En un plano en extremo teórico, el mundo sería probablemente mejor si, de la noche a la mañana, pudiera conformarse según los “ideales” de la “social-democracia” -por usar una expresión que rápidamente ayuda a entender lo que quiero decir.
El problema es que esa concepción parte del supuesto que muchas necesidades que el ciudadano común precisa para vivir (desde un buen transporte público hasta un simple lavarropas) se pueden dar por descontadas, porque alguien tendrá la “obligación moral” de producirlas. Cómo se producirá ese milagro, nadie lo explica.
Si a esas aspiraciones de una vida dulcificada y apacible, le retiramos lo que esas ideas dan por descontado (desde el autobús hasta el lavarropas) y finalmente internalizamos el alumbramiento mental de que esas necesidades no nacen por generación espontánea sino que alguien tiene que producirlas y que solo las producirá si le conviene producirlas, nuestro imaginario castillo ideal que nuestra mente “social-demócrata” había construido, comienza a derrumbarse como si fuera de naipes.
Tribunear con un mundo ideal de igualdades y altruistas reparticiones es relativamente sencillo cuando, arbitrariamente, dejamos de lado el pequeño capítulo que debería responder la pregunta de quién va a producir lo que desde la tribuna decimos que se debe repartir.
El problema se profundiza cuando el sesgo “romántico” de la “social-democracia” insiste en ningunear (o directamente negar) las condiciones que deben generarse para que lo que pido que se reparta, primero se materialice.
Por eso -a menos que para las personas sea más importante un personaje simpático con una buena labia, que los hechos concretos de la vida real- se vuelve muy difícil explicar como el “romanticismo” inútil de la palabra todavía le puede presentar partido a los datos duros de la realidad.
En un país cercano -que tampoco es que estuvo gobernado en las últimas décadas por Milton Friedman (me refiero a Brasil)- Camboriou era, hace apenas 20 años, poco más que un pequeño pueblo de pescadores. Hoy, un simple tour de Google Earth, nos devuelve un skyline de esa ciudad difícil de distinguir de lo que podría ser la Gold Coast australiana.
En el mismo periodo, la Argentina, bajo el supuesto imperio del paraíso “social-demócrata” del “Estado Presente”, tiene un PBI per capita inferior al que tenía en la década del ‘70, 8 veces más de niveles de pobreza y casi 20 veces más de niveles de indigencia, partiendo de la base de que ese concepto prácticamente era desconocido hace 50 años.
De los últimos 40 años el peronismo (para mí, salvo excepciones, una versión de una banda de delincuentes disfrazados de políticos, profundizada, naturalmente durante el imperio del kirchnerismo facineroso) gobernó 29 años, divididos, a grandes rasgos, en dos períodos caracterizados por dos enfoques opuestos: 10 años de menemismo “liberal” y 20 de kirchnerismo “socio-populista”). Los otros 11 años corresponden a 5 de Alfonsín, 2 de De La Rua y 4 de Macri.
Ese solo hecho debería ser suficiente para demostrar que el peronismo puede ser cualquier cosa -según sea el perfume de los tiempos- si ese camaleonismo le permite seguir usufructuando los privilegios del Estado para robar.
Aún a los que el presidente Milei llamaría “bien pensantes”, les es imposible prescindir de la figura del Estado, para arbitrar las supuestas “reparticiones” que, según ellos, harían la vida más “justa”. El problema es que el Estado no es una entelequia abstracta cuya palabrita mágica es suficiente para evacuar las dudas que surgen cuando se lo cuestiona.
Si los “social-demócratas” (insisto en que estoy usando este término de manera indulgente) fueran sinceros, cuando se les pregunte: ¿Pero quiénes son el “Estado”?, su respuesta (insisto, si son sinceros) debería ser: “Ehhh…, bueno, el Estado somos nosotros”.
¡Ahhhh… pillines! Entonces, cuando dicen “Estado” no se están refiriendo a una celestialidad sino a un grupo de personas conformadas por ustedes que, como todas las personas, tienen intereses y conveniencias personales que se proponen satisfacer utilizando los privilegios otorgados por el ejercicio coactivo de los poderes del Estado.
Ahora nos vamos entendiendo. Su idea entonces, consiste en suponer que, en el uso de esos poderes coactivos, ustedes van a poder obligar a un conjunto determinado de personas a generar la riqueza que luego ustedes se van a adjudicar el mérito de repartir mediante el robo de la utilidad marginal de quien la produjo.
