En un célebre artículo del año 2009, publicado en el volumen 132, fascículo 5, de la revista Brain, los psiquiatras David Owen y Jonathan Davidson desarrollaron una pormenorizada caracterización del síndrome de hybris tal como apareció en presidentes de los Estados Unidos y primeros ministros del Reino Unido a lo largo del siglo XX. Los griegos asignaban a la palabra hybris un significado ambivalente, entre desmesura y arrogancia. Era el vicio de quienes desafiaban a los dioses pretendiendo modificar la proporción de dicha o tristeza, placer o sufrimiento, salud o enfermedad, que le había sido asignada en la vida. Para describir esa propensión, Owen y Davidson formulan una taxonomía de 14 características de las personalidades con hybris. La novena es la creencia en que no deben responder ante la opinión pública ni ante tribunal mundano alguno. Sólo deben hacerlo ante Dios o ante la Historia. La décima es una inconmovible confianza en que en ese tribunal serán reivindicados.
El juicio por la manipulación de licitaciones de Vialidad Nacional en favor de Lázaro Báez en Santa Cruz es el escenario inigualable en el que Cristina Kirchner ha resuelto poner en evidencia estos rasgos de su personalidad. Como confesó en su momento, ella está convencida de que la Historia ya la juzgó. Y de que la Justicia la va a condenar. Son dos convicciones problemáticas. Enfrenta un enorme riesgo de que la Historia la condene. Y debería prestar mucha más atención a los expedientes si quiere evitar que la Justicia haga lo mismo.
En materia de moral administrativa, es muy difícil imaginar una absolución de los historiadores. Deberían olvidar los innumerables detalles expuestos por Oscar Centeno en sus cuadernos; la confesión de Ricardo Jaime de haber cobrado coimas; la cena narrada por Manuel Vázquez ante el fiscal Franco Picardi, en la que él y su jefe, Jaime, pactaron con Ángelo Calcaterra y Javier Sánchez Caballero los retornos que se pagarían, con aportes de Odebrecht, por el soterramiento del Sarmiento; la apropiación de Ciccone por Amado Boudou; la desviación de fondos del programa Sueños Compartidos; el escándalo de Skanska, que sólo se pudo mitigar convirtiendo al juez Guillermo Montenegro en ministro de Seguridad de Mauricio Macri, y al fiscal Carlos Stornelli en ministro de Seguridad de Daniel Scioli; las fortunas colosales atesoradas por modestos secretarios privados; la riqueza acumulada y jamás investigada de Francisco Larcher; además de los bolsos de José López, impregnados de olor a incienso y condenados hasta por la propia expresidenta, entre muchas otras fechorías. Sobre este oscuro telón de fondo se recortan las irregularidades santacruceñas que se discuten en el juicio oral en curso.
Es trabajoso imaginar que, cuando se reconstruya este presente, estas miserias queden olvidadas. Esta es la razón por la cual la señora de Kirchner, en vez de empeñarse ante el juzgado de la Historia, debería interesarse más en los tribunales ordinarios. Ese campo ha sido casi abandonado. A tal punto que Eugenio Zaffaroni, sin esperar a que los jueces Jorge Gorini, Rodrigo Giménez Uriburu y Andrés Basso dicten su sentencia, ya anticipó la necesidad de un indulto, lo que da por supuesta una condena. Acaso sean sólo rivalidades de letrados. Porque, con ese dictamen, Zaffaroni liquidó a Carlos Beraldi, antes de que éste balbucee siquiera una coartada ante el tribunal. Beraldi es el abogado de la “condenada”.
La versión del indulto, o la de una amnistía, enfureció a la vicepresidenta y a su entorno. En especial, cuando les llegaron precisiones de que había sido impulsada por el Presidente. Doble enojo cuando se enteraron de que el mismo Presidente aclaraba que no estaba de acuerdo con esa salida. Oscar Parrilli fue el encargado de esgrimir la inocencia de su jefa: “Ni indulto ni amnistía. Justicia”.
La indigencia de la vicepresidenta en materia de abogacía se volvió a notar en el soliloquio que ofreció anteayer por su canal de YouTube. Cuando anunció que, dado que no le permitieron ampliar su indagatoria en esta fase del proceso, respondería al fiscal Diego Luciani a través de esa presentación, muchos observadores y, en especial, muchos de sus seguidores, se prepararon para escuchar un rosario de refutaciones jurídicas. Beraldi prometió que “Cristina va a demostrar que Luciani ha mentido”. Sin embargo, ella sólo expuso razonamientos deshilvanados, entreverados con datos discutibles.
