Seis meses después de que Javier Milei asumiera su cargo, el presidente sigue sin tener una sola ley que responda a lo que quiere hacer, que es -digámoslo también- lo que prometió en la campaña que lo llevó al poder.
La resistencia del modelo que cruje por todas partes porque la hora de su colapso se acerca galopando, es violenta, inmoderada, amplia, inescrupulosa.
A veces la vida da elementos contundentes para sospechar que no toda lucha entre el bien y el mal es pareja: el bien tiene escrúpulos, el mal no.
No hace falta dar demasiados detalles que ayuden a recordar las veces que lideres peronistas convocaron, promovieron y divulgaron la idea de “voltear” un gobierno no-peronista. ¿Ustedes recuerdan algún líder del PRO, de LLA de la CC o de la UCR promover abiertamente la idea de “voltear” un gobierno peronista? Aunque no van a poder encontrar un solo ejemplo de esa hipótesis, plantémosnos aunque sea socráticamente la pregunta: ¿qué habría ocurrido si eso hubiera sucedido? ¿Qué hubieran dicho -los peronistas, la gente, los medios- si Margarita Barrientos, Carolina Losada, Roberto García Moritán o Ramiro Marra (por poner nombres de “segundas filas” de los partidos no-peronistas) hubieran dicho en tribunas políticas, entrevistas televisivas o en videos virales lo que dijeron Juan Grabois, Pablo Moyano, Luis D’Elia, Jose Mayans o Ricardo Quintela respecto de promover un helicóptero para Mauricio Macri o Javier Milei?
Es más, la historia demuestra que, efectivamente, lo que amenazan con la lengua lo concretan en los hechos, como hicieron con Raul Alfonsin y Fernando De La Rua: el peronismo no puede vivir sin ejercer el poder porque en ese poder radica la fuente de su subsistencia: el acceso al dinero público con el que sus dirigentes se convierten en millonarios y su movimiento en un polo hegemónico para monopolizar la política.
Lo que a simple vista parecería increíble por lo grotesco (que el peronismo va a tratar de derrocar a un gobierno no-propio porque sencillamente no sabe, no puede y no quiere operar como un partido democrático de oposición) es la mas pura, simple y evidente verdad.
Lamentablemente la Argentina ha naturalizado esto. Le ha permitido al peronismo (y no a otros) jugar con esas cartas que, con justa razón, le niega a los demás. Porque no permitir que una agrupación política propague la idea de terminar de facto con el gobierno de un partido democráticamente elegido para gobernar está obviamente bien: es lo que hay que hacer.
El problema es que los argentinos no se lo permiten a nadie, excepto a los peronistas. Ellos sí pueden hacer abiertamente campaña por el golpe institucional y no serán suficientemente castigados por el concepto social, por los medios y por el voto popular. Lo que debería ser una razón suficiente en cualquier país del mundo para condenar al ostracismo a cualquier agrupación política que impulsara un golpe, en la Argentina peronista es normal.
En el fondo -mas allá de los obvios cambios económicos, de diseño social, de perspectiva internacional y de convivencia social que el país debe imperiosamente completar- lo que es urgente es terminar con el patoterismo matón del peronismo, que, en alguna medida, es terminar con el peronismo, porque sin patota y sin matones el peronismo no es peronismo.
El peronismo ha tenido la habilidad de contagiar a algunos sectores de la política con sus prácticas, con sus usos y con sus costumbres: 80 años de vigencia persistente de un virus altamente trasmisible, finalmente infectaron los modales y las formas de todos. Lo ha hecho en tanta medida que muchas de las groserías peronistas hoy son casi un sello argentino en general, a tal punto que uno no sabe si el peronismo pudo ocurrir porque calzó como anillo al dedo en una personalidad nacional que tenia en su ADN los vicios que Perón potenció.
Todo ese despliegue de anti-democracia, de fuerza bruta, de violencia física, de amenazas y de infundir miedo están desplegándose con toda su virulencia en la previa de la votación de la Ley Bases en el Senado.
Ya dijimos en estas mismas columnas el sentido de “partido final” que tienen las instancias que se están jugando en estos días. Los primeros que saben que si -como dijo el presidente- “esto sale bien” no vuelven más son ellos. Se trata del prólogo de un quiebre; estamos ante las puertas (aun cerradas) de un dique que contiene todo aquello de lo que el peronismo vive: la corrupción, el robo, el curro, los privilegios y el uso de la política y del Tesoro Público como si fueran un patrimonio de ellos.
