Los efectos de las andanzas del senador Kueider con más de 200000 dólares en un bolso tratando de pasar por la frontera hacia Paraguay, refrescan los debates por la llamada ficha limpia, que tanto revuelo causaron en la sociedad cuando su tratamiento fracasó dos veces consecutivas por falta de quórum en Diputados.
Relaciono un caso con el otro porque Kueider, más allá de la guasada de la que fue protagonista, no tenía cuestiones judiciales abiertas ni mucho menos condenas que lo hubieran hecho caer en los supuestos de la ficha libre, si ésta hubiese estado vigente.
Eso retrotrae la discusión sobre la depuración moral del Congreso -más que a la aprobación de una ley- a la mismísima sociedad. Somos los argentinos los que, dejando de lado si hay o no una ley que establezca restricciones para corruptos, tendremos que ver con mucho cuidado a quién enviamos al Congreso.
Naturalmente eso tiene una directa vinculación con la forma que el país (o los facinerosos que se han apropiado de los partidos) ha elegido para conformar las listas de candidatos.
Por esa forma que la nomenklatura política (lo que Milei llamaría “casta”) le ha impuesto al país para establecer quiénes son los que ocupan un lugar en el listado de candidatos, se entreveran allí verdaderos delincuentes que utilizan la función pública y los privilegios que da el poder y la institucionalidad democrática para robar y enriquecerse.
El primer dato que aparece como obvio es que el 90% de la ciudadanía ignora quiénes son los que conforman el a su vez 90% de las listas. Esta anomalía -que es autoevidente y que no necesita ser demostrada para darse cuenta que hay que modificarla- se las ha rebuscado, sin embargo, para perdurar durante los 40 años que lleva la restauración democrática.
No puede ser considerada “democrática” y por lo tanto ser la expresión de la auténtica “voluntad del pueblo” una elección en donde los electores no conocen a quiénes eligen.
La inmediatez de conocimiento entre el elector y quien se presenta a pedirle su voto debe ser reparada ya mismo por el sistema electoral argentino para que, quien vaya a poner su voto por alguien, conozca mínimamente sus antecedentes.
Una eventual ley de ficha limpia sería, en estas condiciones, un parche de superficie a una situación anómala que perduraría en la profundidad.
Lo que hay que modificar es la profundidad para que la superficie sea limpia, con ficha o sin ficha. De lo contrario entraría también bajo juzgamiento la mismísima moralidad de la sociedad, que, o bien no le interesa saber a quién elige o endosa como “democrático” un sistema diseñado por delincuentes para que -obviamente- gente de su propia calaña se filtre hacia las poltronas del Congreso.
Resulta francamente llamativo cómo, durante 40 años, nadie ha hecho hincapié en este punto que hace a la esencia misma de la representatividad democrática. Yo puedo entender que un conjunto de rufianes que se apoderaron de los partidos quieran armar un sistema por el cual solo los secuaces de sus bandas accedan a sus bancas. Pero de allí a que la sociedad, en sus propias narices, lo permita, hay (o debería haber) un largo trecho.
Yo, en el lugar que parece querer estar asumiendo el PRO (el de un acompañante crítico del gobierno que respalda sus iniciativas económicas pero que está atento a mejorar la calidad institucional del país) más que concentrarme en el proyecto de ficha limpia me concentraría en elaborar un proyecto que modifique sustancialmente la manera en que los partidos ponen a disposición de la sociedad a dirigentes de su espacio para que ésta los elija.
El norte que guíe ese proyecto debería ser el que le asegure al ciudadano el mayor conocimiento posible de los candidatos. En teoría, el sistema que mejor se adecua a esa finalidad es el de votar candidatos por circunscripciones de modo que, poco menos que “los vecinos del barrio”, conozcan casi personalmente al candidato.
Dada la tendencia de la Argentina a la trampa (porque cuando se implementó brevemente el sistema, también se lo usó para hacer trampa) las circunscripciones deberían ser trazadas con limpieza y ejemplaridad para evitar que “chorizos mal formados” fabriquen el triunfo de aquel que quieren los facinerosos.
Lamentablemente, el punto nos vuelve a traer al centro del debate la calidad ética de la sociedad. Porque si con ese sistema que, teóricamente, le permitiría al ciudadano conocer más a su candidato, no solo se puede hacer trampa también, sino que, de hecho, se hizo trampa, entonces habrá que poner en tela de juicio el nivel de moralidad media de la sociedad que, dados estos antecedentes, estaría más cerca de ser una sociedad de tramposos que de ser una sociedad limpia, con perdón de la ficha. Una sociedad, digamos, “border”.
Muchas veces la Argentina ha tenido tendencia a armar dependencias o proyectos que, usando el nombre del problema, parece que se ocupan y, eventualmente, solucionan el problema.
El proyecto de ficha limpia, con toda su buena intención detrás, tiene, a mi juicio, un poco de esto: le pone a un proyecto el nombre del problema (“no queremos más gente sucia en el Congreso”) pero no ataca la madre del problema que es el sistema por el cual los argentinos eligen a la gente que va al Congreso.
Con esto no me quiero poner en purista porque soy consciente tanto de que los puristas arruinan todo como de que lo mejor es enemigo de lo bueno: la ficha limpia es una buena idea pero no es la mejor. Lo mejor sería que los ciudadanos argentinos tuvieran la oportunidad de conocer bien a quienes votan y que los delincuentes no encuentren en las vivezas del sistema la posibilidad de colarse en listas interminables que disimulan el delito y enchastran a los honrados de verdad.