“-Si usted dice haber sido ministro de
Relaciones Exteriores de Franco, no debió haber aconsejado aliarse con el Eje,
el bando perdedor...
-Ministro de Asuntos Exteriores, del francés Affaires
Etrangères. ¿Cree usted que Alemania perdió realmente la guerra?. Pues se
equivoca.
-Cualquiera sabe que Hitler perdió la guerra, no creo que sea
válido discutir esto.
-Vea mozuelo, hay una historia escrita para la gente común,
como usted, y otra que es invisible a los ojos del vulgar, que la escribimos
nosotros, los que hicimos que la historia ocurriera. Con el tiempo aprenderá y
se acordará de mí. Mire bien, usted dice que los alemanes perdieron la guerra,
pero sin embargo mi Mercedes-Benz, ese que está allí, fue construido en una
fábrica que aún hoy está en manos de los nazis, la familia Quandt, es decir los
hijos de Magdalena Göbbels, la Primera Dama del Tercer Reich. Ellos son los
dueños. ¿Cómo es posible si perdieron la guerra que estas personas sean dueñas
de la fábrica? Y también lo son de BMW y en Italia los Agnelli son dueños de la
FIAT. ¿No estaban acaso ellos con Mussolini en Italia? Y en su país, ¿conoce
la empresa Techint, de los Rocca? Bien, Rocca fue ministro de Mussolini.
¿Qué puede decirme ahora?
-Nada, me asombra lo que dice, por supuesto no sabía esto”
Este diálogo tuvo lugar hace exactamente 31 años, en el
verano español de 1977. Y quienes elaboran ese interesante contrapunto son el
extinto ex ministro de Relaciones Exteriores del franquismo Ramón Serrano Suñer,
“el Cuñadísimo” , quien lidiaba verbalmente con el entonces joven de 26 años y
hoy investigador histórico Carlos De Nápoli. Seguramente, él mismo veraneando en
la península jamás se hubiera imaginado los vericuetos que le causarían en su
vida aquel encuentro. Tres décadas después, el destino lo planta frente al
dilema de exhumar aquellos documentos que permanecieron ocultos durante más de
sesenta años sobre aquella porción oculta del nazismo. Es que para el común
de la gente, el acontecimiento de la Segunda Guerra Mundial tiene que ver más
que nada con aquello que los aliados propalaron como real y certero, muchas
veces Hollywood mediante.
“A medida que pasa el tiempo, se hacen visibles en la
Historia más mitos que realidades”, afirma y seguramente evoca la sonrisa del
citado Serrano Suñer con su mentado “ustedes y nosotros”. “Y en estos casos,
siempre el mito es el principio del muro de la impunidad, pues inevitablemente
van juntos. Sencillamente, mientras el primero subsista, la verdad nunca se
abrirá paso para acabar con la segunda”, argumente e invariablemente esto se
puede trasladar a un sinnúmero de sucesos actuales en Argentina, incluyendo el
caso AMIA. “Ante la carencia de informaciones ciertas, se inventa un pasado que
quedó plasmado en esos ríos de tinta que aún fluyen”. Un inmenso caudal de agua
trucha en la cual el investigador debe nadar y a veces, evitar ser ahogado en
medio de semejante vorágine.
El poder de la causalidad
“No se sabe nunca lo que depara el comienzo de un día
cualquiera. Una mañana primaveral, la primera templada luego del invierno,
decidimos con mi mujer desayunar en el jardín. Mientras limpiaba la mesa recordé
que ese trabajo lo hacía siempre mi abuelo Blas. Al finalizar las comidas, con
una bandeja de metal, recogía las migas y después las arrojaba en el jardín. Los
pájaros que desde mucho tiempo atrás conocían la maniobra esperaban en las
cercanías para abalanzarse sobre las miguitas, luego de que mi abuelo golpeara
la bandeja en señal de partida y para no dejar rastros ni residuo alguno sobre
ella. Yo que tenía tres o cuatro años asistía maravillado a la maniobra que
provocaba revuelo entre los pajaritos. Cuando amanece el parque de mi casa se
llena con todo tipo de aves más grandes o pequeños según un horario no muy
definido. Quise repetir la escena vivida en la niñez, colocando para tal asunto
una bandeja pequeña en un poste, semioculta entre una Santa Rita del cerco y un
jazmín paraguayo. Recogí algunas nueces, hay miles debajo de los añosos nogales,
las rompí con un martillo, las desmenucé con las manos, y luego las esparcí por
la pequeña bandeja. Esa mañana no vi ningún pájaro posarse sobre ella, pero a la
mañana siguiente, observé que solo quedaban las cáscaras de las nueces rotas.
Los pajaritos debieron haberlas ubicado y se las comieron sin demasiado trámite.
