La crisis económica se profundiza. Muy alta inflación con caída en la producción, junto con el Banco Central vendiendo dólares que no son propios, saldo de exportaciones menos importaciones negativo en USD 1.700 millones mensuales, masiva emisión de pesos, récord de Leliq y cepo cambiario en niveles extremos. Más allá de todas las aristas que debe contemplar un plan para estabilizar la economía, se sabe que lo central es eliminar el déficit fiscal. Esto lleva recurrentemente a plantear como inevitable el “ajuste” fiscal.
No hacer nada lleva inexorablemente a que la inflación haga el “ajuste”. Es decir, que un fuerte aumento de precios licue gastos y deudas. También cabe la posibilidad de tomar medidas explícitas, por ejemplo, manipular la movilidad previsional, congelar salarios e inversiones, aumentar (o no reducir) impuestos. Ambas estrategias permiten bajar transitoriamente el déficit financiero, a costa de aumentar los déficits de gestión pública y el sesgo anti-productivo. El camino alternativo es abordar un ordenamiento integral del Estado que permita el equilibrio fiscal con un clima favorable para expandir la producción y mejorar la situación social.
Para ilustrar la diferencia entre ajuste y ordenamiento sirve observar la composición del gasto público nacional. Un informe del Instituto de Desarrollo Social Argentino (IDESA) puntualiza que en el año 2022 el gasto primario de la Nación ascendió a 20,3% del PBI y se distribuyó de la siguiente manera:
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En funciones estrictamente nacionales (seguridad social, universidades, obra pública interprovincial y de funcionamiento) se gastó el 15% del PBI.
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En subsidios económicos (energía, transporte y otros) se gastó 2,8% del PBI.
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En funciones provinciales (salud, educación, vivienda, urbanismo y asistencia social) se gastó 2,5% del PBI.
Estos datos muestran que, si el Estado nacional se concentrara solamente en las funciones que le corresponden, aparece un amplio espacio fiscal (5,3% del PBI) para reducir el gasto público nacional. Cabe tener en cuenta que los subsidios económicos deben tender a desaparecer junto con el fortalecimiento de las tarifas sociales, que, como el resto de la política social (salud, educación, vivienda, urbanismo) son responsabilidad de las provincias –y sus municipios– por imperio del régimen federal adoptado por la Constitución.
Este ordenamiento funcional del Estado tiene que ir acompañado del ordenamiento tributario. Tender a que el financiamiento de las provincias se centre en el IVA (que absorba Ingresos Brutos y tasas municipales) y un impuesto al patrimonio (que surja de unificar Bienes Personales, inmobiliario y automotor). Mientras que la Nación se financie con un impuesto a los ingresos personales (aportes a la seguridad social y ganancias de las personas humanas), ganancias de las empresas, aduana y contribuciones patronales.
Este esquema permite derogar la ley de coparticipación ya que la regla general pasa a ser que cada jurisdicción se sostiene con sus propios impuestos. Para contemplar la situación de las provincias más pobres del norte es necesario asignar solidariamente recursos a un Fondo de Convergencia que les garantice el actual nivel de financiamiento pero condicionado a un plan que active su desarrollo. Este plan debería priorizar inversiones estratégicas en lugar de financiar la expansión del empleo público improductivo y los gastos clientelares, como hoy incentiva la coparticipación.
Si el próximo gobierno prioriza estabilizar la economía en base a un plan de “ajuste” fiscal las probabilidades de fracaso son altas. La razón es que el “ajuste” fiscal, al pasar por alto que el Estado padece de severas deficiencias organizativas, mantiene (en algunos casos aumenta) las barreras al desarrollo. Entre las más importantes, la compleja e irracional conformación del sistema tributario, los incentivos perversos que genera la coparticipación y las ineficiencias que generan los solapamientos entre los tres niveles de gobierno. El “ajuste” puede reducir el déficit, pero no remueve las trabas al desarrollo. Un planteo más sensato es revisar integralmente la organización del Estado. El objetivo es lograr equilibrio fiscal (paso imprescindible para eliminar la inflación) con un entorno más favorable para la inversión, la generación de empleos de calidad y el mejoramiento en la gestión de los servicios sociales a cargo del Estado.