Todo este desarrollo
capitalista/bancario/paramilitar/financista/usurero fue inicialmente ideado,
estructurado e introducido en Europa por los tres mosqueteros lombardos,
Venecia, Génova y Florencia según técnicas financieras bizantinas (griegas) a
tal punto que cuando a principios del siglo XV prestamistas e “inversores”
lombardos llegaron a Londres (huyendo de Génova, a la que habían quebrado
financieramente con préstamos usurarios) impusieron el nombre de Lombard Street
a la calle (equivalente a Wall Street de N. York) donde está actualmente la
Bolsa de Valores londinense y el pabellón de San Jorge (Génova) a la casa real
de Inglaterra, la nueva y aventajada alumna anglosajona que tomaría la posta (a
través de los conocimientos financieros de la mafia lombarda) del préstamo a
interés compuesto de los maestros bizantinos para los siglos venideros.
Aquí conviene hacer un
paréntesis dado que en estos inquietos tiempos del siglo XII, en el norte de
Europa ocurrían simultáneamente sucesos que influirían en las luchas entre el
préstamo a interés compuesto (mafia lombarda, 2do juego, juego
financiero) y el préstamo a comisión (Orden del Temple, 1er juego,
juego económico), al asignarles su nombre.
Güelfos y gibelinos
fueron denominaciones con las que, a fines del siglo XI (1070/79), se designó a
los miembros de dos familias (casas) germánicas pretendientes al trono imperial
de Alemania: los welfos (güelfos), que dominaban en Baviera, y los waiblingen
(gibelinos), señores de Waiblingen y duques de Suabia. Esta distinción local
germánica pasó luego a la Italia del siglo XII y a su zona de influencia (tal
como sucediera con la hamburguesa, que si bien es el nombre de un emparedado en
pan alemán redondo con una albóndiga plana creado en la ciudad de Hamburgo, hoy
es sinónimo de Mc Donalds y de EE.UU. y se la considera un símbolo americano),
donde se denominó gibelinos a los que apoyaban al emperador en su intento de
establecer un dominio centralizado sobre todo el país, y se llamó güelfos a los
que defendían las libertades comunales apoyados por el Papa. Estos términos, más
adelante, pasaron a designar las facciones en lucha dentro de las distintas
ciudades italianas (con una muy lejana dependencia respecto del Papa o del
emperador), a la vez que también diferenciaban ciudades enemigas. Pero en
adelante, güelfos y gibelinos (igual que la hamburguesa), quedaron como
sinónimos de bandos en pugna de Lombardía (y de Europa).
En Génova, dentro de
estas luchas por el poder, fueron güelfos los Fioschi y los Grimaldi y gibelinos
las familias (casas) Doria y Spinola, siempre dentro de la caracterización
descripta, o sea siendo los gibelinos señores feudales que apoyaban al Emperador
o al Rey para obtener un estado centralizado y los güelfos (rica burguesía)
defendían sus intereses apoyando las libertades comunales, apoyando al Papa
(para contrarrestar el poder real o imperial) y apoyando a los intendentes de
las ciudades. Estos apoyos eran siempre fluctuantes, dependiendo de cómo se
desarrollaban los acontecimientos en cada lugar.
Estos dos bandos, en apariencia opuestos entre sí solamente por cuestiones meramente políticas, los güelfos y los gibelinos, pusieron en realidad sobre el tapete dos concepciones filosóficas antagónicas de vivir el cristianismo y consecuentemente de concebir el orden social cristiano. Sostiene San Agustín que todo lo que existe en la Tierra es obra de Dios y que es éste quien determina, en cada tiempo y circunstancia, el sistema político que mejor le sirve. De este concepto surge la idea de que el poder terrenal viene de Dios y que por lo tanto los hombres le deben acatamiento. Sólo está a nivel superior el poder de la Iglesia, en tanto y en cuanto es la expresión terrena de la Ciudad de Dios. Posteriormente, el mismo San Agustín así como también otros pensadores cristianos, limitaron el conflicto potencial entre las responsabilidades de la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena, reafirmando la necesidad de obedecer al régimen político temporal, en tanto éste no se enfrente con el poder de la Iglesia y sus representantes.
