Cada vez que avanzan las investigaciones judiciales sobre la abultada fortuna de los Kirchner se produce un choque de planetas entre dos registros casi incompatibles de nuestra vida pública: el de las pasiones y el de los procesos institucionales.
Los pasos que ha venido dando el sistema institucional, pese a todos los obstáculos interpuestos por enamorados e interesados en contrario, han comprometido y atornillado más y más a Cristina Kirchner, y a muchos de sus allegados, al banquillo de los acusados.
Y cada novedad en ese sentido desató reacciones apasionadas de sus adictos, de amor infinito e incondicionado hacia ella, y odio hacia todos los que osan criticarla, o investigarla, o acusarla de lo que sea.
El lawfare, una fantasía conspiranoica
Siempre hay, claro, los que intentan mediar entre esos dos mundos. Con pretendidos “argumentos” que probarían que tanto ese amor como estos odios están racionalmente fundados y por tanto es plenamente justificado que orienten el funcionamiento institucional.
El discurso sobre el lawfare, una fantasía conspiranoica equivalente a Los Protocolos de los Sabios de Sion, panfleto antisemita de amplia difusión un siglo atrás, fue el intento más sistemático y logrado por tender ese puente. Y hoy se corporiza en una serie de fotos sobre partidos de fútbol en una quinta. Vaya uno a saber qué quiere decir eso, qué prueba.
Pero para lo que nos interesa, no importa. Porque lo cierto es que incluso para los defensores acérrimos de la inocencia de Cristina, y del kirchnerismo en general, tampoco alcanza: no se trata de demostrar que esta o aquella prueba o dato sobre la corrupción han sido exagerados o manipulados de alguna manera, hace falta probar que Cristina no puede ser culpable, que su legitimidad como líder está más allá de toda duda y toda prueba.
Porque de otro modo también se la querrá cuestionar por otros muchos motivos: los resultados de gestión, por los errores de estrategia política cometidos, por las palabras equívocas y promesas incumplidas formuladas en esta o aquella circunstancia. En suma, por todo lo que se juzga a los políticos. Y como todo eso está cayendo de maduro, justamente es lo que marca nuestros días, todo al mismo tiempo, hay que blindarla a Cristina. Y no hay mejor blindaje que el amor. Que es ciego, que puede disculpar cualquier pecado, y embellecer cualquier defecto.
Así que ahí fue Larroque, siempre vocero entusiasta de estas pasiones, a aclarar las cosas: “sin Cristina no hay peronismo, y sin peronismo no hay país”.
Una cadena de equivalencias, diría Ernesto Laclau, que no deja espacio para ninguna diferencia, ni escape posible para el amor a la jefa: o se está con Cristina, y se es entonces un buen peronista, y por tanto un buen argentino, y cabría agregar, un buen hijo, o se cae en un vacío completo de significado y validez, no se es nada.
No lo inventó Larroque, conviene aclarar: el encadenamiento “líder – movimiento – estado” fue parte esencial del credo de los movimientos totalitarios del siglo pasado, estuvo en la base del fascismo y del nazismo. Una de las formulaciones más sistemáticas al respecto la ofreció Carl Schmitt, un teórico admirado por Laclau y no pocos kirchneristas, a poco de afiliarse al partido nazi: recién llegado al movimiento (hasta entonces apoyaba al partido católico), Schmitt quiso demostrar su amor al führer y escribió un panfleto espantoso, precisamente con ese título (“El líder, el partido y el Estado”) donde justificaba, entre otras cosas, la masacre de la Noche de los Cuchillos Largos.
Claro, lo de Schmitt era en gran medida un amor simulado: era básicamente un oportunista y los nazis no lo tomaron muy en serio. En cambio, el amor de Larroque parece ser bien auténtico. Cree en serio lo que dice. Y conviene por ello tomárselo de la misma manera.