A la mañana siguiente repetí la escena no percibiendo que de
inmediato se acercara ningún ave. Repetí todo hasta el fin de semana sin poder
ver a los ladrones voladores que se llevaban la nuez picada. Recordé mentalmente
escenas del libro de Julio Verne Un experimento del Dr. Ox o Un
descubrimiento prodigioso, no puedo precisar ahora en qué cuento estaba,
cuando relataba la sorpresa de los parisinos que en pisos altos de la ciudad
habían encontrado, en inexpugnables ventanas de las alturas, panfletos que
invitaban a asistir a un evento que se presumía trascendente. ¿Cómo se había
producido tal prodigio?. Me preguntaba que pájaro era tan astuto para comerse
las nueces sin ser visto, teniendo en cuenta que dediqué bastante tiempo a
espiar como resultaban las cosas oteando desde diferentes ventanas.
Recurrí a un ardid que mi queridísimo abuelo me había
enseñado: a veces golpeaba la bandeja, sin arrojar miga alguna, para ver como
los pajarillos buscaban la inexistente comida. Luego se las daba. Me explicaba
que era el reflejo de Pavlov, asunto que me llevó un par de decenios desentrañar
y ver que no era exactamente como había comentado pero sí bastante parecido. Así
decidí una mañana no poner comida alguna, aunque rompí las nueces como de
costumbre. Por esas circunstancias desayunamos un poco más tarde de lo habitual
notando de pronto que un par de calandrias, posadas en lo alto de una rama que
apenas podía sostener el peso de los pájaros, se balanceaban al parecer,
mirándonos de reojo. Estuvieron un rato atentas y alertas a nuestro movimiento
cuando vimos luego que de pronto un miembro de la pareja voló hacia la bandeja
metálica posándose suavemente sobre ella. La pareja de calandrias, en una
semana, asoció nuestra presencia en el jardín con comida sabrosa en el
recipiente. Al segundo bajaron ilusionadas a recoger las nueces molidas que
en aquel momento no hallaron por el viejo ardid. Casi de inmediato les llevé
las nueces que buscaban y algunas migas de pan. Más confiadas, a poco de
retirarme ya las estaban comiendo. Las tomaban de la bandeja y las bajaban al
piso para saborearlas con tranquilidad. En una semana apenas, estas aves habían
aprendido a asociar cuestiones que en mi interior creía que tardaría meses en
producirse. Como la zona donde vivo es muy arbolada, el parque se puebla al
amanecer por decenas de pajaritos de todo tipo como mencioné. Unos muy pequeños
también habían aprendido a comer minúsculos restos de nueces en el lugar donde
yo rompía éstas, pero eran espantados por las calandrias que no deseaban
compartir el almuerzo con nadie. Pero este pájaro tan inteligente, que cuida
nido y cría con vehemencia, es uno de los elegidos por la hembra del tordo
renegrido para depositar sus huevos. Los tordos son uno de los pocos pájaros que
no construyen nidos. Parasitan otros con sus huevos y pican arruinando algunos
del huésped, a fin de que al nacer, las crías intrusas sean mejor cuidadas por
la menor competencia. Mi abuelo no quería que los tordos hicieran puestas en los
nidos de la calandria y durante la primavera limpiaba los nidos de los arbustos,
destruyendo las posturas de los tordos. Yo no sabía de tal proceder hasta que
una mañana primaveral lo encontré subido a una pequeña escalera revisando un
nido y guardando algo en una bolsa de papel, ante las quejas de la hembra
calandria que no comprendía el proceder del abuelo.
Luego tiró la bolsa con lo recogido al cesto de basura.
Tendría por entonces poco menos de cinco años, pero me quedó grabada la actitud.
