Un día como hoy, hace 20 años, entraba en vigencia en Argentina aquel engendro económico hoy mundialmente conocido como “corralito”, el antecesor del siniestro “corralón” que luego impondría Eduardo Duhalde, iniciando una cadena de desgracias financieras que se llevarían puesto al gobierno de Fernando De la Rúa junto con la fe de todos los argentinos.
Los rumores de que algo estaba yendo peor que de costumbre habían comenzado a circular a fines de noviembre de 2001, cuando se habló en los medios de la posibilidad de dolarizar los depósitos bancarios. Entonces parecía uno de los tantos atropellos de los funcionarios públicos, pero ningún ciudadano común alcanzaba a dimensionar el tsunami económico y social que se avecinaba.
Aprovechando el primer fin de semana de ese mes tan locamente festivo que es diciembre, el entonces ministro de Economía, Domingo Cavallo, anunció los primeros detalles del plan para paliar la permanente sangría de fondos de los bancos. En principio, todo se limitaba a un cupo de extracción de los cajeros de $ 250 semanales (cifra que en aquellos días alcanzaba para rebuscárselas una semana, por increíble que parezca).
Aquella nueva cotidianeidad entró en vigencia el lunes 3 de diciembre, con la promesa del ministro de que la disposición iba a estar vigente por 90 días, hasta que pasara la tormenta, y por supuesto dejando a salvo a los jubilados.
Los primeros días pasaron entre el enojo de los ciudadanos, las interminables consultas a los bancos, las colas para retirar la plata de los depósitos -aunque fuera a cuentagotas-, y el malestar de los comercios chicos porque, ante la falta de efectivo, vendían poco y nada.
Pero mientras la gente sufría por sus chirolas, el gobierno de De la Rúa sufría a lo grande. Más precisamente, por los US$ 1.200 millones que el FMI no quería largar para que Argentina cubriera sus vencimientos más cercanos. Es que el FMI veía con mucha preocupación el futuro de ese endeble plan y no tardó en bajar el pulgar a cualquier préstamo para un país que, con su vasta experiencia en crisis ajenas, veía encaminarse hacia un precipicio.
Después de sopesar las pocas posibilidades que le quedaban, Cavallo resolvió hacer un viaje relámpago a Washington para intentar ablandar al FMI, del que volvió con un programa brutal de ajuste bajo el brazo. Apenas habían pasado seis días desde la puesta en vigencia del corralito y todo se precipitaba.
La propuesta del enorme ajuste puso en alerta a todos, y la crisis pisó el acelerador: se acentuaron las restricciones bancarias, se suspendieron beneficios impositivos a las empresas y se empezaba a pensar en pagarles en cuotas a estatales y jubilados. Como era inevitable, el día 13 sobrevino un masivo paro gremial para rechazar el ajuste.
Por supuesto, la suerte había estado echada desde hacía tiempo y el día 19 se confirmó. Superado por la protesta popular, los cacerolazos, y los saqueos de supermercados en todo el país que ya habían dejado siete muertos, Cavallo aceptó la derrota y renunció junto a su gabinete, dejando a De la Rúa con la única opción de renunciar también.
Eso fue exactamente lo que hizo al día siguiente el mandatario que había llegado al poder como la gran promesa de cambio y de transparencia. Fernando De la Rúa abandonó la Casa Rosada el 20 de diciembre de 2001, mientras en Plaza de Mayo y microcentro se libraba una batalla campal entre efectivos, manifestantes y transeúntes desprevenidos. Como recuerdo, el ya fallecido expresidente dejó esa mítica fotografía de su precipitada partida en el helicóptero oficial.
Después de eso, cuando se apagaron los disturbios y se contaron los muertos en las protestas, la Presidencia argentina se convirtió en una papa caliente que nadie quería agarrar, a excepción de Adolfo Rodríguez Saa y Eduardo Duhalde, entusiasmados con la idea de ocupar el sillón de Rivadavia. Primero fue Rodríguez Saa quien se dio el gusto de probarse la banda presidencial para proclamar que la deuda externa la iba a pagar el desconocido Montoto, y pocas horas después, cuando el impulsivo presidente interino renunció, fue el turno de Duhalde, sonriente en medio de la tragedia nacional.
Justamente, sería Duhalde y su ministro de Economía, Jorge Remes Lenicov, los artífices del “corralón”, el malvado hermano mayor del corralito, que terminó de infartar a los pocos ahorristas que quedaban cuerdos.
Lo que dejó el corralito
Aunque mucha agua pasó bajo el puente después de 20 años, el fantasma del corralito sigue presente y aflora cada vez que un gobierno impone una restricción a los ahorros y divisas. Por eso, vale la pena recordar una vez más que este mecanismo ideado por Cavallo llegaba hasta la extracción de efectivo limitada, pero sin cambiar las demás condiciones de los depósitos. Por el contrario, el temible corralón de Duhalde significó la pesificación, esto es, la avivada de licuar las deudas en pesos y darle moneda nacional al que tenía dólares depositados, y a una cotización muy inferior. Una decisión aberrante que llevó a la ruina a muchos y a la muerte a otros, pero que ya es otra historia y amerita otra nota para su reflexión.
Muchos años después, con la calma que de la perspectiva del tiempo, un Cavallo ya retirado del día a día de la política económica aconsejaría al gobierno de Grecia, que por ese entonces enfrentaba su propio colapso. Palabras más, palabras menos, les advirtió que ni de chiste se les ocurriera caer en la tentación de pasar del corralito al corralón, porque aunque la distancia entre ellos parezca corta y casi una cuestión de semántica, Argentina comprobó que en la práctica había un abismo.