Si el argumento detrás de este comentario se comprobara como cierto, muchos podrían decirme: “Bueno, querido, listo: supongo que éste habrá sido tu último comentario porque después de esto no hay nada… habría quedado demostrado que esto no tiene arreglo… Ya está, ya fue: no se puede hacer nada con esto”.
Naturalmente me estoy refiriendo a la Argentina, un país aún conmovido por el asesinato a sangre fría de Mariano Barreiro, un argentino de los buenos, de los que estudiaron una carrera dura, que se recibió en una especialidad que no es de las comunes en el país, que estaba preparado para un futuro en donde el mérito por fin tuviera un lugar…Pero, no.
Mariano murió apuñalado por un argentino de los malos (y no quiero escuchar aquí las acostumbradas y clasistas justificaciones que, en un momento dado, directamente dan vuelta como una media los argumentos de la discusión y te convencen de que el malo era el bueno y el bueno era el malo. No solo estoy ya harto de toda esa inmundicia: creo que su triunfo cultural explica mucho de lo que le ocurre al país en términos de fracaso y frustración), por un hijo de puta que no le importó cegarle el futuro si después de todo eso era necesario para cumplir su egoísta objetivo de que quedarse con un celular por el que no había hecho una mierda para merecer.
La muerte de Mariano condensa en un episodio lamentable una historia que empezó mal y que nunca pudo ser resuelta. En 213 años la Argentina no le encontró la vuelta a un problema con el que nació y que ninguna de las generaciones venideras pudo solucionar.Quienes siguen estas columnas saben que soy un fiel seguidor de Alexis de Tocqueville (el diputado aristócrata francés que tan bien vio venir el fenómeno democrático y tan bien describió las instituciones del único país que ha logrado mezclar las fortalezas y las debilidades del “Nuevo Régimen” para darle a su pueblo un nivel de vida razonable en un clima social apacible y pacifico, los Estados Unidos de América).
Cómo saben, también, muchas veces he transcripto aquí aquella metáfora tocquevilliana del nacimiento de un hombre y de cuánto tienen que ver en la futura vida de ese ser las ideas que, en él, aparecen aún difusas en “los pañales de su infancia”.
Tocqueville sostiene que algo muy similar ocurre con las naciones; que cuando hay interrogantes acerca de por qué las cosas son de una determinada manera en un país, las respuestas hay que ir a buscarlas a los primeros tiempos, a los cimientos de la nación… A los “pañales de su infancia”.
La Argentina nació torcida. Y la respuesta al misterio de porqué nunca nadie pudo enderezarla se haya encerrada en sus primeros años, en la infancia de su vida. Cualquiera que se adentre un poco en la historia nacional comprobará que, desde el mismísimo inicio, apareció un division tajante, odiosa, profunda, rabiosa, hiriente e irreconciliable entre dos tipos humanos.
Al lado de esos dos tipos humanos se formaron, a su vez, dos concepciones que intelectualizaron ambos estereotipos. Uno de los dos tipos humanos que aparecieron en la Argentina (si se me permite usar este nombre de arranque, aún cuando no fue oficialmente usado sino hasta 1828) fue el del “gaucho”, comprendiendo en ese término un colectivo que reunía las características de ser pobre, nativo, del interior, la mayoría de las veces analfabeto, sin un trabajo formal y muchas veces marginal y hasta “malentretenido”, como lo hubiera dicho José Hernández.
El otro tipo humano fue el del “señorito”, comprendiendo en este término a personas formadas, algunas con títulos universitarios, urbanas, nativos pero con fuerte influencia intelectual extranjera, algunos comerciantes o “empresarios” (con las salvedades que el uso de ese término debía tener en aquellos años) y generalmente ricos o con buen dinero para vivir.
Estos dos estereotipos fueron, a su vez, racionalizados por una intelligentsia política -que también surgió en los primeros años de la formación nacional- que compuso, alrededor del “respaldo” a uno u otro modelo humano, dos concepciones de poder completamente contrapuestas, contradictorias y antitéticas.
Esas dos concepciones (con sus naturales ajustes provocados por los tiempos del mundo) se han extendido hasta hoy y nunca han podido encontrar una diagonal de consenso, una síntesis, una fórmula que logre amalgamar una nación única alrededor de unos valores unánimemente compartidos.