Esos enfrentamientos fueron
resueltos al comienzo de la Edad Media por el Papa Gelasio I (492-496) quien
desarrolló la doctrina sobre la regulación del poder. Explicaba el Papa Gelasio
I (San Gelasio), en términos similares a los utilizados por San Agustín al
describir la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena, que existían dos poderes, uno
espiritual y otro temporal, ambos nacidos de Dios para que en su nombre
gobiernen el mundo y para que atiendan, cada uno en su propia esfera, las cosas
de sus respectivas competencias. Así como la Iglesia debía someterse a las leyes
justas que emanaran del Rey (Ciudad Terrena), así también el Rey debía obedecer
a la Iglesia (Ciudad de Dios) en lo que concierne a la religión y a la fe y de
ese modo, ambos poderes, como si fueran un matrimonio sólidamente constituido,
cooperarían al buen gobierno del mundo. De esta manera la Iglesia, en una
función similar al de un faro que ilumina e indica el camino a seguir, y el
Estado, en una función similar a la del vehículo que transporta a la sociedad
por el camino mostrado por la Iglesia, podían interactuar mancomunadamente en
una acción armónica y conjunta que concurriera a la obtención del fin último del
hombre en la tierra, el final del viaje, o sea arribar felizmente al destino
prefijado, la vida eterna. En este viaje de alrededor de setenta años de cada
uno de los seres humanos , el Estado debía funcionar como una gran familia (la
familia de las familias), y viceversa, una familia debía funcionar como un
pequeño Estado doméstico, tomando ejemplo el uno del otro e interactuando así el
continente (Estado) con el contenido (familias), según lo expresado por el
Derecho Romano, la Ciudad Terrena, y por el Derecho Canónico, la Ciudad de
Dios..
El Derecho Romano estuvo vigente en
Europa durante la Edad Media y la Edad Moderna hasta la Revolución Francesa de
1789. La base del mismo es la costumbre, la que se define jurídicamente
como una repetición de hechos y maneras de vivir de una familia durante un
determinado período de tiempo y la aceptación tácita de los mismos por la
comunidad (civita) en que esta familia vive. En la familia se centra el
Derecho Privado y en la comunidad (la civita, el Estado, la familia de las
familias) el Derecho Público. Justiniano en las Institutas dice: “El Derecho no
escrito es aquel que el uso ha hecho válido. Las costumbres repetidas
diariamente y aprobadas por el consentimiento de los que las siguen equivalen a
las leyes”.
De aquí que para intentar disolver
y disgregar un Estado para luego poder dominarlo con más facilidad, lo
primero es disolver, disgregar y cambiar las costumbres de sus familias, o sea
su Tradición, y así el Estado se desmoronará solo como un castillo de naipes. En
los Estados con mayoría de familias católicas el ataque a las costumbres se
centra en la promoción de relaciones sexuales tempranas en los adolescentes a
causa del “devenir de los tiempos”, el divorcio, el aborto, la enseñanza laica,
la promoción del concubinato, la promoción de anticonceptivos, la promoción
(justificada como un “adelanto”) de las uniones civiles entre homosexuales,
leyes de salud reproductiva, etc , ataques habitualmente piloteados por ONGs
financiadas desde el exterior por Fundaciones privadas de millonarios exentas de
impuestos, por la ONU y por Organismos Multilaterales de Crédito (Banco Mundial,
etc).gracias al libre flujo de capitales (sin controles) impuesto por el FMI.
