La historia es rara: ante la peste, un presidente latinoamericano se pone firme, cierra todo, amenaza a “los idiotas” –él dice “los idiotas”– que no quieren cumplir con el cierre, evita ciertas muertes y se deja cazar en unas fotos. Esas fotos, que muestran la fiesta de cumpleaños –llena de amigos, vino y rosas– de su mujer en la residencia presidencial de Olivos, julio de 2020, plena pandemia, también muestran que el señor presidente se cagó en todo lo que exigía a sus conciudadanos: que mientras ellos no podían ver a nadie ni ir a sus trabajos ni educar a sus hijos ni cuidar a sus enfermos ni despedir a sus muertos, él se divertía sin máscaras.
La historia es rara, sobre todo, porque ahora la sabemos. Uno sospecha que el poder está lleno de abusos; uno sabe que el poder se especializa en ocultarlos. Un poder que exhibe sus abusos es un poder absoluto o un poder idiota. Absoluto: porque se cree con derecho a todo porque ha conseguido tener derecho a todo. O idiota: porque se cree con derecho a todo pero no ha conseguido ese derecho y, en lugar de esconder que lo ejercita sin poder, permite que se vea. Absoluto o idiota: son los peligros de la impunidad.
Nadie llega inocente a esos lugares: en general, los que manejan un país se han pasado décadas cerca del poder, lo conocen, le conocen las reglas. Saben que deben decir ciertas cosas, callar otras; mostrar algunas, esconder bastantes. Y sin embargo al llegar –a poco de llegar– les da algo. Parece como si se olvidaran de todo eso que sabían y creyeran que pueden hacer lo que carajo se les cante. No sé si son esos techos tan altos, esos soldados con plumas en la puerta, esos sillones siempre inflados, esa manera en que todos les sonríen como si los quisieran; no sé si es el espejo que les dice cacho mirá, sos presidente, hijodeputa vos sos el presidente. No sé; lo cierto es que se olvidan y con cierta frecuencia hacen cagadas. A veces, esas cagadas les cuestan muy caras; a veces, menos; a veces, casi nada. En la Argentina, en general, poquito.
El presidente que cometió un delito al no respetar la cuarentena, el presidente que mostró que era tan bobo o tan soberbio como para no asegurarse que, si cometía un delito, no lo fotografiaran, el presidente que mostró que era incapaz de hacer una cagada sin que se note demasiado, sigue ahí, se enoja, contraataca. Dijo que era un error, dijo que lo había hecho su “querida Fabiola” y dijo que no iba a repetirse; después dijo que los que quieren seguir hablando de esto son “unos miserables”. La oposición habitual dice que es intolerable y que habría que juzgarlo, pero como lo dice todo el tiempo se le aplica, un poco, la historia del pastorcillo mentiroso. Y el oficialismo habitual dice “pero Macri” y saca a relucir alguna historia del gobierno anterior para tratar de demostrar que era peor y se le aplica, un poco, la historia de cambien el disco. Y millones lo miran con este odio justiciero, y en un par de semanas tendrán otro.
Quizá no, pero es probable. Porque no es la primera vez que un presidente argentino hace algo así: en realidad, todos los presidentes argentinos hacen cosas así, con más o menos matices, con más o menos fotos, con más o menos daños –y se diría que estamos habituados. Un párrafo de mi amigo Ernesto Tenembaum en Infobae lo sintetiza bien: “Carlos Menem, ex presidente de la Argentina, dijo: ‘Si en campaña electoral decía la verdad de lo que iba a hacer no me votaba nadie’. Sin embargo la sociedad lo perdonó: seis años después, cuando ya se sabía quién era, Menem arrasó en la elección donde fue reelecto. Raúl Alfonsín calificaba como ‘el gobierno más corrupto de la historia’ al de Carlos Menem, semanas antes de firmar con él el Pacto de Olivos que le permitió a Menem ser reelecto. Sin embargo aún es uno de los personajes más respetados de la historia argentina. Elisa Carrió había dicho que su límite ético era Mauricio Macri antes de acordar con él”.