Ahora será Beraldi el que deberá probar, por ejemplo, que los mensajes extraídos del celular de López e incorporados al debate no deberían ser tomados como prueba. Todo indica que le resultará dificultoso. Porque esos textos, que los fiscales obtuvieron de colegas que también investigan al exsecretario de Obras Públicas, fueron puestos a disposición de las partes desde hace más de un año. El tribunal los incorporó un día antes del comienzo de los alegatos, sin que los defensores los objetaran. Podrían hacerlo alegando, por ejemplo, que son chats derivados de otras causas, en cuyo procesamiento ellos no tuvieron participación. Es probable que Beraldi encare la cuestión desde otro ángulo: no hay mensajes directos entre López y la señora de Kirchner o su hijo. O entre los Kirchner y Báez.
Otro flanco de la causa que podría haber abordado Cristina Kirchner es el de la calificación de asociación ilícita. Es una figura con matices ideológicos, que surgió para superar las dificultades existentes, en el temprano siglo XX, para criminalizar organizaciones revolucionarias, políticas o sindicales. Para aplicarla hace falta identificar a un grupo que perdura por bastante tiempo, que realiza muchos delitos y que exhibe una mínima cohesión. Una corriente importante de juristas considera que un gobierno no puede ser identificado con una banda de ese tipo. El que fundó esa opinión con más detalle fue Zaffaroni, a través de los diarios, cuando estaba en discusión la pertenencia de Carlos Menem y su cuñado, Emir Yoma, a una asociación ilícita por el contrabando de armas. La Corte rechazó esa calificación en un fallo encabezado por Augusto César Belluscio, lo que permitió que Menem abandonara su cautiverio en Don Torcuato. En su actual trance de peronización indiscriminada, tal vez a Cristina Kirchner no le resulte tan irritante zafar de la Justicia siguiendo las huellas penales del riojano.
El último en beneficiarse con un criterio parecido fue Macri, en una de las causas que se le siguen por espionaje ilegal: los camaristas Mariano Llorens, orgulloso arquero del glorioso Liverpool, y Pablo Bertuzzi, sostuvieron, en contra de Eduardo Farah, que de los seguimientos clandestinos que realizaba la AFI durante el gobierno de Cambiemos no se sigue que hubiera una asociación ilícita. Es muy probable que la defensa de la señora de Kirchner se abrace a este antecedente, con un argumento que ya está haciendo circular: “A Macri no lo hacen responsable de lo que hacía Gustavo Arribas, que tenía una dependencia directa de él, y se imputan los delitos a ‘cuentapropistas’, mientras que a nuestra defendida la conectan con ilícitos de un subsecretario que estaba tres escalones más abajo”.
Esta forma de razonar oculta el problema principal de la vicepresidenta en la causa por la obra pública santacruceña. Haber tenido a López como secretario la complica. En especial porque, cuando se recorren las pruebas, aparecen referencias a ella y a su hijo, al mismo tiempo que se advierte una olímpica prescindencia de Julio De Vido, el ministro y superior inmediato de López, en las operaciones sospechosas. Ayer De Vido se encargó de recordar esa distancia, reenviando un tuit en que el periodista Raúl Kollmann consignaba que él y López “se odiaban, ni siquiera hay mensajes entre ellos”.
Sin embargo, más que la relación con López, la expresidenta está contaminada por el vínculo con Báez, el constructor y donante del mausoleo de su esposo, y beneficiario de las licitaciones que habrían sido amañadas. Entre los Kirchner y Báez hay una proximidad que a Beraldi le será muy dificultoso desmentir. Esa familiaridad impide también alegar que, como jefa del Estado desconocía lo que sucedía en Santa Cruz. De haber sido así, cuando comenzaron a aparecer noticias sobre irregularidades, habría encarado alguna corrección, por ejemplo, iniciado algún sumario. Ya durante el gobierno de Néstor Kirchner había más que atisbos. Sergio Acevedo renunció a la gobernación en repudio al manejo de la obra pública: 2006.