Por lo tanto, como lo saben, están dispuestos a todo.
En el camino siempre aparece un roto (porque siempre hay un roto para un descosido) del que quieren valerse para arruinar, para complicar, para voltear. En ese triste papel se ha colocado el senador Martin Losteau, el inverosímil presidente de la UCR que resume en su persona el extrañísimo fenómeno de ser el presidente de un partido que lo rechaza y que -me consta- en algunos casos siente directamente asco y repulsión por él.
Losteau se ha propuesto obstaculizar en todo lo que pueda al gobierno del presidente Milei. Y para eso corroe los votos que se necesitan en el Senado para aprobar la Ley Bases.
Parte de esa corrosión la jugó ayer con el gobernador de Santa Fe, Maximiliano Pullaro, quien había acordado con otros gobernadores del ex-Juntos por el Cambio producir una declaración pública para instar a los senadores de sus provincias a votar sin más dilaciones la herramienta solicitada por el presidente.
El documento se filtró antes de que, efectivamente, todos lo firmasen (aunque hoy en día esas formas físicas del consentimiento han quedado relativizadas) aun cuando en el grupo de whatsapp en donde se cocinó todos estaban contestes en que era eso lo que había que hacer.
Producido el estrépito público cuando el documento se conoció, Pullaro (que es un referente de Losteau en Santa Fe) aclaró que él no lo había “firmado”, pretendiendo con eso bajarle la intensidad al indudable respaldo que esa invocación significaba para el futuro de la ley.
La Argentina camina hacia un reordenamiento ideológico de sus corrientes de pensamiento. Cuando Javier Milei en la campaña presidencial utilizó estos mismos términos para explicar lo que él creía que estaba pasando en el país en el terreno de -digamos así- “las ideas”, todo el mundo le cayó encima como si el candidato hubiera puesto el dedo en un anatema.
Pero el correr del tiempo le ha dado la razón: no falta mucho para que todos debamos decidir de qué lado nos vamos a poner de ahora en más: del lado de la vigencia de la democracia liberal (libertad civil, libertad económica, economía integrada al mundo, identificación con los valores occidentales clásicos, competencia, mérito, premios y castigos, rigor profesional, cero tolerancia para la corrupción, unión a la lucha internacional contra el narcotráfico, el terrorismo y el antisemitismo); o del lado de la autocracia (libertades seriamente restringidas, mentiras de “ampliación de derechos” sin sustento que los financie, inflación, élites privilegiadas que se apoltronan y viven del Estado, patoterismo callejero para sostener a la élite en el poder, inflación, producción serial de zombies, debilitamiento de los valores familiares, educativos y de honestidad pública y privada, protección al hampa, alianza internacional con narcoestados, aflojamiento de la voluntad individual para profundizar la dependencia del Estado).
Este “partido” es lo que Patricia Bullrich llamó hace unos días “el partido de la brocha gorda”: es democracia liberal vs autocracia corrupta. Luego que la democracia liberal gane el partido, vendrán, efectivamente, los tiempos de los “pincelitos” y de las delicadezas que se le pueden permitir hasta a un filetero.
Pero ahora lo que está en juego es un partido muy grande, muy grotesco, muy básico: es la libertad vs la servidumbre. El peronismo ya sabemos dónde está. Son los que están en los bordes los que terminarán definiendo la suerte del encuentro. Este partido se gana con los laterales, con los que están en los márgenes, aquellos a los que solo una fina línea separa de estar dentro o fuera de la cancha.
Como Gonzalo Montiel arrojó la gotita final que nos dio un campeonato mundial que, claramente, habían construido otros, el país necesita un lateral (o un puñado de ellos) que incline el fiel de la balanza y le dé el triunfo a la democracia liberal en este partido.
Es posible que, si actúan como deben, nadie los recuerde mucho de aquí a un tiempo. Pero si no lo hacen, sí quedarán retratados al lado de los Losteau de este mundo, al lado de los que, quien sabe porqué oscuras motivaciones, consolidaron la preeminencia de la esclavitud, de los privilegios, de las restricciones, de la droga, del robo y de la decadencia en un país pensado para relucir por todo lo contrario.