Desde la época de Carlomagno se
concibió entonces socialmente la existencia de dos Pontífices o cúspides
sagradas, dos Pontificados (puentes entre el Cielo y la Tierra) cuya mutua
armonía e interacción garantizaba la realización del fin último del hombre en
esta vida terrena, o sea la consecución de la vida eterna a partir de la
participación en un orden social que le permitiera elevarse hacia su fin último
de acuerdo a su condición natural. En esos tiempos la organización de la
sociedad no era concebida, como ahora, simplemente de acuerdo al modo más idóneo
de satisfacer las necesidades materiales en el hombre, sin preocuparse de por
qué y para qué vive el hombre en la Tierra. Muy por el contrario existía la
percepción y el convencimiento de que la vida en la Tierra era, por sobre todas
las cosas, un instrumento y un medio para alcanzar la vida eterna, el fin último
de la especie humana, del hombre como único animal racional de la Naturaleza.
Existía conciencia permanente de la inexorable finitud de la vida humana, del
tiempo que vive el hombre en la Tierra y de qué manera convenía utilizar
racionalmente este tiempo a efectos de alcanzar el objetivo de su fin último: la
vida eterna. Como todos somos mortales, algún día no muy lejano sabremos sin
ninguna duda cuál de las dos concepciones, la antigua o la actual, era la
correcta.
Habiendo el pecado original
convertido en imperfecta a la naturaleza humana, la que por sí misma es incapaz
de elevarse hacia su fin último, la vida eterna (dado que el hombre es el único
ser racional de la Creación) necesita del auxilio de la Divina Providencia para
hacerlo. Es por ello que Dios, en su inmensa sabiduría, ha constituido la
Iglesia (“puente” espiritual de acceso al Paraíso), para que las personas
reciban los Sacramentos y la Gracia por la Caridad, y además ha formado también
al Imperio (“puente” material de acceso al Paraíso), a fin de que los actos
humanos, a nivel social, se sacralicen a través de la Justicia para que la vida
entera, desde el nacimiento hasta el fin, de acuerdo a lo que se manifestó en la
antigüedad clásica, sea en todas sus manifestaciones una permanente evocación en
este mundo de lo eterno.
Es decir que lo sagrado no es
sólo una dimensión propia del clero, hallable sólo en los templos o en la esfera
interior del hombre, sino un componente esencial de todo el contexto social.
Los ritos no sólo son acciones domingueras; toda la vida humana debe ser un rito
constante y permanente de la Creación.. La Tierra entera debe llegar a
convertirse en una escala hacia el Cielo y no ser simplemente un valle de
lágrimas convertido en un territorio habitable. Para la Tradición medieval la
realidad material ofrece la posibilidad de ser símbolo, y la acción que acontece
en su seno, ha de convertirse en rito. El mundo y las cosas y quehaceres del
mundo no son negados, sino que se transforman en sostén, en punto de apoyo, en
soporte y en escala del quehacer humano orientado firmemente hacia la Eternidad.
Estos dos componentes de la
espiritualidad, estos dos “puentes” hacia el Cielo, debían interactuar en este
mundo en un calculado y regulado equilibrio mutuo, análogamente al existente en
el orden natural a través de la polaridad y del complemento de los dos sexos,
masculino y femenino, tal como se manifiestan en el matrimonio, o sea en una
familia, y que se hallan expresados en el Estado por la armonía entre la
Iglesia, principio femenino, y el Imperio, principio masculino. El Papa tenía la
función de consagrar y ungir al Emperador, confiriéndole poderes sacros a fin de
que pudiera cumplir con su misión de puente material al Cielo, efectuando así
una función generativa y materna. El Emperador y sus colaboradores, los señores
feudales (Señores en Justicia), representaban la encarnación en este mundo de
un orden equilibrado y de una jerarquía orientada exclusivamente hacia lo
trascendente. Se hacían responsables ante Dios de la comunidad a su cargo, a la
que debían regir y conducir hacia su fin último, la vida eterna, y todos sus
actos de gobierno debían orientarse hacia este objetivo dados los poderes sacros
recibidos. No existía libertad en sus dominios fuera de este orden de cosas ni
siquiera para ellos, que no se debían a sí mismos sino a sus súbditos.