Por las tardes me leía cuentos pero aquella en especial, notando mi preocupación
por la extraña limpieza del nido, me dijo que los pájaros, las calandrias en
aquel caso, no sabían distinguir sus huevos de las posturas ajenas y de tal
forma crían al nacer a sus pichones con los ajenos. A mi abuelo la actitud de
los tordos le causaba gran molestia, tanto como para subirse a una escalera y
quitarlos de los nidos que tenía al alcance. El abuelo creía que las calandrias
sí sabían distinguir los suyos de los ajenos, pero que los criaban por su
instinto maternal. Con el tiempo leí sobre el tema, rechazando la posibilidad
planteada por el abuelo considerándola errada. Sin embargo, ahora que veo a
las parejas de calandrias tan vivaces y listas, me cuestiono si no tendría
razón, y los crían efectivamente por instinto maternal. Muchas veces me ha
pasado que cuestiones que creía sustentadas por basamentos más que sólidos
resultaron con el tiempo sujetas a revisión mental. Cuando terminé de desayunar
aquella mañana levanté los trastos observando que, aunque sobre la mesa habían
quedado migas, las calandrias no bajaban a comerlas. Un comportamiento extraño
para una pequeña avezuela que parece por cierto bastante inteligente. Dicen que
no viven en cautiverio. Mi abuelo no tenía jaulas y no quería ver los pájaros
encerrados. En cambio, el abuelo de Alberto Rachich, don Lucas, criaba con
esmero los pájaros en grandes jaulas. Cuando vi esas jaulas por vez primera
quedé impactado. Recuerdo que no quería que los asustásemos y cuando jugábamos
por las cercanías las cubría con una tela para evitar cualquier problema. A raíz
de las demoras por alimentar las calandrias y por los saltos de mi perro Max que
no posee muchas luces, llegué ese día un poco tarde al Archivo General de la
Nación. En algún momento el empresario Jorge Antonio, amigo personal del
presidente Juan Domingo Perón, me había comentado sobre la existencia de un
amplio prontuario sobre Mengele confeccionado por la Policía Federal. Por otra
parte un escritor, Posner, mencionaba la existencia de documentos sobre Mengele,
aunque éstos nunca habían sido publicados en edición alguna. La mención por otra
parte era tangencial, algo al parecer sin mayor importancia. Durante mucho
tiempo, por fuentes diversas, sabía entonces que existía esa documentación en el
Archivo General de la Nación pero nadie había podido acceder a ella. El
encargado de preservarla negaba la existencia de la misma en forma sistemática y
por la falta de índices documentales resultaba complejo reclamarla. El
bibliotecario, que hasta entonces tenía por buena persona, señaló que no había
mayores datos sobre Joseph Mengele, además de algunos recortes de diario, asunto
que era repetido con insistencia por historiadores y periodistas varios. Cuando
llegué al poco menos que lúgubre edificio, casi sin luz de ninguna naturaleza en
los pisos inferiores, me encontré que el bibliotecario antes mencionado se
encontraba almorzando, habiendo quedado a cargo del archivo una amable mujer.
Cuando le solicité datos sobre Mengele, me comentó el asunto de los recortes de
periódicos, entregándome todas las carpetas existentes sobre criminales nazis,
que son unas seis en total. Estudié con detenimiento cada una, sin llegar a
encontrar nada extraño o desconocido. Sin embargo, al revisar la última carpeta,
en cuya tapa se leía M. Bormann, veo con sorpresa que luego de algunos recortes
sobre Bormann, seguía un legajo policial completo sobre Joseph Mengele. Estaba
extasiado con los que había encontrado cuando veo que el personaje que había
vuelto de su almuerzo, al menos eso creo, recrimina a la empleada por haberme
entregado todas las carpetas. Al instante el personaje se acercó para
solicitarme que le entregara la sorpresiva carpeta alegando nimiedades. Por
supuesto no le entregué los documentos y solicité de inmediato la presencia del
jefe para denunciar la actitud del personaje, solicitando a su vez copia oficial
de la carpeta, ya que presumía no duraría demasiado. El jefe asintió y a las 48
horas tenía los documentos en mi poder. Vale destacar que con posterioridad a lo
relatado cada vez que solicité los documentos tuve problemas que debieron
solucionarse con la intervención de diferentes jefes. Los documentos contenían
información inédita proporcionada por la Policía Federal de la República
Argentina sobre el criminal de Auschwitz Joseph Mengele. Toda la vida estaba
resumida, debidamente documentada, en el prontuario del criminal. Figuraban allí
con pelos y señales sus amigos en la Argentina, una relación de quienes aquí lo
sostenían, y sobre todo, de la docena larga de casas y refugios que había
utilizado el delincuente en estas tierras”, asevera no sin razón.
En la mesa del bar donde tiene lugar la entrevista reposa su
último libro, Los científicos nazis en la Argentina (Edhasa,
octubre 2008). En él “analiza el rol relevante y criminal de los científicos
alemanes durante el nazismo, y la manera en que el resto del mundo se aprovechó
de esa “experiencia” una vez terminada la guerra. Protegiéndolos y olvidando su
accionar, aprovechando un saber manchado con sangre. La Argentina peronista no
fue precisamente la excepción”, según reza su contratapa.
Pero para ello es preciso viajar a una sucursal del infierno,
de forma mental: “Tenés razón con ese de que este trabajo es bien un descenso a
los infiernos. Pero es en solitario, pues no hay ningún guía como Virgilio que
se anime a acompañarte. No salís indemne mentalmente luego de bucear entre
tantos horrores para luego hallar una forma de relatarlo. Y tampoco podés
ficcionalizarlo, ya que es imposible jugar con una tremenda batería de
documentos que se te presentan como prueba única de unos hechos
incontrastables”.
Por eso, la labor tanto del investigador, como la del
historiador y a veces la del periodista comprometido suele tornarse en una tarea
forense de la que muchos precisamente no están aptos.
Carlos De Nápoli lo sabe, pues lo pasó el río Estigia de la
duda y navega hacia las brumosas playas de la verdad oculta buscando respuestas.
Fernando Paolella