El presidente salió a respaldar la impresentable moción del impresentable senador Parrilli para conformar una comisión bicameral que investigue a los jueces.
La sola mención de este ”tanteo” impacta por la ignorancia que encierra y por la convicción que trasuntan los que lo practican.
En efecto, el kirchnerismo “tantea” el terreno para ver hasta donde le da la cuerda. Lo hace de a poco, aumentando homeopáticamente los niveles del disparate para que la gente lo vaya naturalizando, para que se vaya acostumbrando a tutearse con él. Es una vieja técnica gramsciana.
Por supuesto que entre sus filas hay gente que protesta contra la estrategia y exige más velocidad. Pero por ahora se impone esta táctica.
Fiel a ella, la comandante de El Calafate le ordenó a su principal amanuense, el senador Oscar Parrilli -el ex miembro informante de la privatización de YPF en los ’90- que saliera a instalar la idea de crear una comisión bicameral para controlar a los jueces,
La sola idea de proponerla da una magnitud de la ignorancia que emborracha a quienes nos gobiernan: esa comisión no tiene ningún respaldo constitucional; es más, es claramente inconstitucional.
Llama la atención lo lejano que queda para los argentinos ese documento fundacional. En otras latitudes la Constitución adquiere una cotidianeidad que le permite al pueblo un conocimiento cabal de sus derechos, de sus obligaciones y de lo que el gobierno puede y no puede hacer. En la Argentina, no. La gente no tiene a flor de piel ese conocimiento y tiende a creer que el soberano es el Estado (en representación del cual, el gobierno puede hacer lo que le venga en gana), antes que el imperio de la ley.
El kirchnerismo es muy consciente de esa desvinculación entre el ciudadano medio común y lo que la Constitución dispone, y explota esa ignorancia a su favor. Sabiendo que muchos argentinos suponen que el gobierno por haber ganado unas elecciones está facultado para hacer lo que se le ocurra (olvidando que es el primero que debe sujetarse a los límites constitucionales) presiona sobre esos límites para hacerlos más laxos y con ello, obtener sus fines.
El poder judicial fue organizado por los constituyentes como el verdadero poder de salvaguarda de las libertades ciudadanas. Ese es el poder con el que cuentan los ciudadanos para poner un límite a los avances del poder por sobre los derechos individuales. Es el poder judicial el que controla, en nombre del pueblo, a los poderes políticos para mantenerlos a raya e impedir que abusen de sus prerrogativas. Es increíble que el pueblo prefiera a quien puede sojuzgarlo en lugar de preferir a quien puede defenderlo.
Esos poderes políticos, a su vez, sólo pueden “controlar” a los jueces por la vía de iniciar un jury de enjuiciamiento y un posterior juicio político fundado en el mal desempeño de sus funciones. La Constitución establece claramente cómo funcionan esos mecanismos y en ningún momento de ese procedimiento habla de una comisión bicameral de control. De modo que, antes que nada, estamos frente a una enorme burrada que, como tal, debería ser desechada in limine.
Pero el planteo no debería ir por estos caminos. El kirchnerismo es un movimiento totalitario pero no ignora las limitaciones constitucionales. Las conoce porque las ha sufrido. Efectivamente, pese a todo el avance inmoral del colectivismo en la Argentina, la situación sería mucho peor para los derechos individuales de los ciudadanos de no tener la Constitución que tenemos.
Por eso el desiderátum máximo de esta pantomima que es el kirchnerismo (que no por peligrosa es menos pantomima) sería reformar la Constitución para imponer un estatuto del tipo bolivariano.
Bajo ese diseño, el kirchnerismo sueña con la instalación final de la idea de los “derechos del colectivo” por encima de la idea de los derechos y garantías individuales: sabe perfectamente que los “derechos del colectivo” son en definitiva, derechos de nadie.
No en vano cualquier novel estudiante de derecho sabe que para ser, precisamente, “sujeto de derecho” se debe ser persona, ya sea física o jurídica. Las muchedumbres no tienen derechos. O lo que es lo mismo, en el desiderátum kirchnerista: tienen tantos que no tienen ninguno. Todo termina siendo un enorme palabrerío hueco, pero en los hechos, las personas de carne y hueso y las personas jurídicas no tiene derechos prácticos y oponibles a la autoridad del poder.
Pero lo que en el fondo deberían estar preguntándose los argentinos es por qué raro fenómeno el gobierno de un país que tiene 50% de pobres, tasas estrafalarias de inflación, caída astronómica del PIB, pérdida de empleos, fuga de empresas y una extraordinaria explosión de villas miseria, está obsesivamente empecinado en ocuparse de la Justicia.
Y, digámoslo también, de una Justicia en particular, que no es precisamente, la que podría estar más cercana a la gente (como la que trata con los delincuentes que matan, roban o violan, o la que aplica trámites decimonónicos a los que deben resolver problemas de la vida cotidiana, desde los avatares de un consorcio hasta las cuestiones que concierne a una sociedad comercial) sino la que tiene que juzgar al poder ya sea por corrupción o por abuso en el ejercicio de sus funciones.
El kirchnerismo, digámoslo de una vez, quiere fabricar una estructura judicial que declare inocente a Cristina Fernández de todos los cargos que pesan merecidamente sobre ella. Es más, se postuló a elecciones y llegó al poder casi exclusivamente para eso: el país y los argentinos que viven adentro no le importan un carajo; solo se mueve en dirección de conseguir ese objetivo y el adicional de vengarse de aquellos que lo obligaron a un interregno que no tenían en sus planes de quedarse para siempre en el poder.
Toda explicación leguleya que intente justificar la remoción de jueces, la constitución de tribunales que no existen o la formación de comisiones especiales que la Constitución rechaza expresamente, no tiene otro objetivo que no sea ese: liberar de los cargos a la viuda de Kirchner.
Detrás del proyecto hay una larga cadena de lacayos o, como a la señora Fernández, le gusta decir, de pelotudos, entre los cuales, claro está, se alinean varios millones de argentinos que amparan la delincuencia antes de verse sometidos a un sistema en donde el imperio del mérito podría obligarlos a trabajar.