La lucha de estas dos concepciones (la que romantizó al gaucho y la que endiosó al señorito) siempre fue a muerte y, el correr de los años, no ha hecho otra cosa más que hacer más rancias sus diferencias, más profundas sus incompatibilidades y, en muchos casos, más evidente su recelo mutuo.
Una y otra están convencidas que la otra es la responsable del desastre argentino y, particularmente la primera (la que comenzó con los gauchos y con los que intelectualizaron su figura usándolos como centro de su poder) se atribuye la verdadera argentinidad.
Lo irreconciliable de estas dos intelectualizaciones hace que la racionalización de la discusión sea imposible porque más allá de la evidencia obvia de los argumentos que pueda tener una en respaldo de sus posiciones, esa evidencia nunca será aceptada por la otra porque aquí no estamos, precisamente, frente a una discusión racional sino a un enfrentamiento de pasiones que son las mismas con las que el país nació en 1810.
Una concepción cree estar avalada por la abundante experiencia mundial que indica cuál es el modelo de éxito que transforma la vida de los países y les permite a sus pueblos vivir una vida afluente y apacible (la libertad individual, el comercio libre, el Estado de Derecho, el gobierno limitado y la independencia de la Justicia).
La otra cree que es la dueña del reservorio ancestral de la patria (la protección de la industria nacional, un comercio regulado, un Estado fuerte y presente en defensa de los más desprotegidos, cierto aislamiento del exterior y una Justicia en favor de los pobres) y no está dispuesta a aceptar lo que en general llama “recetas” impuestas desde el exterior.
La evolución de las ideas mundiales ha ido a su vez alimentando el aggiornamiento de las dos concepciones originales pero siempre en el sentido de la profundización de sus diferencias y nunca en el sentido de una diagonal de conciliación. Con el correr del tiempo y con la indudable especulación política que los factores de poder fueron descubriendo en una y otra concepción se fueron elaborando lo que, a esta altura, son casi caricaturas de la realidad antes que la realidad misma.
La primera de las concepciones fue claramente cooptada por lo que en estos tiempos llamaríamos “populismo”, que, a través de sus dirigentes (y por estrictas razones de beneficio político personal) sigue defendiendo la supremacía “moral” de los pobres, la inocencia a priori de “los de abajo” (si cometen crímenes, por ejemplo, es porque la sociedad discriminadora los ha privado de posibilidades y los ha puesto en un lugar en donde “no les queda otra”) y la necesidad de que una figura mística y pura los guíe a su redención.
Hoy en día ese estereotipo es encarnado por el “modelo Juan Grabois” (que cuenta incluso con el apoyo del Papa), que ha reivindicado “salir de caño” si se es pobre y que advirtió que había en la Argentina “miles de gauchos y gauchas dispuestos a regar de sangre las calles para defender la argentinidad”.
En el origen de la Argentina esta concepción fue encarnada por los caudillos que representaban a los gauchos del interior y que personificaban esos movimientos aluvionales, sanguíneos y de masas que reivindicaban una “propiedad” de “lo argentino” como si todo lo que no fuera “ellos” era “no-argentino”.
Claramente esta concepción coincide casi calcadamente con el peronismo actual y sigue siendo competitiva a la hora de medir fuerzas electorales, más allá de los desastres empíricamente demostrables que la aplicación de sus políticas ha provocado -primero, y antes que en nadie- en aquellos pobres a los que dijo venir a defender y ayudar a salir de su situación de pobreza, cuando todo el mundo advierte que los pobres se han multiplicado y la pobreza se ha extendido adonde antes no existía.
Esa competitividad electoral del peronismo se debe a que, de nuevo, no estamos aquí frente a una discusión racional en la que lo que vaya a torcer la definición sea el peso de la evidencia empírica, sino frente a una discusión de pasiones irreconciliables. Tan irracional es esta discusión que la Argentina estuvo dispuesta a perder el 40% del territorio del Virreinato del Río de la Plata (que era el antecedente geográfico a mantener) por no dar el brazo a torcer con la conciliación de estos dos modelos antitéticos: cuando la opción fue llegar a una solución de compromiso entre las dos concepciones para conservar la tierra o perder la tierra pero no aflojar en las posturas, se prefirió perder la tierra antes que aflojar en las posturas.
