El mundo mágico precientífico, ha tenido un tremendo poder de sugestión para el ser humano. Como producto neto de su mecanismo cerebral, obligado éste a elaborarlo con el recurso de la fantasía para darse explicaciones de las cosas y hechos que acompañan al individuo desde su nacimiento hasta su muerte, estaba plasmado en la vida humana, con tanta intensidad inveterado, que todo acto, aun el descubrimiento accidental por experiencia pura, era atribuido a la intervención de algún hado o a la iluminación "posibilitadora" de alguna deidad. De manera que resultaría harto difícil separar netamente lo que pertenecía a una inquietud puramente científica, de aquello que estaba motivado por tendencias mágicas o asimilado a la superstición, si nos situamos muy atrás en el tiempo.
El concepto mágico sobre el mundo estaba extendido por todas las mentes que se formaban en esa atmósfera densa, de gran peso, que dominaba todos los actos. Cada paso, era dado como aprisionado en un marco sobrenatural; cada sonido, cada movimiento, cada fenómeno de dudosa naturaleza u origen, eran tomados como señales de bienaventuranza, si no como anuncios de inevitables catástrofes que se avecinaban.
Pero la humanidad es un abanico. En la constelación humana podemos ver un muestrario de la más variada gama de tipos o personalidades que son heredables; se hallan en los genes apuntadores de derroteros que también en la parte psíquica se identifican con las tendencias innatas, las vocaciones, inclinaciones naturales que sólo esperan ser desencadenadas por el ambiente social en que se desarrolla el individuo. No siempre se desencadenan, claro está, y el individuo puede ser un dibujante eclipsado, un místico frustrado, un actor fracasado..., pero es indudable que cuando la coincidencia se da, la personalidad aflora con toda su fuerza y se puede manifestar contra viento y marea, aun bajo el influjo aplastante de una atmósfera contraria a la índole de dichas manifestaciones.
Así es como a pesar de todo, la espesa bruma del sobrenaturalismo que lo oscurecía todo, comenzó a brillar la tenue lucecita de la ciencia, fundada en el empirismo gracias a esas personalidades típicas que sentían en su interior ardientes deseos de conocer qué es lo que se halla encerrado detrás de las apariencias.
El avance ha sido muy lento y en algunos pueblos, apenas perceptible. Esa tenue lucecita se ha visto palidecer (si no eclipsarse totalmente a veces), frente a la montaña de supersticiones, porque no debemos considerar a la humanidad como un conjunto donde siempre ocurre algo para afianzarse en general, sino que debemos tener clara la idea de que el género humano ha estado fraccionado en diversos pueblos, que algunos de los cuales han progresado hasta cierto nivel para luego decaer; por ello los conocimientos científicos han estado dispersos en las distintas poblaciones, muchas de las cuales no tenían noticias de las otras y se han perdido irremisiblemente como en los casos de los pueblos americanos.
Pero, sin embargo, en virtud del nomadismo propio del hombre, muchas culturas han tenido contactos entre sí, reforzándose mutuamente sus conocimientos.
Pero aún así y todo, en muchos casos, los primeros conocimientos empíricos han estado fuertemente entremezclados con la superstición y era la superstición la que movilizaba la investigación.
Tenemos un ejemplo de ello en la superstición astrológica. La natural inquietud del hombre por conocer el futuro, y convencidos los antiguos caldeos y asirios de que los astros influían en él, por razones supersticiosas se lanzaron al estudio del cielo donde creyeron ver el Zodíaco, conjunto de constelaciones situadas en la línea del desplazamiento solar aparente y así nació realmente la Ciencia Astronómica que, una vez independizada del mito, alcanzó dimensiones colosales que cambiaron revolucionariamente todos los conceptos que sobre el universo se tenían por clásicos.
En América, los aztecas confeccionaron un complicado pero bien pensado calendario astronómico, inspirados por sus creencias sobrenaturales. Ese calendario fue la médula de la religión y cada período estaba íntimamente ligado a los acontecimientos, fuerzas naturales o animales propios del lugar o a los beneficios que se podían obtener de cierto conocimientos, como los de la agricultura que predominaba en la región.
Pero lo esencial era la ingeniosidad puesta de manifiesto en su confección, de manera tal que llegaron al año de 365 días y, según pruebas, en la zona de Mixteca-Puebla, los sacerdotes observaban al planeta Venus y registraron un año venusino de 584 días ( Véase: George C. Vaillant: La civilización azteca, México, Fondo de Cultura Económica, 1973, págs. 166 y 167) que, si bien no coincide con los registros actuales, este hecho pone en relieve las inquietudes observacionales de seres humanos de todos los pueblos del orbe.
