Mañana se cumplirá un año desde que Alberto Fernández asumió la presidencia de la nación y pronto comenzaremos el 2021, año electoral. Para el gobierno, la oposición y la ciudadanía en general es un momento de reflexión, de análisis en retrospectiva y de proyección para lo que viene. El primer año del Frente de Todos coincidió con la pandemia por Covid-19, que conmovió a la Argentina y al mundo entero, por lo que éste fue un inicio de gestión sin duda singular. Realicemos nuestro propio balance para comprender mejor el zigzagueante camino recorrido hasta aquí.
Para presentarlo de manera esquemática, podríamos decir que el gobierno de Alberto Fernández atravesó cuatro etapas: una primera fase casi de “precalentamiento”, entre diciembre y febrero; una segunda caracterizada por la irrupción de la pandemia y el comienzo de la cuarentena, entre marzo y junio; una tercera de radicalización, con su inicio probable en el intento de expropiación de la empresa Vicentin; y una cuarta y última con un giro hacia el pragmatismo, luego de que la cotización paralela del dólar rozara los $200 atemorizando al gobierno.
Durante la primera etapa de “precalentamiento”, el presidente Alberto Fernández continuó la dinámica de ajuste iniciada por Mauricio Macri. La Ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva, que el Congreso aprobó tempranamente, aumentó la alícuota del impuesto sobre los bienes personales, suspendió la reducción de algunos gravámenes y creó el impuesto PAIS para la compra de dólares. Además, se anuló la fórmula de movilidad previsional, desindexando el gasto en jubilaciones. Esta primera fase transcurrió de manera fugaz, porque de pronto el gobierno se topó con la pandemia por Covid-19.
Como suele suceder con cada renovación política, el cambio de gobierno había restaurado la confianza y renovado las expectativas en buena parte de la población (particularmente del 48% que votó por el FDT en las elecciones presidenciales). La irrupción de la pandemia y el comienzo de la cuarentena en marzo coincidió aún con este renovado optimismo. Alberto Fernández fue percibido como un líder sensato que había tomado a tiempo las medidas necesarias para detener el avance del virus. La moderación y el dialogo con la oposición fueron bien recibidos, no solo por los votantes del FDT sino también por segmentos que no lo habían apoyado. En este marco, la imagen del presidente creció de forma precipitada. Según datos de D’Alessio IROL – Berensztein su imagen positiva paso del 51% en febrero al 61% en marzo (un salto de 10 puntos porcentuales). A partir de ese “techo”, llegaría el progresivo desgaste.
Con el correr de las semanas, las consecuencias trágicas del virus (el aumento en el número de contagios y de muertes) y los efectos colaterales de las medidas decretadas para contenerlo comenzaron a borrar el ánimo inicial. En enero y febrero, el 52% de la población consideraba que la situación económica al año siguiente sería mejor, dando cuenta del renovado optimismo que había generado el triunfo del FDT y la llegada de Alberto Fernández a la Casa Rosada. Con la llegada de la pandemia, las expectativas progresivamente se deterioraron. En marzo, esa cifra cayó al 47%, equiparándose con aquellos que creían que la situación económica sería peor. El piso se alcanzó en junio, cuando sólo el 41% consideró que la situación dentro de un año sería mejor y el 55% respondió que será peor (equiparable también a los números de septiembre). Durante los meses siguientes, a pesar de que para 2021 sería sensato esperar un rebote y una recuperación en términos relativos, las expectativas no retornaron a los niveles pre-pandemia.
El intento de estatización de la empresa Vicentin (el cual finalmente quedó trunco debido a la fuerte reacción social y al freno por parte de la justicia) inauguró una etapa de aumento de la radicalización, la cual se evidenció en varios frentes. Frente al fenómeno de la toma de tierras, el gobierno mostró una llamativa pasividad y emitió discursos contradictorios. En materia de justicia, comenzó una fuerte embestida: se presentó el proyecto de reforma de la justicia federal (lo cual generó virulentas discusiones con la oposición) y se intentó desplazar a los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli (vinculados a causas de corrupción K). Evidentemente, el momento que mejor pone de manifiesto la radicalización fue la ruptura con Horacio Rodríguez Larreta (en los meses previos, un aliado estratégico en la lucha contra el virus) y la quita de fondos a la Ciudad de Buenos Aires para otorgárselos a la Provincia homónima, luego de la protesta de la policía bonaerense.
La cuarentena inflexible y mal planificada generó un descomunal daño económico y social, y se fueron imponiendo (o permitiendo que los gobernadores impusieran) restricciones a la movilidad desmedidas y peligrosas. En el medio, se alcanzó el acuerdo con los bonistas, pero el anuncio por sí solo no fue suficiente para recomponer la confianza de los mercados. En todo momento, el gobierno se negó a mostrar un plan económico consistente que generase una mayor previsibilidad. A la falta de certidumbre respecto al futuro, se le sumó una emisión monetaria récord (utilizada como mecanismo para financiar los programas de asistencia por la pandemia), lo cual generó una fuerte presión sobre el tipo de cambio (y eventualmente sobre el resto de los precios de la economía). Para contener dicha presión, el Banco Central fortaleció el cepo cambiario y aumentó las restricciones. Las consecuencias fueron aún peores.
El dólar paralelo llegó a rozar los $200 a fines de octubre, encendiendo una luz de alarma y generando pánico en el gobierno. A partir de ese momento, el FDT inició un giro pragmático (aunque limitado) especialmente en materia económica, aunque no únicamente (las críticas a la justicia se morigeraron, incluso hubo silencio frente al fallo de la Corte Suprema referido a los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli). El gobierno retornó a la agenda de ajuste en el gasto público: los jubilados recibirán un aumento menor al esperado, se suspendió el IFE y pronto se actualizarán las tarifas de servicios públicos. El ministro Martín Guzmán sigue sin presentar un plan de estabilización, pero intenta enviar señales positivas a los mercados, reduciendo las necesidades de financiamiento vía emisión monetaria.
En el marco de este giro hacia el pragmatismo y el despliegue de un ajuste que afectará a prácticamente todos los argentinos, el gobierno se dispone a ingresar en un año que estará marcado por las elecciones de medio término. El presidente Fernández dejo pasar los momentos de fortalecimiento de su imagen, y se encuentra desgastado por la crisis económica y lo que finalmente resultó un mal manejo de la pandemia (Argentina es uno de los países con más muertos por millón de habitantes).
A diferencia de lo que ocurría a comienzos del año, lo que prevalece ahora es el pesimismo y la preocupación respecto al futuro. El FDT no puede darse el lujo de encarar este 2021 como seguramente hubiese deseado: con una inyección de recursos para llegar a las elecciones con una economía vigorosa. En cambio, intentará manejar con precaución los tiempos de ajuste y alivio para llegar a las elecciones de medio término acotando el desgaste lo mejor posible.
Ya utilizó una bala de plata, la renegociación con los bonistas hubiese podido ser el contexto adecuado para relanzar la gestión con un plan de estabilización integral que generase un efecto reputacional positivo. Una posibilidad similar podría abrirse luego del eventual acuerdo con el FMI. ¿Lo aprovechará mejor esta vez? ¿Sería suficiente para tener un buen resultado electoral en los comicios de mitad de mandato?