismo.
¡Viva Perón!