Durante la campaña electoral el entonces candidato Javier Milei fue muy criticado cuando dijo que en la Argentina se venía un “reacomodamiento ideológico” que iba a dejar de un lado a quienes defendían el modelo liberal de la Constitución original y del otro a los que respaldaban ideas colectivistas que desafían el principio de igualdad ante la ley para reemplazarlo por uno de igualdad de hecho en el que el Estado es el único que sobresale sobre un conjunto de cabezas cortadas a la par.
Decenas de comentarios se virtieron en ese momento en el sentido de que el candidato atizaba la división de los argentinos y que profundizaba la así llamada “grieta”.
Yo no sé si llamarlo grieta o división pero que en el país conviven, casi desde su mismísima creación, dos posturas incompatibles, que no son susceptibles de ser mezcladas y respecto de las cuales no se puede obtener una síntesis que, como un híbrido, tome lo mejor de ambas, es algo bastante evidente.
La lucha entre la libertad individual y la preponderancia del Estado (que en algunos momentos de la historia llegó incluso a ser casi un sinónimo de la lucha entre la “civilización” y la “barbarie” que tan bien reflejara Sarmiento en “Facundo”) es anterior a la formación de la Argentina y, muy claramente, previa también a la sanción de la Constitución.
Esa “falla” (en el sentido de las fallas geológicas, que nunca dejan de “trabajar”) nunca desapareció completamente del país. Casi diría algo peor: las fuerzas a ambos lados de la falla crecieron en proporciones muy parejas de modo que las dos tuvieron siempre el suficiente combustible como para mantener encendida la mecha de la discordia.
El aparente triunfo de las ideas que propendían hacia la organización del país en base a la libertad individual, a la igualdad ante la ley y a la creencia de que los hombres nacen con una serie de derechos inherentes a su condición humana y que ningún Estado puede avasallar, no fue otra cosa más que eso: un triunfo aparente.
La sanción de la Constitución le dio a ese momento histórico el viso de un punto de quiebre en donde, por fin, una de las dos fuerzas en pugna había sido vencida sin atenuantes.
Esa instancia le dio casi un siglo de relativa paz y progreso al país. Pero las fuerzas que seguían sosteniendo la preeminencia de un modelo en donde el Estado fuera la figura estelar de la sociedad en reemplazo de los ciudadanos, no se dieron por vencidas. Ante los primeros estremecimientos de origen externo que golpearon la estabilidad de aquella Argentina, los partidarios del “rosismo” regresaron al amparo de la figura de un coronel del ejército en ascenso que, desde hacia rato, venía empapándose de las maneras, las tácticas y los objetivos del fascismo italiano.
La llegada del peronismo a la vida pública argentina produjo un punto de inflexión opuesto al que había provocado Caseros el 3 de febrero de 1852. Desde allí, y por otros casi 100 años, esa irrupción marcó la imposición sobre toda la sociedad de los reales de las fuerzas que operaban del otro lado de la “falla”.
Estos bandazos politicos fueron produciendo, a su vez, acomodamientos en el escenario tanto electoral como institucional del país. En todo el tiempo en que los partidos formales fueron los protagonistas de la actividad política, estos se constituyeron no solo según fuese su perspectiva respecto de los dos polos originales de la confrontación sino también alrededor de la idea de buscar esa diagonal híbrida que buscara una síntesis superadora de la “falla”.
La experiencia empírica demuestra que todos esos intentos fracasaron. El país vivió en una constante inestabilidad producto de que las fuerzas que seguían representando a los antagonistas originales recurrieron a todo tipo de estrategia para voltear a los gobiernos con los que no congeniaban o aquellos que no se ajustaban a sus exigencias.
Los golpes militares o las acciones civiles callejeras siempre interrumpieron el mandato en especial de cualquier fuerza que no le respondiera al peronismo y a su concepción “corporativa” de la sociedad.
Esas posiciones extremas de los que discutían el poder se trasladaron finalmente al llano y el país atravesó momentos de violencia sangrienta muy parecidos a los de una guerra civil. En paralelo, las fuerzas que parecían rechazar tanto las posturas de unos como de otros fueron conformando bolsones atomizados de “partidos” sin capacidad de gobierno pero sí con capacidad de obturar y de confundir el ya complejo escenario de ideas que el país tenía.
Ese es un escenario completamente inviable que produce un estancamiento en el funcionamiento institucional y que impide la claridad conceptual del electorado con lo que es muy factible que éste que apresado por discusiones solo armadas para el beneficio de unos pocos.
Por lo tanto ese escenario debe “limpiarse”. La sociedad, los electores, deben saber dónde están parados aquellos que le reclaman su voto cuando se aproximan unas elecciones.
Me parece que a ese punto se refería el hoy presidente cuando hablo de un “reacomodamiento ideológico”. Y lo que estamos viendo en muchos de los partidos que hoy tienen representación parlamentaria no es otra cosa que eso: frente a un gobierno que tiene un norte muy definido en cuanto al perfil económico, social, y cultural hacia el que quiere dirigir al país, los demás se van acomodando según sea lo que más predomina en sus convencimientos.
Quizás en donde más dramáticamente se noten esos estremecimientos sea en la UCR por el tipo de partido que es, por la historia y la antigüedad que tiene, pero lo que ocurre allí no es muy distinto a los que esta sucediendo en el PRO o en varios partidos provinciales.
La figura del presidente Milei y el “modelo” de sociedad que él representa obliga a los demás a tomar una decision respecto de lo que van a hacer cuando el presidente llame a votar en el Congreso por la aprobación de sus proyectos. Eso solo produce un realineamiento que, de alguna manera, era necesario en la Argentina porque el país no podía seguir viviendo una danza de disfraces y un festival de caretas en donde nadie sabe muy bien lo que piensa aquellos a quienes vota. Ese sinceramiento es muy saludable.
De modo que yo bajaría los decibles de los nervios que parecen surgir cuando algunos radicales “se van” con el gobierno o cuando el PRO medita una supuesta “fusión” con LLA. Esas movidas lejos de ser preocupantes, ordenan el escenario que el electorado tiene delante y emprolja la ensalada ideológica en la que se había convertido la Argentina.
No hay nada de malo en saber donde están parados los protagonistas cuando surgen preguntas sobre el molde identitario que se le quiere dar al país. “Cuando crea tener una idea”, decía Dale Carnegie, “trate de escribirla: si no puede, pues no tiene una idea”. En esta caso es es igual: “si cree tener un partido, trate de responder dónde esta parado ese partido respecto de la libertad individual, el rol del Estado, el principio de igualdad ante la ley y la autoridad impositiva del Estado: si no puede responder o sus respuestas están plagadas de una ambivalencia que apesta, pues no tiene un partido”.