En el día de Navidad del año 800 y
ante el pueblo de Roma reunido en la Catedral, luego de coronar a Carlomagno
como Emperador, el Papa San León III se arrodilló luego ante él reconociéndole
una naturaleza sacra, gestada por el rito. El Emperador significa
teológicamente, en su forma más elevada, el concepto del Hombre creado a imagen
y semejanza de Dios, el arquetipo del hombre universal con la naturaleza humana
del Hijo de Dios hecha hombre, tal como es en la Eternidad la Segunda Persona de
la Santísima Trinidad.
Esta fue la concepción gibelina de la organización social
La decadencia de Occidente tiene su
punto de partida justamente en el momento en el cual la Iglesia, a través de la
doctrina del Papa Calixto II (doctrina sacramentaria que por sus nefastas
consecuencias debió ser en un futuro considerada como una real herejía),
considera que el hecho de consagrar le confiere a ella (Iglesia), superioridad
ontológica sobre el Imperio. Calixto II (1119-1124) fue un Papa en cuyo
pontificado hicieron eclosión las llamadas luchas por las Investiduras, o sea
luchas entre las dos cúspides sagradas, el Papa y el Emperador, las que dieron
origen en esos tiempos a la existencia de varios antipapas elegidos por los
Emperadores. Calixto II había excomulgado en 1112 al Emperador rebelde Enrique V
y en 1121 expulsó de Roma al antipapa elegido por él, Gregorio VIII, y a
continuación formuló su doctrina sacramentaria, el Papa único Pontífice, único
“puente” de acceso al Paraíso.
El sistema feudal medieval estaba
fundamentado en la investidura. La investidura era el acto por el cual el
señor feudal cedía un feudo (tierras) al vasallo, tras recibir de éste homenaje
y juramento de fidelidad. Generalmente acompañaba a la investidura la entrega de
un objeto simbólico en representación de las tierras confiadas al vasallo para
su explotación agrícola y ganadera y también se levantaba un acta escrita. La
ceremonia se repetía a cada cambio de señor o de vasallo, dado el carácter
personal, condicional y revocable del contrato feudal.
El delicado e imprescindible
equilibrio de integración entre las dos cúspides sagradas, los dos Pontífices,
uno material y otro espiritual, el Emperador y el Papa, fue paulatinamente
desapareciendo al imponer y forzar los Emperadores una preeminencia material
sobre la espiritual, limitando la autonomía eclesiástica al establecer un lazo
de dependencia con el señor del feudo, quien podía nombrar e investir al
eclesiástico local, según la investidura feudal laica, de tal manera que este
eclesiástico terminaba siendo vasallo del señor feudal.
Contra esta nueva costumbre,
peligrosa para la supervivencia del Papa como Pontífice y de la Iglesia como
poder independiente se levantó el Papado, fortalecido con la reforma cluninense
y los pontificados de León IX, Nicolás II y Alejandro II, lo que le llevó a
chocar con los emperadores. Nicolás II promulgó (1059) un decreto que
reivindicaba para el Colegio Cardenalicio la elección del Papa y prohibía a los
eclesiásticos recibir iglesias de los laicos.
Pero fue con Gregorio VII
(1073-1085) cuando la lucha alcanzó mayor intensidad. Este Papa,
en el Sínodo de la cuaresma del año 1074, impuso
con una seriedad y vigor desconocidos hasta entonces la antigua costumbre del
celibato de los clérigos. En contra incluso de alguna norma del viejo derecho
eclesiástico que así dejaba sin efecto, declaró inválidos todos los actos
llevados a cabo por sacerdotes casados y adoctrinó a los fíeles en el sentido de
que se alejaran de tales pastores.
En la primavera de 1075 Gregorio VII promulgó el “Dictatus
Papae”, conjunto de 27 principios
o dictados que afirmaban las prerrogativas del Papa y su primacía sobre el poder
civil. El “Dictatus Papae” prohibía la
concesión de investiduras por los laicos y
constituía
normas de conducta a las que,
independientemente del poder temporal, tenían que atenerse desde ese momento
todos los cristianos, fueran vasallos, súbditos, nobles o reyes. Gregorio VII
llegó a excomulgar al emperador Enrique IV (Sínodo de Worms de 1076) que no
quiso acatar el “Dictatus Papae”, aunque éste luego se reconcilió con él
en el castillo de Canossa, entre el 25 y el 28
de enero del año 1077 (Acta
de Canossa, 1077).