Bueno, muchachos, ese esquema de apropiación ilegal del fruto del trabajo ajeno para que ustedes se lleven las palmas (y los votos) de los parásitos que están contribuyendo a generar, puede durar un poco… Pero no eternamente.
Confieso que aún me asombra la habilidad -propia de un joven manejando un joystick- que la Argentina ha tenido para estirar la duración de esa anomalía. La resistencia a aceptar la realidad de los hechos y la alimentación de la esperanza de que era efectivamente posible vivir sobre la base de suponer que “otros” iban a producir lo que se necesitaba mientras, al mismo tiempo, se dejaban robar el resultado de lo que les costó producirlo, profundizó como nada la complejidad del problema que ahora hay que arreglar.
El pensamiento “social-demócrata” también le ha hecho un enorme daño a la idea de una sociedad honestamente “compensada”. Al haber utilizado el verso del “Estado protector” para robar (al menos en la Argentina) de manera descarada, destruyeron, al mismo tiempo, la idea de que alguna regulación es buena.
En parte esa es la razón por la que Javier Milei -que abiertamente dice que el Estado es una “organización criminal”- es el presidente hoy de la Argentina: es que los hechos probaron sus palabras de que, efectivamente, el Estado -si no lo es en sí mismo- al menos fue copado por una organización criminal.
De allí a creer (muchas veces con justísima razón) que hay que hacer en todos los campos todo lo contrario a lo que se hizo hasta ahora, no hay más que un paso. Y eso es lo que está ocurriendo: la sociedad entregó un sólido mandato para que el presidente demuela el edificio de prohibiciones y obligaciones que el orden jurídico del estatismo había construido en la Argentina.
Porque el país llegó, efectivamente, al punto en que los ciudadanos tenían solo dos opciones en la vida: abstraerse de hacer lo que estaba prohibido y acatar lo que era obligatorio. Los individuos no tenían ninguna otra opción de libertad práctica.
En efecto, las prohibiciones y las obligatoriedades son los dos pilotes esenciales del colectivismo.Mediante las prohibiciones en general, el socialismo se propone evitar la diferenciación humana. Como, en efecto, las personas pueden diferenciarse unas de las otras en la medida que puedan materializar las invenciones de su cerebro, para evitar que las personas se diferencien, el colectivismo dispara un tiro directo a este blanco: si los “diferentes” no pueden hacer porque se los prohíbo (o se lo torno ridículamente caro, que para el caso es lo mismo) no podrán crear y al no poder crear, no serán diferentes.
Por el otro lado, con la creación de distintas obligatoriedades coactivas, el colectivismo apunta a conseguir que, poco menos que a punta de pistola, los “diferentes” generen riqueza de todas maneras, para que luego el Estado pueda ir a apropiarse de lo que generaron para que el conjunto de ladrones/demagogos que ocupan sus sillones se lleve las cucardas de los justicieros.
Como este es un sistema evidentemente contra-natura, a sus márgenes se genera un enorme mecanismo paralelo e informal que, a los costados del orden jurídico colectivista, mantiene funcionando “en negro” un organismo que, no por eso, deja de mostrar su franca descomposición.
Esta es la podredumbre heredada por Javier Milei, que supera en mucho, a las calamidades simplemente económicas. En muchos aspectos (salvando las diferencias, claro está) el escenario se parece bastante al que enfrentaron los países que habían estado bajo el dominio de la Unión Soviética tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. El choque cultural que debe atravesar un país que estaba acostumbrado a que sobre él cayeran, como rebencazos, solo “prohibiciones” y “obligatoriedades” es de una dimensión bíblica. Que de pronto te digan “tu vida depende de vos, hermano” para alguien que estuvo sinceramente convencido que alguien iba a proveer sus necesidades, debe ser un hecho casi imposible de definir con palabras.
Reitero que esto viene acompañado de la destrucción de la confianza en el Estado, porque el Estado demostró que es permeable a su copamiento por delincuentes, que, efectivamente además, probaron su inmensa capacidad de robo. Entonces ahora, entendiblemente, el péndulo ha virado bruscamente para el otro extremo.
Tomemos, por ejemplo el interesante caso, planteado el sábado por Héctor Guyot en su columna de contratapa de La Nación. ¿Quién podría dudar de los aspectos positivos de la tecnología, la IA y los demás adelantos de la ingeniosidad humana?