Así que nada, algunos gritos. Me imagino que hay muchos países donde una foto como aquella es motivo de renuncia y escarnio –hace unos días, con perdón, se conoció la historia de la primera ministra de Finlandia, Sanna Marin, 35 años, que ha tenido que devolverle al estado el dinero que se gastó en desayunos y comidas con su familia en la residencia oficial. Ya los veo diciendo bueno, pero no vas a comparar, eso es Finlandia, esto es la Argentina. Es cierto, en la Argentina esas cosas al final se pasan –o, si acaso, funcionan como arma arrojadiza si muchos están muy enojados por alguna otra cosa: la vida, por ejemplo, sus penurias. Creo que tiene que ver con eso que –no– llamamos la impunidad de rebaño.
(La “inmunidad de rebaño” fue un enunciado desdichado: viene de la ciencia en inglés, herd inmunity, y empezó a circular con la pandemia. Pronto algunos asesores de políticos se dieron cuenta de que no era amable llamar a los ciudadanos rebaño –llamar ovejas a los ciudadanos– y empezaron a cambiarlo por “inmunidad de grupo”, pero muchos siguieron con eso del rebaño: es bonito, bucólico, bala. Y significa que cuando muchos comparten un virus, el virus ya no enferma. La impunidad, en argentino.)
Si un presidente puede por ejemplo mostrar que se cagó en las reglas brutales que les impuso a todos y seguir andando es porque hay una idea de impunidad general: impunidad de rebaño. Por supuesto hay frases y grititos, verborrea de moral ultrajada, pero sospecho que si él lo hizo es porque –casi– todos lo hacemos y porque, al fin y al cabo, toleramos. Nos quejamos, faltaba más, sabemos qué es lo que nos conviene: es bueno poder quejarse de lo que hacen los que hacen, es mejor poder seguir haciendo cosas parecidas. Digo: es bueno poder quejarse de La Corrupción después de darle su coima al policía que te paró por pasarte el semáforo. Es bueno poder quejarse, es bueno poder dar la coima. Entonces, la idea es quejarse pero no cambiarlo.
La Argentina tiene un pacto de impunidad –de rebaño– desde hace décadas. En todos los niveles: desde los presidentes que usan la justicia para joder a los ex presidentes –porque la patria, doctor, nos lo demanda– hasta el electricista que trabaja sin factura –porque el estado se fuma los impuestos, vio, maestro? Tenemos muy buenas excusas: somos campeones fabricando excusas; tenemos políticos que roban, militares que matan, empresarios que estafan, todo tipo de basuras que usamos para justificarnos. Y todos estamos de acuerdo en que hay que esquivar los deberes y las instituciones porque son injustos. Es cierto que lo son; también es cierto que para esquivarlos debemos permitirnos los unos a los otros la necesaria impunidad. Vender una casa y escriturarla ante escribano por una cifra falsa, contratar a alguien y no pagarle obra social, comprar y vender dólares a un precio ilegal a la vista de todos: la impunidad está por todas partes. Y es el medio donde sobrevivimos, y nadie quiere siquiera imaginarse cómo sería si no fuera así, y así seguimos, sumergidos en la impunidad de rebaño, en esa que permite que un presidente se cague en todo porque todos nos cagamos, cada quien como puede, y nadie cree realmente que haya que pararlo: una forma de vida, la Argentina.
Con esto no trato de defenderlo ni de justificarlo ni un poquito. El mal de muchos, sabíamos, solo es consuelo de algún tonto. Solo intento entender por qué siempre nos pasan estas cosas.
Aunque quizás otra vez me equivoque; quizás esta vez sí la impunidad se rompa. La amenaza otro valor seguro: la muerte, los muertos, el peso de las víctimas. La foto consigue que las muertes de la pandemia, tan difíciles de atribuir a nadie, tengan simbólicamente un responsable: el que debería haberlas evitado y no solo no lo hizo sino que, mientras tanto, rompía sus propias reglas –y se tomaba champaña.
Frente a eso, quizá, la impunidad de rebaño no alcance. En unos días hablamos; en unos días más hablan las urnas.