Hoy, 213 años después del 25 de mayo de 1810, seguimos tironeados por los dos modelos. En los hechos, el modelo que aquí llamaríamos “nacionalista” se ha impuesto en la cultura general al que aquí llamaríamos “mundialista”. A trazo grueso la idea de que lo “nacional” debe ser protegido; de que los pobres son siempre -no sólo buenos- sino inocentes de toda culpa; de que el mundo es un escenario hostil y de que lo que debe encontrarse es la figura de un líder redentor que guíe al rebaño bueno a su victoria, se ha impuesto culturalmente a la concepción de que lo mejor para los argentinos es la libertad, la integración al mundo, la aplicación (cuando no directamente la copia) de las fórmulas probadamente exitosas en otras partes y de que el comercio libre es la forma pacífica de canalizar la riqueza.
Esta “falla” de origen nunca pudo ser restaurada. Los bloques tectónicos a ambos lados de esa profunda hendidura están en constante movimiento. Esos movimientos no son acompasados: cada uno responde a sus propias pulsiones y conveniencias. Si bien “culturalmente” el “nacionalismo” se impuso sobre el “mundialismo”, lo cierto es que hay que comer y lo que aquí y en el mundo sigue produciendo comida es el“mundialismo”, no el “nacionalismo”.
De modo que, hipócritamente, el “nacionalismo” hace malabares para que el “mundialismo” siga produciendo riqueza mientras ellos se dedican a vivir de lo que no es otra cosa que la exacción del fruto del trabajo de otros. Por eso, en los hechos prácticos, más allá del triunfo cultural del “nacionalismo”, el partido entre las dos capas tectónicas está tan empatado como estaba en 1810: el nacionalismo ganó la batalla cultural pero necesita del mundialismo para comer; el mundialismo perdió la batalla cultural pero sin él no hay comida de modo que, de alguna manera, deben seguir manteniéndolo vivo.
De tanto en tanto, los movimientos que cada capa produce genera un convulsion de proporciones, como los bloques de la tierra producen a ambos lados de una falla cuando hay un terremoto. Pero luego del descalabro las capas no se unen: la profunda hendidura sigue ahí.
Dicen en California que la Gran Falla de San Andrés un día provocará un terremoto de tal magnitud que quizás más de la mitad de lo que hoy es la Costa Oeste de los EEUU desaparezca de la faz de la Tierra. Es lo que llaman “The Big One”.
¿Habrá alguna vez un “Big One” político en la Argentina por el que un movimiento desenfrenado haga desaparecer de la faz de la Tierra a una de las dos capas tectónicas con las que el país nació hace más de 200 años? El “mundialismo” produjo hace 20 días un movimiento que todos los sismógrafos políticos detectaron: el 60% del país votó por él. Solo el 30% votó por el “nacionalismo”.
Cada una de las placas tectónicas de la Argentina tienen a su vez sus propias tribulaciones: en el “nacionalismo” el peronismo se alía con la izquierda cuando le pide prestada su indudable expertise para romper todo, pero no la quiere a la hora de gobernar y adueñarse del Estado.
En el “mundialismo”, a su vez, hay quienes quieren desafiar el status quo de manera frontal; otros quieren conservar ciertas estructuras del pasado. Como sea, la acumulación de años de historia calcada demuestra que la Argentina siempre fue igual: el producto de una rancia y resentida convivencia aceptada por la fuerza de los hechos pero no por la naturalidad del consenso.
La limitada vigencia ininterrumpida de la Constitución del ‘53 demostró que el “mundialismo” es eficaz para producir excelentes resultados. Pero también fue útil para saber que los fórceps no perduran: a la larga la “falla” operó sus movimientos y el nacionalismo caudillesco volvió.
¿Será el fin de estas columnas, entonces, puesto que no tendría sentido comentar lo que no tiene arreglo?
No, aquí seguiremos. Dice que tanto va el cántaro a la fuente que, al final la rompe. Seguiremos yendo a la fuente, entonces. Mantendremos la esperanza de que no se rompa, pero sabiendo que es muy difícil arreglar algo que empezó mal sin romperlo todo para, recién luego, empezar de vuelta.