Todo acontecimiento astronómico como lo solsticios, las estaciones del mal tiempo, la caída de los frutos o la caída de las aguas, los relacionaban con sus deidades, pero indudablemente ¡hacían ciencia!. Una ciencia muy mezclada con la superstición, pero... ¡ciencia al fin! si se la separa del mito, igual como aconteció con los asirio-caldeos y la astrología.
Lenta salida de las tinieblas de la superstición
Pero a pesar de la influencia del desvariante mundo sobrenatural como exclusiva creación mental, sobre la misma mente, creadora de mitos, la Ciencia se fue afirmando.
Penosamente al principio, firmemente después, por la ventaja de convencer mejor a causa de la "repetibilidad" de sus resultados en las experiencias.
En efecto, los aventurados vaticinios de los chamanes y brujos acerca de los fenómenos naturales como las lluvias, sequías, erupciones volcánicas, terremotos, tempestades, o sobre el curso de una enfermedad, podían fallar y fallaban realmente a veces, si no en todas.
En cambio la determinación de las estaciones del año y de los períodos aptos para la siembra solían ofrecer mayor seguridad a los pueblos agrícolas, así como ciertos brebajes preparados con hierbas conocidas demostraban su efectividad para las enfermedades en ciertas ocasiones, de manera que la fe se fue volcando más hacia los hechos positivos repetibles con resultados más seguros.
Así se fue afianzando la confianza en el conocimiento práctico.
Los valores "creenciales" se fueron depurando al desgajarse los elementos con los que la sola fantasía adornaba las comprobaciones sensitivas.
La seguridad que emanaba del fantaseo acerca del mundo ofrecido a los sentidos para conformar precientificamente a la mente, se fue desplazando hacia la comprobación de hechos fehacientes que no necesitaban lo mágico para su producción, sino que al revelarse los principios de causa y efecto, siempre era posible ubicar una causa natural ante un fenómeno intrigante, aunque la pugna entre los mutantes positivistas que se atenían a esos principios, con los mutantes místicos que seguían encerrados en el ámbito del sobrenaturalismo, eran lógicas y persistentes, con amplio predominio de estos últimos por sus influencias en las mentes ignorantes, que siempre han sido y son mayoría en la población humana y esto explica el hecho paradójico de que aún hoy, cuando el avance científico se ha vuelto colosal, subsistan las supersticiones en la mayor parte de la masa humana del globo.
No obstante, la diferencia con el pasado es abismal, porque hoy, aquel que desea conocer la realidad de las cosas en su pureza, no tiene más que recurrir a los tratados científicos, libres de toda influencia del sobrenaturalismo; en cambio los científicos del pasado tropezaban siempre con una mezcla de ciencia y superstición, que les hacía difícil ubicarse en la verdadera senda del empirismo emancipado de esas influencias. Fueron siglos de adormilamiento en los que debemos incluir el largo periodo de la Edad Media, llena de brujos y demonios por todas partes que interferían en la vida de todos y la creencia en el valor de los resultados experimentales para la humanidad estaba desprestigiada por la creencia en que, en última instancia, era la mano divina o los demonios lo que podía torcer los acontecimientos, de modo que de nada valía el descubrimiento de una causa o la realidad de un fenómeno repetible, desnudado de su presunto carácter milagroso, tal vez útil si en última instancia su aparición estaba supeditada al capricho de voluntades sobrenaturales dominadoras de los acontecimientos.
Detrás de todo conocimiento, detrás de todo descubrimiento, afloraba la creencia supersticiosa y hasta se tildaba de pactado con los demonios o de brujo a todo investigador que iba más allá de lo que se podía considerar tolerable. Aquel que manipulaba huesos humanos o que se atrevía a disecar cadáveres, era mirado con recelo como un sacrílego que osaba pretender hurgar en aquello que solo competía a un ente creador y conservador del mundo y la vida. Ello era considerado como una verdadera profanación de lo sagrado de la vida, "sabiamente ideado e intocable por su perfección".
También aquel estudioso que se las había con las especies animales, tenidas por seres de mal agüero por su aspecto repelente o su rareza, era sospechado de alianza con el mal para causar daños.
