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El bien y el mal

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PARTE DE LA IDIOSINCRACIA DEL SER HUMANO
PARTE DE LA IDIOSINCRACIA DEL SER HUMANO

Tomando como ejemplo a un bebé q

 

    Tomando como ejemplo a un bebé que comienza a tener sus primeros contactos extrauterinos con el medio ambiente, es decir, ya en el mundo exterior, sin el líquido amniótico que lo protegía y fuera del cuerpo materno, encontramos aquí, en las primeras fases de la existencia desnuda frente al mundo, el origen de la creencia en el bien y en el mal; que luego iba a ser extendida a todos los pueblos con gran arraigo, como fruto de las especulaciones al respecto que, incluso, iban a parar al terreno filosófico.

    Todos los choques con el exterior que producen desagradabilidad en un bebé, como el golpearse la cabeza contra un mueble, experimentar frío, calor excesivo, hambre, falta de atención por parte de los mayores, ausencia de estímulos, van plasmando en su mente un algo que luego en su desarrollo va a clarificarse como la idea de lo malo.

    Todo contacto con lo agradable, el pezón de la madre succionado con avidez, la saciedad del apetito, el cambio de ropas, las atenciones y cariños maternos, los estímulos lúdicos que le hacen esbozar sonrisas, son las primeras impresiones de la masa cerebral virgen que quedan y formalizan la idea del bien.

    Una vez en uso de razón, el hombre no ve otra cosa que maldades y bondades a su alrededor.
    Por consiguiente, debemos comprender que la lucha entre el bien y el mal existió y existe desde siempre en la mente humana, que es la que interpreta los hechos como buenos o malos en forma relativa y arbitraria, ya que estos hechos en sí pueden no ser ni lo uno ni lo otro.

    El animal que ataca defendiendo o creyendo defender su vida o procura saciar su hambre devorando a otro animal (animal u hombre) es de inmediato tildado de malvado, es la maldad personificada en un ser.

    El reptil que clava sus dientes inyectando su veneno es, para la mente humana, un ser abominable (recordemos al paso el cuento bíblico de la serpiente-demonio tentadora), el felino que devora a un cabrito indefenso, se comporta malintencionada y cobardemente. Así es como se robustece la idea del mal, casi siempre asentada sobre una base falsa, pues los hechos en sí considerados racionales, en su mayor parte están desprovistos de maldad en el sentido que les quiere atribuir la mente, de acuerdo con su conveniencia.

    De acuerdo con esta conveniencia gira todo lo relativo a la naturaleza en las relaciones psicoexteriores.

    El hecho de que un animal depredador cause daño a los animales domésticos perteneciente a una persona es indignante para ésta, pero si un animal doméstico elimina alguna plaga, siendo asimismo depredador, es apreciado por su dueño.