Pero al lado de eso, Héctor anota bien los peligros que pueden acarrear los efectos colaterales de su uso. La tendencia natural del ser humano a pedir que “alguien se ocupe” nos vuelve a hacer girar nuestro cuello hacia el Estado. Por alguna razón mágica o cultural creemos que si hay que someter a esos avances a alguna regulación, esa regulación debería ser impuesta por el Estado… Una nueva “obligatoriedad” o alguna nueva “prohibición”, según como se lo vea.
El círculo vicioso vuelve a presentarse: con restricciones, el vuelo de la inventiva se detendrá y con él también se dejarán de tener los efectos positivos de la inventiva. Eso sin contar el hecho de que algún pillo negocie, desde los sillones del Estado, “compensaciones por debajo de la mesa” para las “víctimas” de las regulaciones, de las que ambos (el funcionario y el “inventivo”) saquen tajada.
La vida tiene riesgos. Aspirar a construir una vida sin riesgo alguno en donde todo esté previsto, desde el nivel de plomo en la nafta hasta qué uso se puede hacer de la IA (como quizás haya sido el utópico horizonte perseguido por -ponele- comunistas honestos del siglo XIX, -claramente no el de los asesinos como Lenin, Stalin, Castro o Guevara) no es, sencillamente, posible.
La plausible aspiración al progreso que -quiero suponer- tiene la humanidad viene acompañada con sus costados algo más sombríos. El que quiera terminar con las sombras también terminará con la luz.
Los mecanismos “estatales” para inventar una luz “tenue” o conseguir lo mejor de los dos mundos (el progreso de la libertad con la ausencia de riesgos de un mundo sin libertad o con libertades acotadas) ha fracasado en una mezcla de medianías y corrupciones.
Europa, por lejos el experimento racionalista más elaborado de la historia humana para intentar lograr ese equilibrio ideal, muestra serios problemas de convivencia, cuando no se envuelve, directamente, en guerras horribles que enfrentan regímenes por lo general horrorosos. Y ese es, reitero, el modelo que cualquier “social-demócrata” (vuelvo a usar mi categoría híper simplista del principio) te enrostra cuando quiere demostrarte la superioridad de su idea.
Con todo, el argentino es un caso, a su vez, muy especial. No se puede destronar un extremo de desatinos con medias tintas: no te digo que haya que implementar desatinos de sentido opuesto, pero sí una firmísima convicción para hacer blanco donde se había hecho negro y negro donde se había hecho blanco.
Si después de completado ese período de demolición, alguien consigue encontrar el santo grial de la diagonal que conecte la necesaria libertad que tienen que tener los diferentes para que nos entreguen lo que precisamos (a cambio, por supuesto, de que el fruto de su trabajo y de su inventiva sea recompensado como corresponde) con la razonabilidad que acote los riesgos del vuelo de esa inventiva, bienvenido sea.
Pero si por evitar que se inventara la bomba atómica alguien hubiera truncado el genio de Einstein la humanidad habría perdido, probablemente, mucho más que las víctimas de Hiroshima y Nagasaki.
La Argentina necesitaría 150 mil millones de dólares de dinero fresco para salir catapultada hacia la afluencia y una calidad de vida buena. Eso es algo así como un tercio de los que los argentinos tienen ahorrado en dólares en el país y en el exterior (sin hablar del interés que podrían tener en venir aquellos que no son argentinos). Si, por evitar que los dueños de esas fortunas sean eventualmente más ricos aún, no construimos las bases jurídicas y políticas que los convenzan de que la traigan, el país seguirá navegando en la mediocridad. Lleno de versos románticos. Pero mediocre.
Para concluir, digamos también, que la Argentina alguna vez deberá preguntarse cuándo y cómo empezó el proceso que permitió que la sociedad eligiera “democráticamente” delincuentes para que la gobiernen. Porque los delincuentes no cayeron de un asteroide, eh…: fueron votados por nosotros.
Hasta que alguien no indague los motivos por los cuales se destruyeron los pilares educativos construidos por Sarmiento y Roca (que eran los que permitían que se accediera a la igualdad posible por la vía de igualar las herramientas de todos más allá de la “suerte” que uno pudiera haber tenido por nacer en un entorno u otro) el misterio del huevo de la serpiente no se resolverá.
Es en esa pauperización, a la que el colectivismo sometió a la educación argentina, en donde deberían empezar a buscarse las respuestas a todo lo que siguió.