Finalmente el Papa Calixto II le
puso punto final al conflicto con su doctrina sacramentaria, el Papa único
Pontífice, llamado Sumo Pontífice, doctrina que rompió con el
necesario equilibrio, regulación e integración entre ambas cúspides sagradas (el
conflicto no debía ser resuelto con la preeminencia de un Pontífice sobre el
otro sino con la restitución del equilibrio y armonía perdidas), doctrina
finalmente aceptada por Enrique V (último emperador germánico de la casa de
Franconia) en el Concordato de Worms el 23 de septiembre de 1122. En este
acuerdo Enrique V renunció a la investidura, y toda elección futura de un Papa
debía efectuarse en presencia del Emperador, quien entregaba al Papa elegido
el poder temporal subordinándolo (y subordinándose) al único Sumo Pontífice.
De allí que, en lo sucesivo habrá
un solo Pontífice, el Papa y un sólo “puente” de acceso a la vida eterna, la
Iglesia. El Emperador, más tarde el Rey, luego el Presidente y/o el Primer
Ministro, serán simplemente jefes de Estado, sólo administradores encargados de
resolver los problemas temporales de los habitantes del país.
Un verdadero y
real divorcio.
Si como decía S. Agustín y como había regulado sabiamente el Papa Gelasio I,
San Gelasio, Dios había creado la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena para que
coexistieran en mutua armonía,
las desarmonías
no debían resolverse con una ruptura
sino con la búsqueda de la restitución de la armonía perdida, ya que así lo
indica la necesaria coherencia con la máxima evangélica :
“no separe el
hombre lo que Dios ha unido”.
A partir de septiembre de 1122, la bendición de un dignatario eclesiástico a un
jefe de Estado jamás le conferiría carácter sacro a su gestión de gobierno y
ningún jefe de Estado se sentiría Señor en Justicia ni responsable por la
felicidad de la comunidad a su cargo ni participaría oficialmente en la tarea de
facilitar el acceso de los hombres a su fin último, la vida eterna.
El hombre, abandonando así su
posición de hombre universal a imagen y semejanza de Dios, en un “revival” del
drama de la Creación, queda entonces teológicamente en posibilidad de acceder
nuevamente al fruto prohibido al poder sustituir la imagen y la semejanza con
Dios por su propio ego individual y a pretender hacerse como El, a la par de El
y por lo tanto contrapuesto a El. Y en cuanto es negado Dios como
arquetipo universal de la personalidad humana concreta y tangible, es también
negado el hombre racional y reemplazado por el hombre irracional (puesto que
considerado como ser puramente animal el hombre es animal no-animal) y es
entonces definitivamente el hombre inferior al animal mismo. He aquí el
germen inicial del liberalismo y del irracionalismo marginalista No por
nada J J.Rousseau divagaba sobre el primitivo estado de la
naturaleza del hombre.
La Iglesia no advirtió que al
adherir a la tesis de Calixto II se cavó con el tiempo su propia fosa ya que
expulsado lo sagrado de la sociedad política, de la cosa pública, ésta tendrá
las puertas abiertas (más bien un portón) para la irrupción en ella del poder
puramente económico y material , o sea de lo no sagrado en lugar de lo
sagrado, y los hombres, incapaces ya de ver al mundo como una escala que los
eleve hacia el Cielo (como mandaban los ritos sagrados del Sacro Imperio),
convirtieron entonces a la Naturaleza en sólo una hacienda explotable y
finalmente a la sociedad, a la política y a la cosa pública en un universo de
consumos insaciables no para la vida eterna sino para la vida terrena, no para
lo trascendente sino para lo intrascendente, tal como hoy lo vivimos. La
existencia, antiguamente denigrada y combatida del pecado del hedonismo, se
convertirá más tarde (y hasta hoy) por gravitación propia, en algo que se
disfruta hasta el hartazgo. El “puente” material al Paraíso (el Imperio) quitado
como le fue su carácter sagrado (el hombre imagen y semejanza de Dios) se
convirtió entonces en puente natural al hedonismo y por lo tanto a la
posibilidad de un futuro embrutecimiento animalesco de la especie humana, regida
eventualmente sólo por códigos de placer y de dolor, códigos propios del reino
animal aptos para domesticar y obtener fidelidad hacia el que proporciona comida
(dinero) y/o refugio (placeres). Guelfismo significa por sobre todo otra
consideración desconsagración del poder y por lo tanto ateísmo político, o sea
efectuar los actos de gobierno sin tener en cuenta a Dios.
