La primera ley de Newton nos dice que un objeto no cambiará su movimiento a menos que actúe sobre él una fuerza. La segunda ley de Newton nos dice que los objetos más pesados necesitan una fuerza mayor para moverlos. La tercera ley de Newton nos dice que por cada acción hay una reacción igual y opuesta.
Estos hallazgos que hoy nos resultan redundantes revolucionaron la ciencia en su momento. Tanto como la ley de gravedad.
Muchas veces da la sensación de que la Argentina tuviera una vocación beligerante contra estos principios que hace rato el mundo ya no discute, sabiendo que gastaría una valiosa energía que es mejor canalizar hacia otros esfuerzos.
Otra ley natural, que no fue expresada por Newton pero que tranquilamente podría haber sido su “Cuarta Ley”, dice que los seres humanos nacen con distintas capacidades. Si son libres, no son iguales. Si son iguales, no son libres.
Embestir contra esta realidad ha sido uno de los pasatiempos predilectos de los argentinos.
Decididos a demostrar que es posible construir una sociedad en donde las posesiones materiales de los ciudadanos sean más o menos las mismas pero en la que, a la vez, se pueda esperar que unos ciudadanos les regalen las creatividades de su ingenio a otros a cambio de nada, se lanzaron a una cruzada mundial para probar que el mundo desarrollado estaba equivocado y que se podía acceder a los mismos niveles de confort que ese mundo disfrutaba pero siguiendo un camino “humanista” en donde nadie alzara la cabeza por sobre los demás.
Para lograr el éxito en semejante empresa, los argentinos comenzaron por aceptar que una élite más o menos iluminada debía hacerse cargo del control de la vida social para, por un lado, vigilar que “nadie saque los pies del plato” y, por el otro, exprimir al máximo el esfuerzo de los que aún con restricciones siguieran pujando por avanzar para -con ese producido- aspirar a probar que “su” sistema funcionaba y que era, no solo posible de ser establecido como modelo de vida, sino que era un mejor modelo de vida que aquel que el mundo conocía de Occidente.
Cómo era de imaginar todo fracasó estrepitosamente. Primero, porque a poco de echar a rodar la pretensión de hacer funcionar ese engendro, no fueron pocos los que advirtieron que el gran yeite de la vida consistía en llegar a formar parte de la élite.
No importaba mucho en qué lugar de esa pirámide de poder se ubicaran porque allí sí, hipócritamente, los argentinos aceptaban que no eran “todos iguales”: con llegar a entreverarse en algún lugar de ese grupo privilegiado les alcanzaba. Si las “cabezas” de la pirámide eran supermillonarias, esa superriqueza no molestaba como sí molestaba la que había sido conseguida con el trabajo lícito en el sector privado.
Del lado del “sector privado” las divisiones fueron múltiples. Por un lado, muchos de los que en una sociedad competitiva (que acepta que los seres humanos nacen con capacidades distintas) hubiesen sido los típicos emprendedores e innovadores que llenan de energía e inventiva a un país, se dieron cuenta que el tema “no era por ahí” en esa Argentina de vivos y comenzaron a acercarse a la élite en el convencimiento de que los conchabos que consiguieran rendirían más que la creatividad empresarial.
Por otro lado, aparecieron los que compartían con esos emprendedores la idea del progreso personal pero porque “no la vieron” o porque no estuvieron dispuestos a enchastrarse en asociaciones espurias siguieron trabajando como pudieron, y que hoy apenas “la reman” y apenas “duran” mientras siguen siendo mirados de reojo por los que creen que su mayor confort es una expresión de la “injusticia social”.
En un tercer anillo social aparecieron los que estuvieron dispuestos a trabajar para otros porque, por las razones que fueren, nunca pudieron emprender algo propio.
Esta capa social presenta, a su vez, una infinidad de variantes. Están los que aceptan gallardamente las diferencias de posesiones porque es gente de completa buena fe que no tiene un sentimiento resentido de la vida. Luego están los que creen que quien los emplea los explota injustamente y que lo que explica las diferencias entre ellos y sus “patrones” es simplemente una cuestión de injusticia porque la vara de la suerte los tocó a aquellos y no a ellos. También están los que no sólo rumian esa bronca de la desigualdad sino que aspiran a motorizarla de alguna manera violenta. Por último no faltan los que a veces se ubican en un lado u otro, según las circunstancias.
La herramienta preferida para emprenderla contra las diferencias humanas fue el progresivo recorte de las libertades: anulando la capacidad de actuar de algunos todos serían iguales porque los diferentes tendrían prohibido hacer lo que podría diferenciarlos.
El proceso fue siempre increscendo porque, por su propia naturaleza y pese a los impedimentos, el hombre siempre trata de materializar sus sueños, lo cual dirigió a la Argentina hacia la construcción de un enjambre legal que, cuando advertía que aún había formas de que los ciudadanos fueran desiguales, salía al cruce con una nueva regulación o prohibición para evitarlo.
Al lado de cada regulación surgió un curro, porque, como es natural, el que regula tiene la sartén por el mango y el que quiere sortear la regulación supone que si lo logra, aunque le cueste, el beneficio superará el costo.
Otros pronto advirtieron que hasta podrían usar las regulaciones a su favor por la vía de lograr un estatuto especial que les prohibiera a otros lo que solo ellos podrían hacer.
A esta altura del partido el empaste de regulaciones y prohibiciones (tendientes a rebelarse contra lo que podría haber sido la “Cuarta Ley de Newton”) por un lado, y, por el otro, la puja social por obtener más regulaciones a favor y por eludir las regulaciones desfavorables ha transformado la vida en la Argentina en literalmente imposible.
Más aún cuando las regulaciones no son gratis y han llevado el costo de mantenerlas a valores que superan el 40% del PIB. Todo ello sin el agregado adicional de una espeluznante corrupción que ha saqueado el Tesoro Público en proporciones delirantes.
Así y todo, todavía existe un porcentaje elevado de la sociedad que pretende seguir defendiendo el esquema de la élite imponiendo regulaciones desde una alta torre y una sociedad sobreviviente que la mantenga.
Cuánto tardará la Argentina en darle completa validez a las tres leyes de Newton y, fundamentalmente, a la que podría haber sido la cuarta, no se sabe.
Si la Ley de Bases y Puntos de Partida y el DNU 70 son aprobados más temprano que tarde será una señal que el país ha dejado de discutir la ley de gravedad. Si ocurre lo contrario entonces habrá que concluir que Newton seguirá teniendo trabajo por estas tierras.