    En estos casos el hombre continúa siendo un niño, porque no sale de su condición humana para realizar un análisis objetivo de las situaciones. Por ejemplo, en el caso anterior, cuando cataloga de dañino a un animal rapaz que roba un pollito de su gallinero, no entiende que el sentido de la propiedad no se halla extendido hacia el rapaz de la misma manera que para el ser humano.
    El animal salvaje se siente con tanto derecho a apropiarse de un ave de corral como el “dueño” de ésta. Para el zorro, las aves pueden ser tanto de él como de cualquier otro, depende de quien las cace primero y huya con su presa como manda la cruel competición, la lucha por la existencia. Si el hombre se interpone y desea recuperar la presa, éste puede ser tan malo para el zorro como el zorro para el hombre.
    Lo bueno y lo malo, en realidad, nacieron junto con la conciencia del hombre. Anteriormente al paso del animal al hombre, lógicamente no existió lo bueno y lo malo en el planeta, porque no había quien interpretara en forma consciente, de acuerdo con sus intereses, los hechos que acontecían que no eran ni buenos ni malos en sí, igual que ahora.
    Pero el nacimiento de la conciencia durante el proceso evolutivo dio origen a las interpretaciones de lo bueno y lo malo de la naturaleza, según la conveniencia del humano. A esta interpretación acomodada se sumaron luego los instintos primitivos del hombre, conservados en el subconsciente como la parte animal del cerebro que aflora a la conciencia en forma de egoísmo, tendencia a la satisfacción plena de las necesidades primarias (inclinación al mínimo esfuerzo, al placer, huida de las penurias) que en el animal se manifiestan por la satisfacción del apetito, instinto sexual y de conservación, aún a costa de los demás seres vivos.
    Estas tendencias naturales y necesarias, verdaderas garantías de supervivencia en los animales, son en el hombre tendencias malignas, que el yo consciente debe frenar o moderar a fin de adecuarse al medio social en que vive.
    Pero para las mentes primitivas, esas tendencias naturales normales como lo demuestra hoy la ciencia, no podían ser otra cosa que influencias de espíritus malignos, sobre todo cuando el yo (o superego censor o conciencia moral) se hallaba incapaz de regular esos instintos. El “hombre malo” que daba rienda suelta a sus instintos, robando, mintiendo o matando, era interpretado como un poseído por un espíritu maligno o que estaba actuando influenciado por él y se hallaba apartado de los seres espirituales buenos. Y no podía ser de otra manera. Aún hoy día se considera al malvado como apartado de dios, pactado con el demonio y cuesta hacer entender que lo que ocurre en la psique del criminal es un proceso neurótico que impide al yo censor rechazar las tendencias animales del subconsciente, que entonces afloran libremente con toda su desnudez. El criminal, el ladrón, el sádico, el corruptor, el invertido sexual, son juzgados por los hechos cometidos y no por las causas biológico-sociales que los han producido.
    Esos hechos suelen ser achacados al consentimiento del pacto con el demonio y del apartarse de dios; en todos los casos se ve culpabilidad absoluta en lugar de realizar un análisis de las causas en forma racional científica.
    Algunos jueces que juzgan la conducta humana y aplican las leyes que la penan, suelen proceder en forma paralela a la ciencia, sin tocarse, en lugar de nutrirse los primeros de esta última y tratar a los “malos” como enfermos (neurosis que en más de las veces genera la misma sociedad que configura un ambiente propicio a ellas).
    Esto demuestra que los ancestrales prejuicios humanos no han dejado de actuar en nuestros días y la idea del bien y del mal permanece ligada a los mitos religiosos, que si bien tenían su razón necesaria de ser en los tiempos pretéritos, carecen de fundamento cuando se posee un caudal de conocimientos como el actual.
    Se continúa creyendo, por ejemplo, que la maldad extrema, absoluta y destructiva se halla en los sádicos o sadomasoquistas y perversos sexuales (sádicos sexuales), quienes cuando por circunstancias de la vida llegan al poder, pueden constituirse en elementos terribles y destructivos para la humanidad, como ya ha ocurrido durante las guerras en que ha habido torturas y sufrimientos horrendos ordenados y ejecutados por esos personajes aberrantes.
    Pero he aquí; que esos individuos jamás son malos absolutos, sino que se trata de seres compelidos a actuar como lo hacen, porque son máquinas, autómatas, víctimas al fin y al cabo de los genes y de las circunstancias sociales que les permitieron manifestarse como títeres y el deber del hombre con su ciencia es reconocerlos y hacer que nunca más lleguen al poder y más aún, eliminarlos totalmente de la sociedad como mutantes negativos de la filogenia, mediante el recurso de la mal entendida pero superefectiva eugenesia.
    Pero la mente traslada otra vez, en este caso, la problemática íntima, propia de la índole contradictoria de un ser animal-hombre aun provisto de una mezcolanza de agresividad, egoísmo, bondad, solidaridad, y como si esto fuera poco, con el añadido fatal del sadismo y el masoquismo por mutación genética negativa, hacia el exterior, y se disculpa de sus fallas biológicas por ser un craso error de la naturaleza, resultando poseer paradójicamente razón, al mismo tiempo de caer en un error. El error-razón, consiste en presentar a dos fuerzas exteriores a la mente como promotoras del bien una y del mal otra. En medio se sitúa el libre albedrío, la supuesta libertad absoluta de elegir lo que le está aconsejando el bien o lo que le está tentando el mal.
    La razón se halla en que, verdaderamente, los hombres son el producto y juguetes del accionar cósmico (más bien anticósmico, ya que lo primero implica orden, mientras nos hallamos en un universo en franco desorden), son autómatas inconscientes que actúan por el peso de su índole, nacida accidentalmente de la bioquímica de nuestros cromosomas, de los genes; allí… en el ácido desoxirribonucleico están ya esbozadas las tendencias del individuo; luego, el medio exterior favorecerá u ocultará esas tendencias del individuo; la sociedad, el ambiente, modelarán al ser, por cuanto el libre albedrío, la libertad absoluta, es un mito y el ser es presa inocente de las circunstancias existenciales por más malvado que parezca, como tampoco tiene mérito propio alguno por más bondad que posea, porque esto corresponde solo a la suerte.
    Pero existe otra paradoja, y es que las fuerzas existen y… ¡no existen! Existen en cuanto al accionar ciego del universo, sin maldad ni bondad algunas, cuyos elementos formaron a seres conscientes buenos o destructivos fatalmente, a pesar de ellos, sin que esos seres puedan hacer nada. Pero, por otro lado, no existen como fuerzas conscientes con intencionalidad, representados quizás por un dios bueno o un demonio, entretenidos el uno en construir y hacer el bien, y el otro en destruir lo que hizo el primero, sin tocarse el uno al otro, sin atacarse directamente para destruirse el uno al otro para quedar uno solo, sino actuando mediante el martirio de inocentes criaturas puestas en medio como chivos expiatorios, consolado con el engaño del libre albedrío.
    Lo erróneo también se halla en pensar que la cosas ya han sido dispuestas así y debemos aceptarlas. Satanás desea dominar el mundo, es el subversivo que se apodera de las almas para obtener herramientas de destrucción que acompañen a aquella otras herramientas que son el mundo mismo, tomado de prestado, como arrebatado, que estaba allí, a su libre disposición. Pero por otra parte, también se acepta que el bien, siempre triunfa sobre el mal, y que algún día la victoria será definitiva, pero, mientras tanto, es necesario resignarse y padecer, todo por un cierto decreto divino.
    Esta creencia es una de las más desastrosas para la humanidad actual, porque impide el recurso de una planificación total del hombre para el hombre, con el fin de erradicar lo desagradable de la existencia confundido con cierta fuerza diabólica, para implantar lo agradable, placentero, inofensivo, confundido con otra fuerza, la del bien, pero al mismo tiempo fue una creencia útil en el pasado para la supervivencia de la humanidad, porque estimuló al grueso de ella hacia el bien obrar, a pesar de las tendencias adversas, por temor a un castigo, e impidió la destrucción del hombre por el hombre mismo, por lo menos hasta el presente y con una eficacia relativa, aunque hoy ya es imposible predecir qué será de esta humanidad presente, en el futuro, tal como se hallan planteadas las cosas en el terreno político-ideológico.

 

Ladislao Vadas

 

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