Esta fue la concepción güelfista de la organización social
La doctrina sacramentaria del Papa
Calixto II, al quitar lo sagrado oficial, legal, filosófica y teológicamente de
la gestión del Emperador (o sea de los actos de gobierno, de la cosa pública) y
dejar lo sagrado únicamente dentro del ámbito eclesial (Papa) deja
paradójicamente a éste y a la Iglesia oficialmente como “target” (blanco) de los
ataques del güelfismo (burguesía enriquecida que sólo deseaba la constante
expansión de sus negocios), que veinte años antes se había estructurado
oficialmente en la República de San Jorge (Génova) con la cual se lanzarían a la
conquista de Europa. El Papa Calixto II les sirvió en bandeja de plata al
Emperador y al Imperio (y al Reino, y al feudo, y a la República, y al Estado,
etc.) ya que al dejar de ser sagrados como siempre lo habían sido durante toda
la Edad Media hasta 1122, ahora podían ser de ellos ya que eran como ellos,
no sagrados.
La desconsagración de la jerarquía
temporal y por ende del Estado constituye en los hechos un infierno terrestre
para el ciudadano civil religioso, decente y amante de la ética y de la moral.
Simultáneamente abre un amplio abanico de oportunidades para todo tipo de
negocios turbios (en especial los negocios financieros) para el guelfismo
materialista, religioso sólo si mejoraba la rentabilidad o la tasa de interés.
Con este inesperado “regalo” filosófico/teológico /eclesial los güelfos se
aliaron inmediatamente con el Papado, ya que “el enemigo de mi enemigo es mi
amigo”. Primero habría que debilitar al Imperio aliándose con la Iglesia. Luego
caería la Iglesia, también debilitada por la lucha contra el Imperio.
No fue
casualidad entonces sino lógica consecuencia que tal desacralización del Estado
tuviera un aliado natural para el papado en la burguesía enriquecida plebeya
sublevada, (güelfos). En efecto, las Comunas del Norte italiano (nucleadas en la
Liga Lombarda) aprovecharon la oportunidad, se aliaron inmediatamente con el
Papa según sus propios intereses y no aceptaron la autoridad del Imperio (ni
sagrada, ni material ni de ningún tipo), entre otras cosas por no querer pagar
tributos (impuestos).
Desaparecida
así del mundo material la sacralidad y recluida solamente en los templos, el
mundo se convertirá primero en un valle de lágrimas y los fieles en tremendos
pecadores que todo lo deben esperar únicamente de la Iglesia para su salvación.
Serán así objeto y sujeto del sectarismo de los güelfos los peores fenómenos de
la historia de Occidente, tales como el ejercicio del poder por medio de la
creación de deudas, la usura científica, la compra y venta de cargos
eclesiásticos, el tráfico de influencias y/o la venta de indulgencias de la
Iglesia corrompida por el dinero en los siglos XV y XVI. Y su consecuencia
obligada será la Reforma y el calvinismo, el cual no es sino una consecuencia
filosófica/teológica extrema del güelfismo, el resultado intrínseco que éste
conllevaba en su seno. El calvinismo estereotipa hasta sus últimos extremos la
idea del pecado y convierte el alma humana poco menos que en una prostituta
irredimible ante los ojos de la Divinidad. De hecho el concepto de imagen y de
semejanza calvinista concibe la inmortalidad como un don gratuitamente dado por
Dios caprichosamente a los hombres (no a todos, sólo a los predestinados cuyo
indicador será el éxito en los negocios) de acuerdo a su antojo, a su arbitrio y
a su voluntad.