Una de las promesas de las audiencias por venir es que ese lazo entre Báez y los Kirchner adquiera mejor luz. La lealtad del enriquecido constructor con la familia de su amigo muerto parece inquebrantable. Se mide en la dimensión de su silencio. Si lo quebrara, tal vez podría confirmar los comentarios que circulaban entre hombres de negocios vinculados a Néstor Kirchner mientras sucedían los hechos. Por ejemplo, que Báez vivía desesperado por no poder completar las obras debido a que muchísimas veces le pagaban al sólo efecto de que devolviera ese dinero. Es decir, era un engranaje de una maquinaria de financiamiento político reñida con los principios elementales del derecho administrativo.
La expresidenta no sólo no despejó estas sospechas. Al revés, las agravó. “Con esa lógica peculiar que da el odio”, diría el Maestro, exhumó un sinfín de mensajes cruzados entre el malhechor López y Nicolás Caputo, a quien presentó, con cierta desactualización informativa, como “el hermano de la vida de Macri”. De ese modo quiso demostrar que, si la involucraban con los vínculos del secretario de Obras Públicas con Báez, habría que asociarla también con las actividades de Caputo, lo que resulta inverosímil. Cristina Kirchner se quejó de que los fiscales habían dejado pasar la amigable relación de López con Caputo. Ellos dicen que no fue así. Que denunciaron todo lo sospechoso, pero no debían incorporarlo al expediente porque esos contactos no referían a trabajos en Santa Cruz, que es lo que se dirime en el juicio. La vicepresidenta debería consultar a un abogado. Así se daría cuenta de que con las revelaciones sobre su secretario y el exsocio de Macri, agregó indicios de que su gobierno fue un festival de irregularidades. A tal punto que, en su homilía por YouTube, inauguró un nuevo tipo de negocios: insatisfecha con el “capitalismo de amigos”, inventó el “capitalismo de enemigos”.
Hubo un detalle insólito en esa presentación. Cuando se preguntó por qué López y Caputo tenían tantas prevenciones para hablar por teléfono, se contestó: “Los vigilaría la AFI”. Es decir, la AFI que ella conducía. O no tanto. La AFI de Larcher y del tenebroso Antonio Stiuso.
Macri no abrió la boca en defensa de Caputo. Sólo instruyó a sus colaboradores más cercanos para que lo defendieran a él si es que algún radical formulaba algún reproche en la reunión que celebró ayer Juntos por el Cambio. Más allá de eso, un confidente del expresidente se limitó a comentar: “Está molesto sobre todo por la familiaridad de Nicky con López, un empleado de planta transitoria. Lo único que le falta es tener que cruzárselo en Cumelén…” La indiferencia de Macri se debe a que, desde hace más de un año, su relación con Caputo está en un freezer. El detalle que puede explicar todo: quien más se apresuró en defender al empresario fue Horacio Rodríguez Larreta quien, en vez de recurrir al clásico “que investigue la Justicia”, apostó a un “no está incriminado en nada”. Está por verse. Por suerte Caputo cuenta con un gran penalista: Mariano Fragueiro, quien patrocinó, entre otras celebridades, a Carlos Zannini y a Héctor Garro, otro imputado en la causa de la obra pública santacruceña.
En su afán por afiliar al Pro al incomodísimo López, la señora de Kirchner incurrió en otro ataque suicida. Como si tarareara su clásico “no tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas”, aseguró que los 9 millones que el secretario depositó en el convento provenían de Caputo, a través del banco Finansur. No tuvo en cuenta que, cuando ocurrieron los hechos, el accionista mayoritario de Finansur era Cristóbal López. Otro desafío para Beraldi, que patrocina también a López. De ser verdadera, sería desopilante la versión que afirma que el zar del juego paga también los honorarios que Beraldi percibe por la vicepresidenta: debería controlar mejor adonde dirige su dinero.
Es posible que Cristina Kirchner lea toda esta escena con otros criterios. Pondría en evidencia la primera peculiaridad anotada por Owen y Davidson en el síndrome de hybris: la tendencia a ver siempre el mundo como la arena en la cual ejercer el poder y buscar la gloria. Para esta concepción, la consistencia procesal o discursiva es menospreciable. La vicepresidenta mira el ritual penal como algo intrascendente. Ni siquiera es tan relevante el juicio de la Historia. Antes está el del electorado. Por eso, ajena a todo rigor técnico, se afana en sacar de su peripecia judicial una ventaja política. Y parece estar lográndolo. Unificó a todo el peronismo detrás suyo, en una nueva épica.
