Cuando alguien pronuncia la palabra “Estado” no está haciendo referencia a una máquina, o a un algoritmo independiente de la acción humana: está refiriéndose a un conjunto de personas. Que a esas personas les venga bárbaro que su accionar quede disimulado detrás de una nebulosa ininteligible que no es nada y es todo al mismo tiempo es otro tema, pero debemos tener en claro que cuando decimos “Estado” nos estamos refiriendo a personas comunes de carne y hueso.
Además mientras el “Estado” es permanente porque es la expresión jurídica de la continuidad eterna de la nación, el “gobierno” es cambiante porque su integración está sujeta a las modificaciones que produzcan las elecciones.
Que los integrantes de un gobierno pretendan la eternización en el poder para que sus propias personas terminen confundiéndose con la noción misma del Estado, es otra cuestión -que se explica justamente por la intención de esas personas de apoderarse del Estado (y de esa manera adueñarse, en alguna medida, de la nación y hasta de la Patria). Pero eso no tiene nada que ver ni con la verdad ni con la distinción jurídica entre los conceptos de “Estado” y “gobierno”.
Entonces, quienes toman decisiones cuando -por el resultado de unas elecciones- se hicieron cargo temporalmente del Estado son los integrantes del gobierno: no es la nación ni mucho menos la Patria.
De modo tal que las decisiones tomadas en su momento por los gobiernos peronistas fueron decisiones de los peronistas, no fueron decisiones del Estado, entendido este como la organización jurídica que representa la nación. Que esos gobiernos peronistas hubieran tenido en su momento la legitimidad de tomar decisiones que afectaran a todos no quiere decir que esas decisiones fueran la común expresión de todos (el 100%) los argentinos.
Me refiero aquí al peronismo en particular porque, claramente, ha sido el sector político que más se ha presentado ante todos con la altanería de adjudicarse poco menos que la mismísima argentinidad, con la pretensión de cancelar todo lo que ellos consideraran como no-peronista y, por lo tanto, no-argentino.
La influencia aluvional del peronismo ha hecho que muchos otros sectores politicos del país evolucionaran hacia la misma anomalía, creyendo que cuando ganaban unas elecciones la titularidad de la argentinidad había cambiado de manos.
A su vez, el peronismo fue extremadamente exitoso en la tarea de imponer la idea de que ellos eran la Argentina. Sin demasiados escrúpulos, sin vergüenza alguna por el uso explicito de la fuerza bruta o incluso del crimen, avanzó aluvionalmente anexando todo lo que encontraba a su paso.
Ese paradigma se impuso de hecho y de derecho durante casi 80 años en la Argentina. En todo ese tiempo el peronismo efectivamente pudo llevar al sustrato inconsciente del país la idea de que si no sos peronista son un poco no-argentino.
La otra parte del país tuvo que soportar ese paso arrebatado y muchas veces violento que cubrió todo un arco de realidad que va desde los muertos por la calle de los ‘70 hasta la naturalización del uso de la propiedad publica como si fuera de ellos, de lo cual, por ejemplo, son testimonio mudo los murales de Evita en el edificio en donde hoy funciona el ministerio de capital humano.
Es más, el peronismo reivindicó como “argentinas” costumbres que no eran argentinas sino “peronistas”. La vulgarización de todo, por ejemplo, es un caso típico de esa modalidad. El peronismo fue subliminalmente convenciendo a todo el mundo de que para ser un buen argentino tenias que ser un pasional un poco maleducado y chabacano, si es posible con poca instrucción, con aversión (y hasta cierto odio) por lo extranjero, atropellador y poco inclinado al tratamiento racional de los temas.
No habría peores señales no-peronistas (y por lo tanto no-argentinas, para lo que es su concepción de las cosas) que una persona calma, racional, de mundo, culturalmente formada y abierta al criterio ajeno.
Por supuesto que estos eran los mantras que los jerarcas peronistas bajaban como modelo social hegemónico para el hombre común. Pero ellos, con la excepción de estar abiertos a la discusión racional de los temas, sí se formaron (con la formación compatible con sus intereses, pero formación al fin) si fueron al mundo (para disfrutarlo, no para entenderlo) y sí se permitieron salir de la vulgaridad (aun cuando siguieron bajando línea para que sus adeptos siguieran creyendo que la “vulgaridad” es sinónimo de “pueblo”) aunque no del atropello y, mucho menos, del estímulo al atropello.
Es muy notorio, por ejemplo, como la condenada ex vicepresidenta -que en ciertos círculos se las da de “intelectual”- utiliza un leguaje vulgar y de barrio con la aspiración de que eso sea interpretado por la masa como que ella es “una de ellos”.
Esta apropiación del “Estado” por los “gobiernos” peronistas que aprovecharon al máximo la dificultad que muchas veces existe para explicar la diferencia entre uno y otro, contribuye, paradójicamente, a hacer más clara la idea de que lo que se quiere vender como “decisiones del Estado” son decisiones de personas tomadas en función de especulaciones políticas y hasta de intereses personales que en un determinado momento pueden considerarse utiles, precisamente, para seguir conservando el poder.
Es en ese marco en donde, me parece, deben analizarse las discusiones que están apareciendo respecto del tema de género. Si ha habido un partido machista, etiquetador, discriminador y “antimodernidad” en la Argentina no caben dudas de que ha sido el peronismo.
Sin embargo, como buena ameba acomodaticia (para hacer todo lo que haga falta para conservar el poder que lo lleve a seguir trasmitiendo la idea de que ellos no son simplemente un “gobierno” sino que son la “nación” y la ‘Patria”) han protagonizado históricos camaleonismos a fin de conseguir sus objetivos.
Otras veces no dudaron en echar mano de tácticas que tuvieran la capacidad de demoler los obstáculos que se oponían a su avance.
En este caso de los géneros, me parece que hay una combinación de estos dos últimos factores. Por un lado, supongamos que es cierto que en el mundo han pasado cosas respecto de lo que hoy llamamos, en general, “autopercepciones”. Por el otro, también es cierto que el arte de hacer perder valores morales de una sociedad -como táctica de lucha política- no es nuevo ni original.
Desde hace unos años, el peronismo -cada vez más infiltrado por el entrismo de izquierda-, advirtió que, si se estimulaban algunas tendencias sociales aisladas, (más aun en un contexto de una educación y de una salud decadentes) quizás se pudiera obtener un doble rédito político. Por un lado, posicionarse como el movimiento que representaba estas minorías (con la intención de acaparar sus votos) y, por el otro, estimular una laxitud extrema de los valores morales que, de mantenerse firmes, podrían convertirse en un escollo para sus fines.
Entonces, una vez más, las discusiones referidas a las cuestiones de género no son un emergente de problemáticas sociales generalizadas sino temas que, aprovechando circunstancias totalmente excepcionales, fueron tomadas como un capítulo de las diferentes tácticas peronistas para mantener el poder y que con ello se pueda seguir sustentando la subliminal idea de que ellos son el Estado y que, por lo tanto, son la nación. Es un concepto totalitario de la existencia y que como tal, no dejará de echar mano a todos los inventos a los que los totalitarismos de siempre han echado mano para silenciar todo lo que se les oponga.
Es bastante triste y rastrero que esos totalitarismos (en los que el peronismo ha abrevado notoriamente) no se detengan ni siquiera frente a la más pura inocencia de los niños y presionen para hacernos creer que a la temprana edad de 5 años se está en condiciones mentales, psicológicas y sociológicas como para tomar decisiones que los afectaran toda la vida de modo irreversible… A veces da vergüenza hasta dónde puede llegar la explotación política de la ignorancia.