El
güelfismo teológico y filosófico actual, como heredero directo de la versión
calvinista del cristianismo (el nuevo Israel, Aaron, el becerro de oro), impone
la intolerancia de sus intereses por doquier y considera a Dios como un
inmisericorde tirano autoritario ante el cual el hombre es sólo un ser carente y
pecaminoso. Detesta consecuentemente la divino-humanidad revelada por el mensaje
cristiano y dada la ausencia de lo sagrado del orden temporal combate e intenta
destruír todos aquellos dogmas y creencias que así lo manifiesten en el mundo
reemplazándolos por la obtención de riquezas, por la devoción por el triunfo
material, y por la expansión de los negocios, consecuencias de la Reforma
calvinista.
Indudablemente la trama
está bien urdida.
Dado que los que accedan al Paraíso están ya predestinados al mismo por Dios
desde el comienzo de la Historia, desde antes de nacer, es inútil preocuparse y
esforzarse por llegar al Cielo llevando una vida piadosa o haciendo buenas obras
. Lo único sensato es intentar averiguar cada uno si está en la lista de los
predestinados. Y para saberlo y poder vivir tranquilo, el indicador es la lucha
por la obtención de riquezas (todos contra todos de ser necesario), el éxito en
los negocios y el triunfo material a como dé lugar en este mundo .O
sea que para acceder al Paraíso, al otro mundo, lo principal es tener éxito en
los negocios de este mundo.
Para lograr esto, además de la importancia de una suculenta herencia como
capital inicial, lo indispensable es una actitud de egoísmo y avaricia para no
perder de ninguna manera lo acumulado hasta el momento a fin de no quedar
“afuera de la lista”. Y para asegurarse y garantizarse de estar en ella, el
mejor negocio, el negocio de los negocios, es la fabricación del dinero (2°
juego, juego financiero) para proveer a los que , con la misma idea, sólo juegan
al 1° juego, juego económico. Si fuera posible hacer creer a todos que el dinero
“fabricado” en una imprenta particular o “fabricado” como dinero imaginario,
secundario o bancario o como intereses de intereses (anatocismo) es dinero
legítimo como el oro ¡Bingo! La predestinación está asegurada.
O sea que
no sólo se aseguran de estar en la lista sino que
además, con el dinero así creado, manejan la lista.
Hoy el
único país que mantiene en vigencia el sistema de la investidura es Gran
Bretaña, con la Iglesia Anglicana firmemente subordinada en vasallaje a la
Corona Británica (como antes de Gelasio I y de Carlomagno, una aberración
espiritual) y la Corona eligiendo y ungiendo al Arzobispo de Canterbury, cabeza
de la Iglesia Anglicana desde 1534 en que Enrique VIII (casado seis veces y que
murió sifilítico) declaró a la Iglesia de Inglaterra no subordinada a Roma sino
a la Corona Británica, según las reglas de la investidura feudal medieval. De
esta manera Inglaterra sería oficialmente el primer país europeo no sólo sin
ningún Pontífice (ningún “puente” entre el Cielo y la Tierra, ni material ni
espiritual) sino con lo espiritual subordinado férreamente a lo material,
la abominación de la desolación,
tal como sucediera en el año 70 d.C. cuando las águilas romanas tomaron posesión
del Templo de Salomón.
Enrique
VIII fue un rey contradictorio. En su idealista juventud condenó a Martín Lutero
y a su colaborador Melanchton y se ganó del Papa el título de “defensor de la
Fe” por esta condena. Sin embargo, en su madurez siguió el ejemplo de Lutero y
también rompió con Roma, erigiéndose él mismo como cabeza de la Iglesia de
Inglaterra, o sea como el Papa de Inglaterra, y obligó a los miembros de la
Corte de Inglaterra a refrendar con sus firmas esta determinación. Todos lo
hicieron excepto Tomás Moro, al que mandó ejecutar por haberse rehusado a
reconocerlo como virtual Papa y cabeza de la Iglesia de Inglaterra.