Se podría pensar que es la épica de la corrupción. La única que queda. Pero sería discutible. La expresidenta encolumna al oficialismo detrás suyo por dos razones principales. La primera: en el peronismo y, con menos visibilidad, en toda la clase política, no existe interés alguno de que los parámetros con los que se la podría condenar a ella queden fijados como antecedente universal. Es verdad que en los negocios con Báez el kirchnerismo saltó de escala. Pero son pocas las provincias en las que, si se inicia una investigación minuciosa, no aparecerían empresas ligadas a gobernadores en el negocio de la obra pública. Lo mismo pasa en los municipios. Por lo tanto, la del peronismo es menos una reacción ideológica que corporativa.
El reflejo se extiende más allá. Para muchísimos políticos es un inconveniente, y hasta una irresponsabilidad, que todas las administraciones queden sometidas al arbitrio de los jueces, sobre todo desde que un organigrama administrativo puede convertirse, con bastante elasticidad, en una asociación ilícita. En el destino de la señora de Kirchner está escondido el destino de una legión de gobernantes y políticos. La precaución es mayor cuando se trata de expresidentes. Muchos sistemas contemplan que quienes ostentan esa condición se conviertan en senadores vitalicios y queden blindados por los fueros para siempre. Es lo que sucede en Italia, Uruguay o Paraguay. Es lo que soñó y no se animó a proponer Raúl Alfonsín, por razones de decoro, cuando se reformó la Constitución en 1994. Dirigentes como Miguel Pichetto alegan, con gran independencia de criterio, que para garantizar la estabilidad política hay que sustraer de la discusión penal a los expresidentes. ¿Hubo alguna conversación con el kirchnerismo en esta línea? ¿Existió algún contacto entre la vicepresidenta y el senador José Torello, amigo íntimo de Macri? Zona indescifrable del poder.
Hay otra razón por la que el peronismo, en especial el que más simpatiza con la acusada, se activó detrás de la vicepresidenta: la nueva convocatoria a una guerra contra el enemigo. El kirchnerismo no se aglutina alrededor de adhesiones. Se aglutina alrededor de rechazos. Cristina Kirchner, inspirada en su inquebrantable antiliberalismo, vuelve a convocar a sus fieles en contra de la Justicia y de la prensa.
Anteayer levantó otra vez la bandera del lawfare. Ya no bajo la inaceptable explicación de que es la persecución de un inocente. Ahora el lawfare es el suministro de impunidad para un culpable. La vicepresidenta reclamó, con una exaltación lindera con la furia, que se investigue a todos los sospechosos. Por supuesto señaló a Macri, en especial por las denuncias de espionaje de las víctimas del hundimiento del ARA San Juan. Pero llegó a un extremo inimaginable: pidió que se investigue a su esposo por las relaciones que mantuvo con Héctor Magnetto y que, según ella, derivaron en la aprobación de la fusión entre Multicanal y Cablevisión. Al “ah, pero Macri”, se agrega ahora un “ah, pero Néstor”, impulsado por su viuda. Fue una señal, inquietante para muchos, de que está dispuesta a todo. De que se rompió toda omertá.
El relanzamiento de los ataques a Clarín son un contratiempo para la candidatura de Eduardo “Wado” De Pedro, diseñada con cierto aire de familia con las de María Eugenia Vidal y Diego Santilli. De Pedro es director en Telecom. Y ensaya un saludable ecumenismo que lo llevó a comer, en lo de Adrián Werthein, con el embajador de los Estados Unidos, Marc Stanley, y con la embajadora del Reino Unido, Kirsty Hayes. Reunión amable, con parejas, que hizo decir a un chistoso: “Wado se negó a hablar de Falklands. Es su límite”.
La dramatización de las imputaciones ha tenido, en estas horas, un efecto prodigioso. Corrió el eje de lo que la señora de Kirchner quiere ocultar: el ajuste de la economía. El que realiza la inflación. Y el que realiza Sergio Massa. Desde el triunfo de Daniel Scioli en la primera vuelta de 2015 y desde su propia victoria en las primarias senatoriales de 2017, ella sabe que su pacto con el electorado no se basa en la decencia. Se basa en la redistribución. Ese contrato está hoy amenazado. Por eso Cristina Kirchner se regodea en ser víctima de un pedido de condena de 12 años, por las 12 virtudes de los años gobernados con su esposo. Finge ignorar que su problema es muy distinto. Si hubiera que perseguirla, Dios no lo permita, sería por los tres años del gobierno actual, del que ni Luciani consigue despegarla (Diario La Nación).