El Papa Francisco no podía dejar de dar la nota con motivo de la asunción de Donald Trump en la presidencia de los EEUU.

Bajo la pantalla de enviar sus “bendiciones” al nuevo mandatario inmediatamente asestó su demagógico y esperable golpe bajo sobre el tema “inmigrantes”, diciendo algo así como que sería una desgracia la deportación de miles de indocumentados.

En las propias palabras del Papa ya está el convite para una pregunta: ¿acaso el Papa alienta un mundo que funcione bajo la ilegalidad de la inexistencia de documentación personal que acredite la identidad y permita tener un récord de la honestidad de las personas?

Ahora vayamos, un poco más allá, al fondo de la cuestión. Supongamos, solo para beneficio del debate, que el presidente Trump sea, efectivamente, una especie de desalmado mal parido que busca, sin motivo alguno, echar de los Estados Unidos a personas perfectamente normales, honestas e integradas a la vida civil norteamericana como cualquier hijo de vecino que eligió legalmente vivir allí.

¿Cuál sería el motivo para fijar primero la atención en Trump y no en los responsables de los países que hicieron que esas personas quisieran irse de sus propias tierras en primer lugar?

En segundo lugar, habría que advertirle al Papa y a todos los “apurados” que están constantemente sacando conclusiones rápido, que Trump en particular y los EEUU en general, no tienen ningún inconveniente con el perfil de personas que describimos recién. Es decir, ni Trump ni ninguna autoridad de la nueva administración se está refiriendo -cuando hablan del problema de la “inmigración”- a “personas perfectamente normales, honestas e integradas a la vida civil norteamericana como cualquier hijo de vecino que eligió vivir allí legalmente”.

Al contrario, la tradición histórica de los EEUU siempre fue muy abierta en ese sentido y recibió con gusto a todos los que legalmente quisieran integrase a la sociedad norteamericana hasta incluso eventualmente convertirse en ciudadanos naturalizados.

Es más, no hay otro país en el mundo que gratis, sin que nadie se lo pida, sortee 50000 permisos de residencia legal en el país por año solo porque el aire es gratis. En efecto, el sistema conocido como “Visa Lottery”, entrega a la suerte el ganarse el derecho a ser elegible a una residencia legal sin pagar un peso. No sé si Francisco está al tanto de eso.

Pero volviendo al hilo inicial del comentario, ¿por qué tanta enjundia para cuestionar a quien quiere preservarse de recibir ilegales y (en muchos casos) directamente delincuentes y no observar la misma severidad para interpelar a la indigna fila de dictadorzuelos que, por la vía de imponer condiciones invivibles en sus propios países, hacen que su gente se sienta expulsada y quiera irse?

¿Pone Francisco esas ganas y ese esfuerzo para “llamar al orden” a esos personajes repugnantes (los Castro, los Maduro, los Ortega? ¿O más bien casi podría decirse que son sus amigos?

Porque convengamos que si todas esas lacras no gobernaran Cuba, Venezuela, Nicaragua y otros países centroamericanos, probablemente la gente no querría irse de su patria ni emigrar hacia los EEUU.

Otro incómodo interrogante que surge gracias a esta cuestión de la inmigración es si -como insinúa el Papa- EEUU y el sistema que ese país representa, es poco menos que el “estiércol del diablo”, ¿por qué la gente se muestra desesperada por ir a vivir ahí? ¿Por qué se irían de los lugares donde gobiernan los “simpáticos” amigos de Francisco para intentar armar una nueva vida en el centro del “infierno”?

¿Por qué muchas personas arriesgan sus propias vidas, están dispuestas a desmembrar a sus familias, y a dejar su propia casa para ir a un lugar que el Papa considera poco menos que el motor de los problemas que el mundo padece hoy?

¿Con qué derecho se puede cuestionar, increpar o discutir la autoridad que tiene el presidente de un país para atacar lo que considera una de las causas de los problemas de inseguridad que enfrentan sus ciudadanos?

Vivo alternadamente en los EEUU y tengo filas de amigos históricos que llegaron allí desde Cuba, Venezuela, Honduras, Nicaragua, México e incluso de la Argentina y desde cientos de otros países. Todos fueron recibidos con alegría y si bien cada uno habrá pagado su “derecho de piso” (porque nunca es fácil emigrar) todos pudieron desarrollarse, formar una familia, soñar un futuro y progresar.

Pudieron hacerlo porque el motor que los animaba era la buena fe, la honestidad, el trabajo, la sinceridad, no el delito, las ganas de aprovecharse, el violar la ley (que incluye la primera violación de las normas migratorias), el robar, matar…

Es curioso como la humanidad tiende a interpretar los hechos según el cristal de la demagogia, la envidia y el resentimiento. El mundo critica a Trump por querer levantar un muro para impedir que la gente entre ilegalmente a su país. Ahora, no se escuchó la misma enjundia de ese mismo mundo cuando otros países levantaron muros para impedir que la gente se fuera, para encarcelarla en una enorme prisión de despotismo: esas paredes no parecían despertar el mismo asco que la de Trump.

¿Por qué no dirigir nuestros empacados interrogatorios a los líderes de los países que expulsan personas de su propia tierra en lugar de poner en el lugar de los antipáticos a quien solo quiere evitar que su país sea el destino de algunos criminales?

Son esos payasos (y los que como Bergoglio los apañan) los que luego le hacen pagar las cuentas a justos por pecadores: tanto han tensado la cuerda de la permisividad que es posible que, ahora, hasta algún aspirante inocente, ilusionado y bueno, pague (aunque sea con trámites más engorrosos y caros) los efectos de una permisividad de las que se abusaron los delincuentes.

Francisco, deje ya de hacerse el simpático demagogo y concentre toda su energía en pedirle explicaciones a quien realmente debe pedírselas: a todos aquellos que, por instaurar regímenes horrendos en sus propios países, hacen que la gente se quiera ir al lugar al que a usted le causa tanta alergia.