Posteriormente Tomás Moro sería elevado a los altares y hoy es San Tomás Moro,
patrono de los políticos incorruptibles. Simultáneamente Enrique VIII adhirió a
las tesis de Calvino, en especial a aquellas que aprobaban, en contra de Roma,
los préstamos a interés (como diría 450 años más tarde el inolvidable negro
Olmedo: “ya que lo vamo’ a hacer, lo vamo’ a hacer bien”).
Calvino
había establecido que, al contrario de lo instituido por la Iglesia y por el
Papa, cobrar interés sobre el capital es tan razonable como cobrar renta por la
tierra. Lo único que sí debía hacerse era cobrar intereses moderados.
Desde ese momento la polémica en el seno de la comunidad
prestamista y mercantil no era ya si debía permitirse el interés sino cuál debía
ser la tasa admisible.
Enrique
VIII se aprovechó entonces de inmediato de la nueva situación y al hacerse
calvinista solicitó oficialmente de los comerciantes de la City un préstamo al
diez por ciento anual (tasa que fue fijada como el límite del interés moderado)
poniendo así el primer sello real de Europa para la aprobación oficial de los
negocios financieros en Inglaterra y para el comienzo de una Deuda Nacional
(deuda de todos los súbditos) sometida al incremento del interés dentro de un
contexto en el que ya Iglesia estaba sometida en vasallaje al Rey según la
investidura feudal. El Altar sometido al Trono.
Y el Trono sometido al Interés.
Poco a poco se transformarían, a partir de esta circunstancia, las élites de
Europa, de monárquicas a políticas y de políticas a financieras, ya que Enrique
VIII había decidido pedir prestado (y había aceptado pagar de más, con interés,
cargando esta deuda a todos sus súbditos) lo que en los hechos podía tomar
gratuitamente de los financistas por ser el Rey de Inglaterra.
El
sistema feudal rentístico/financiero que propugna en el siglo XXI el eje
anglosajón Washington/Londres (Central del güelfismo a través de la masonería y
del liberalismo en la Edad Contemporánea) se basa en la investidura feudal
medieval: prohibición a otros países de ejercer su desarrollo industrial
(inclusive el militar) con recursos propios y con emisión de dinero propio
(prohibición de generar riqueza propia y de generar recursos propios y
obligación de aceptar recursos ajenos que ingresen como préstamos en cada país
con el reconocimiento de deuda correspondiente) y promoción del antiguo sistema
feudal por el cual todos los países y sus habitantes resulten finalmente
vasallos de sus señores feudales según la investidura, o sea, trabajando como
empleados en sus propias tierras de sus propios países para las empresas
transnacionales y sus asociadas (los nuevos señores feudales) que son las que
obtienen y acumulan las utilidades de las Naciones convertidas en territorios
tributarios.
A este
respecto cabe consignar que en 2002 el 60% del total de las operaciones de
comercio exterior mundial de bienes y servicios se realizó intragrupos, o sea
entre filiales y sucursales de los mismos grupos económicos al margen de las
Naciones soberanas, eludiendo las aduanas y los impuestos. En este sistema la
ganancia feudal es la renta del suelo, cobrada a los vasallos según el contrato
de investidura del terrateniente feudal, o su equivalente cobrado en el siglo
XXI bajo la forma de servicios de las deudas. Las deudas externas son entonces
los tributos feudales adicionales a pagar por los fieles “súbditos” (controlados
por capataces locales) y estos pueden emitir su propio dinero únicamente si este
dinero está “respaldado” en la moneda/divisa que desde 1694
(desde hace más de trescientos años)
emite con exclusividad el Club de los señores feudales financieros privados
anglosajones: la libra esterlina (desde el Banco de Inglaterra) y a partir de
1922 el dólar (desde la Reserva Federal).
Héctor Bardi