Con el correr de los días, el resultado de las PASO parece ir sedimentando y los números que allí se conocieron dan paso a un análisis más sereno sobre lo que ocurrió.
Entre todas las cosas que han dejado ver esos análisis hay una que me llama poderosamente la atención.
Es bien evidente que en un círculo que podríamos llamar “intelectual” la figura de Javier Milei ha provocado un muy fuerte cataclismo.
Resulta muy llamativo que una serie de nombres muy sublimes de esa comarca hayan emitido distintas opiniones escritas y orales en las que se ocupan de destruir al candidato de LLA.
El denominador común de esas críticas gira alrededor de la idea de que el ganador de las PASO es un populista caudillesco de sentido inverso al populista caudillesco que la Argentina conoció siempre, pero que, en el fondo, comparte con él un modelo de acción que, por más que diga que viene a poner en práctica las ideas contrarias a las que el país sustenta desde hace un siglo, provocará en la práctica el resultado contrario al que dice perseguir, preparando de ese modo el terreno para el retorno del populismo y de la demagogia peronista.
Hay quienes llegaron a decir que Javier Milei es una especie de Cristina Fernández de Kirchner que se diferencia de ella en que, mientras la vicepresidente creyó encontrar en el verso comunista el secreto de su éxito, Milei lo encontró en el anarco-capitalismo.
A su vez, el denominador común de esta franja crítica del libertario parece ser un intelectualismo más o menos “filosófico” que, paradójicamente, comparte la necesidad de un giro hacia la libertad pero que al mismo tiempo sostiene que ese giro debería ser manejado por una “intelligentsia” que esté a la altura del cambio y no por un rockero revoltoso sin estructura, sin partido, sin diputados y sin senadores.
Más allá de que, si por esta “intelligentsia” fuera, Volodímir Zelenski nunca hubiera llegado a ser presidente de Ucrania, es cierto que la política debería conservar cierta “profesionalidad” y que los cambios que un país necesita deberían ser encarados, en principio, por políticos profesionales.
Esa “clase social” (la de los políticos profesionales) mantiene con lo que aquí llamamos “intelligentsia” una relación particular en la que comparten la idea genérica de que gobernar un país “no es para cualquiera”.
No es que TODA esa “intelligentsia” defienda o suscriba lo que hace la nomenklatura política: muchos de esos intelectuales primero describen y luego atacan ferozmente lo que, en mucha medida, convirtió a la política en algo muy similar a la delincuencia.
Pero sí entienden que la dirección de los asuntos públicos debe estar en manos de políticos profesionales y no de outsiders. Lo que proponen es cambiar los políticos profesionales pero no cambiarlos por un jugador extra-sistema.
La postura de los políticos profesionales frente a esta elaboración difiere. Algunos, naturalmente, defienden esa “profesionalidad” de la política, no porque crean que para dirigir un país se requiera una formación determinada, sino porque en la exigencia de esa exclusividad va prendida su propia conveniencia.
Otros seguramente creen con sinceridad que la instrumentación de la administración nacional requiere de una estructura y de una capacidad de negociación que es muy posible que el outsider no solo no tenga sino que desprecie con lo que, sin quererlo, termina poniendo en peligro su propia propuesta de cambio.
En ese sentido, el presente escenario de la política argentina no da para hacer análisis puristas.
Descartemos de esta elucubración al peronismo porque vamos a dar por sentado que reúne lo peor de la Argentina, es decir, es un aparato profesional montado para defender intereses personales y partidarios que le aseguren impunidad, poder y riquezas.
Centrémonos en Milei y en Bullrich. Reconozcamos que el ganador de las PASO ha debido recurrir, para llenar espacios de candidaturas, a gentes que nunca escucharon hablar ni de Murray Rothbard ni de Ludwig Von Mises. De modo que más allá de lo que pueda ocurrir en la cúpula económica de su agrupación (en donde suponemos debe haber una consustanciación completa con ese ideario) lo que ocurre de allí para abajo se parece bastante a un acto de confianza en donde se supone que esa gente que no conoce a Rothbard o a Mises, hará lo que le indiquen.
Estás presunciones son las que alimentan la idea de que Milei no tiene “profesionalidad” política. Además él mismo ha dicho que TODOS lo políticos profesionales son iguales, de modo que no se consigue entender cómo va a hacer para negociar con ellos cuando deba empezar a pasar leyes: Javier podrá descreer de la “profesionalidad” de la política pero la Constitución de Alberdi (a quien él admira y reivindica) tiene sus procedimientos.
Patricia, a su vez, (que es ostensiblemente defendida por la parte de la “intelligentsia” que pregona un cambio profundo pero que, al mismo tiempo, sostiene que el cambio no lo puede hacer quien ellos consideran un loco dinamitador) también tiene hoy en sus filas a quienes en años anteriores tuvieron vínculos con los políticos que no solo rechazan cualquier cambio sino que quieren profundizar el esquema de populismo peronista, tipos cuyo “salto del cerco” no sabemos si es sincero o es porque olfatearon que hoy el yeite para sostenerse en el Estado viene por otro lado.
Es curioso, pero hoy, hacia la elección externa, el discurso de esa “intelligentsia” que sostiene a Bullrich (el de Bullrich aún no lo conocemos porque no ha hablado mucho luego del domingo) se parece mucho -irónicamente- al que Larreta tenía hacía la interna.
Es más, la figura de la “dinamita” fue usada por el propio presidente Macri en algunas de sus apariciones antes de las PASO en las que no era difícil advertir su preferencia por Bullrich. Luego de esas declaraciones la ciudad de Buenos Aires apareció empapelada por cartelería de Larreta en donde el candidato decía, justamente, “creo en acordar, no en dinamitar”.
Ahora, paradójicamente, son los que antes hablaban de “dinamitar” los que dicen que Bullrich asegura un cambio “ordenado” y que Milei es el precipicio: falta poco para que vayan a pedirle los spots de campaña a Horacio en donde este decía que él creía en el cambio “pero no en cualquier cambio…” ¡Qué ironía!
Lo cierto es que la Argentina viene acostumbrada a una manera de vivir de muchísimas décadas a la que se han amoldado incluso los que quieren cambiar esa manera de vivir. Cuando todo ese colectivo de repente ve que el cambio no solo es posible sino que está cerca y no está en manos de “uno de ellos”, se asustan.
En esa “intelligentsia” se incluyen intelectuales, escritores, periodistas, analistas y, por supuesto, políticos.
Es muy posible que si a alguno de los intelectuales o periodistas serios y de más renombre de hoy en la Argentina le preguntaran si tienen algo que ver con la política tradicional, lo negarían rotundamente.
Sin embargo, todos ellos, comparten con la política tradicional unos códigos (en ese sentido es muy sintomático que el periodismo para su propio trabajo haya definido esa relación como “rosca”) que son comunes y que cuando un rockero revoltoso los agita no les gusta nada.
Por eso será muy importante a partir de ahora escuchar a Bullrich. No al eco de la “intelligentsia” que la prefiere sino a ella misma. Es ella la que tiene que convencer al electorado de que, efectivamente, hay que hacer un cambio sino igual muy parecido al que dice Milei, pero que ella por su profesionalidad política lo puede hacer mejor que él.
Cómo va a hacerlo sin caer en una larretización de su discurso es el otro desafío que tiene la candidata de la intelligentsia.