Los modales del presidente Javier Milei se están convirtiendo en un elemento que supera incluso el análisis de sus políticas. Es más, a veces sus políticas son expuestas al tamiz de los modales más que a los tecnicismos de sus herramientas.
Y me parece que cuando algunas de esas críticas lo comparan, no sin razón, con Cristina Fernandez de Kirchner, el presidente debería parar la pelota y escuchar lo que está ocurriendo. O quizás preguntarse qué le estarían diciendo esos mismos opinadores si él no incurriera en sus habituales exabruptos. ¿Criticarían sus políticas? ¿O andarían aplaudiéndolo por los rincones de los editoriales?
En lo personal, no creo en la confrontación verbal. Sí creo en la confrontación de concepciones de vida y en la persecución impiadosa de un ideal: que desaparezca de la faz de la Tierra (o al menos de la tierra argentina) la concepción que supone reducir al hombre a la servidumbre.
Y dije “impiadosa” a propósito porque creo que no puede aflojarse un tranco de pollo frente al buenismo, a la sensiblería o al engaño de la justicia social como caballos de Troya de la esclavitud: esa batalla debe ser a muerte. No hay piedad ni clemencia para los que persigan estatuir una dictadura de élite. Y admito que mientras las almas bellas disfrutan de las delicias de la democracia hay algunos antipáticos que deben cumplir el rol de no dejar de vigilar la vigencia de la libertad. Incluso para que las almas bellas puedan seguir disfrutando de las delicias de la democracia, lo que incluye la crítica sin fin a los antipáticos.
Si por ellas fuera, hace rato que la democracia se habría perdido y nadie gozaría (incluidas las almas bellas, claro está) de sus delicias. Pero ese atenuante no debe distraer a los antipáticos porque si no todos estaríamos muertos, como en el largo plazo de Keynes.
Por eso creo que el presidente debería (como hizo cuando se aprobó la Ley Bases y declaró terminada la primera etapa de su administración) dar por concluida la etapa confrontativa-verbal de su gobierno y centrarse en los aspectos técnicos de la marcha del programa de cambios.
Una primera mirada sobre ese escenario debería ponerse sobre el cumplimiento estricto de las promesas porque es ese cumplimiento el que retroalimenta la confianza. Y es la confianza ese elemento inmaterial en el que se basa casi todo.
Así, por ejemplo, al mismísimo día siguiente de la sanción de la Ley Bases y del Acuerdo Fiscal, el ministro de economía, Luis Caputo, debería haber bajado la tasa del impuesto país del 17% al 7% como lo había prometido.
La demora en el cumplimiento de una promesa (y más de una que hace al corazón del programa libertario como es la baja de impuestos) es infinitamente más dañina que cien mil insultos de Milei.
La demora en la salida del cepo y, lo que es peor, la no revelación de un derrotero cuya estación final sea la liberación de ese yunque, es otro elemento cuyo peso negativo supera ampliamente los desafueros del presidente.
La llegada de Federico Sturzenneger al gabinete -justamente aplicado a la tarea de derribar el peso del Estado- puede ser un punto de inflexión positivo en ese campo que debería ser el único que cuente: el de las efectividades conducentes, como diría don Hipólito.
Allí puede producirse un choque insalubre: el de las entradas y las salidas. Caputo (y el propio presidente) no van a resignar el equilibrio fiscal y Sturzenneger (y el propio presidente) no van a resignar el abolir impuestos.
Es verdad que el expresidente del BCRA con Macri se va a centrar en 145 impuestos nacionales, provinciales y municipales (para estos dos últimos deberá ensayar algún acuerdo con los gobernadores) que en conjunto no le arriman al Tesoro Público más del 8% de la recaudación consolidada.
El problema es que entre los 10 restantes están el impuesto a débitos y créditos (comúnmente conocido como “impuesto al cheque”), el impuesto PAIS, el impuesto a los Ingresos Brutos y las retenciones a las exportaciones.
Estos cuatro impuestos (que sí aportan acorraladas de guita a las arcas de Caputo y de las provincias) también deberían estar en la mira de Sturzenegger. ¿Qué hará el presidente cuando deba arbitrar esa tensión? Es en esas cuestiones en donde debería ponerse la atención del análisis a partir de ahora, más que en los insultos del presidente.
Esos impuestos distorsionan la actividad económica. La convivencia del IVA con Ingresos Brutos es directamente criminal. El “provisorio” impuesto al cheque es una aberración tributaria. El impuesto PAIS fue un invento kirchnerista que debería haber sido derogado sin más por ese solo motivo y las retenciones a las exportaciones es un tiro en el pie de un país que necesita dólares.
Caputo, en estos días, ya emitió una señal horrible que el presidente no ha enmendado hasta ahora: prometió bajar 10 puntos porcentuales la tasa del impuesto PAIS y no cumplió, seguramente porque sus números se complicaban.
El enojo (y hasta la enjundia de los insultos) debería dirigirse a la estructura que impide la baja de los gastos a cuyo fondeo se dirigen los dineros que se recaudan por esos impuestos… Porque esos impuestos existen porque existen esos gastos.
El problema es que detrás de los gastos hay personas e intereses y cuando esas personas y esos intereses se afectan las criticas arrecian. Hasta ahora las críticas se contestaron con insultos, incluidos los dirigidos a ciudadanos que quizás no forman parte de los grupos de interés beneficiados por el gasto público que se quiere cortar, pero que tienen una concepción de la corrección política que les impide condenar sin atenuantes a la grasa del Estado, a los curros acumulados por décadas y a los que encontraron nichos convenientes (generalmente designados con nombres simpáticos) y viven una vida fácil gracias a que muerden recursos generados por otros argentinos.
Si yo pudiera aconsejar a Milei le diría que, efectivamente, no pierda más el tiempo respondiendo con insultos por las redes sociales a ignotos personajes o a micrófono abierto a otros tantos que saben que por ahí le encuentran su costado débil.
Su norte exclusivo debe ser sacar a la Argentina de la asfixia socioperonista. Cualquier desvío de energía hacia otro lugar importa una sacrílega pérdida de tiempo. La Argentina no tiene tiempo. Y el presidente tampoco. Su nivel de concentración para enterrar la concepción dirigista de la sociedad debe ser completa, 24/7. Hay empresas que no valen una puteada. Perder el poco tiempo que hay no vale una puteada.