Pero, no obstante todos los escollos y prejuicios, el mutante investigador, es decir, el tipo humano para quien el principal valor es el resultado de la investigación experimental, se ha destacado y su método ha resistido a los siglos oscuros para proyectarse luego una pléyade de ellos no ya como una tenue lucecita entre la bruma de la ignorancia llena de supersticiones, sino como una poderosa luminaria que lo baña todo con su clara luz, para hacer más comprensible el Universo y la Vida, que durante tanto tiempo permanecieran en la penumbra.
Pero la creencia, como convencimiento fundado en el acto mismo de creer, que consiste en tomar por cierta una cosa que el entendido no alcanza a explicar, que no está comprobada o demostrada, deja de ser tal en el caso de la "creencia" científica, para convertirse en completo crédito que se presta a un hecho o noticia como seguros o ciertos, todo fundado en la repetibilidad de las experiencias, al punto de que ya nadie puede dudar de que las estaciones del año se repetirán y que de la aleación del cobre con el estaño se obtendrá el bronce.
A este artículo lo he denominado como creencia en la Ciencia en el sentido trascendental, es decir, con proyecciones hacia el futuro, porque la convicción de que un hecho experimental daría resultados siempre iguales, aunque se repita millones de veces bajo las mismas condiciones es firme, y en realidad así ocurre, pero no puede hablarse de creencia en cuanto ésta involucra incertidumbre, duda o inseguridad para ciertas mentalidades que no se consubstancian con las creencias que otros abrazan. No obstante, hubo en su tiempo una creencia en el conocimiento científico antes de haberse arribado a los resultados positivos que hoy conocemos en todos los terrenos, a saber: físico-químico-biológicos. A su vez, también hoy existe una creencia en la ciencia, por lo que aun ésta no ha descubierto ni realizado y es posible asegurar, entonces, que se trata de la única "creencia" que está dejando tras de sí, mediante su método experimental, datos, hechos y conocimientos reales y evidentes, palpables, sólidos, repetibles, que ofrecen seguridad y es la misma creencia que va dejando de serlo en la medida en que se van cristalizando sus hipótesis y teorías. Será una teoría entre cien, pero una vez confirmados los hechos ya irrefutables, deja de ser tal para convertirse en una realidad demostrable en todo momento.
Esta fuerza contundente que fluyó desde la oscura ignorancia del hombre del pasado, que comenzó a destellar como una débil lucecita en la penumbra de la superstición, para transformarse en poderoso foco que fue iluminando el mundo, para el ser consciente que lo habita, no podía tener menos éxito que el que tuvo, dado que en su avance ha ido dejando atrás realidades descubiertas, a las que siempre se puede arribar por el método experimental.
Los errores han sido múltiples. Hubo innumerables creencias científicas superpuestas a las creencias supersticiosas, que se desvanecieron por el aporte de nuevos descubrimientos; unas teorías han sido substituidas por otras, pero... este hecho se ve multiplicado en razón directa con la proyección hacia el pasado.
El signo positivo que hoy se revela con evidencia, es que cada vez son menos los errores de apreciación de las cosas en el terreno científico. Otro hecho positivo es que cada yerro acerca más a la realidad, no cunde la desorientación desmoralizante que invade cuando un dogma tambalea frente a argumentos que lo invalidan.
Una vez abandonada una creencia identificada con cierta teoría, ésta nos puede dejar un remanente de nuevas variables teórica que nos acercan aún más hacia la meta fijada, las que a su vez depuradas, nos permiten escoger las más lógicas, las que más se aproximan a los hechos. El desvanecimiento teórico, lejos de constituirse en un fracaso, ve cómo el sabio se reorienta en su búsqueda, apuntando hacia nuevos derroteros, hasta convergir en la máxima positividad posible.
El abandono de las creencias científicas (teorías) en la generación espontánea de los seres vivos; en la existencia de cierto éter como fluido sutil, invisible e imponderable, pero necesario, que llena todo el espacio; en la posición central y fija de nuestro planeta con respecto a los demás astros; en la fijeza de las especies animales y vegetales vivientes y el origen divino del hombre (con un pecadillo a cuestas); en el vitalismo con su principio necesario para sostener la vida, y otras alucinaciones, no han hecho otra cosa que abrir el camino para demostrar fehacientemente que todo ser vivo necesita imperiosamente de otro ser viviente para existir, que la luz no ha menester de un medio para transmitirse por el espacio vacío, que la Tierra no ocupa ningún sitial privilegiado en la galaxia Vía Láctea ni en el universo entero, que las especies y el hombre anexo derivan por transformación evolutiva del primer plasma viviente y que a la luz de la ciencia bioquímica se esfuma el creído principio vital.
Ladislao Vadas