Cuando todavía las multitudes desfilan en el Congreso nacional para darle el último adiós a Raúl Alfonsín, es pertinente deslizar algunas reflexiones. Sin duda con él se va un ejemplo de político nato, de aquella caterva inigualable que supo jalonar el siglo XX, de la talla de Perón, Balbín, Yrigoyen, Frondizi, Illia, lamentablemente escasos en esta época donde predomina el chiquitaje, el bastardeo y la compraventa de voluntades mediante sobornos o simplemente por el chori y el tetrabrik. Y sin duda, setenta veces siete mejor que el matrimonio que aún nos maltrata desde arriba. Este humilde escriba se refirió a su trayectoria el año pasado, con motivo de la instauración de su busto en la Casa Rosada. Y lo hizo aludiendo a su paso por la política sin omitir ni retacear sus virtudes y defectos, haciendo justicia con el veterano líder fallecido ayer.

Sin duda, es el último de su especie, alguien con quien se podía tener una charla amable café de por medio, que según quienes lo intimaron no le gustaba perder ni a la bolita. Pero un dirigente que no le gustaba hacerse de enemigos, capaz de sentarse a debatir con un adversario de manera civilizada, como lo hizo varias veces con Saúl Ubaldini, aquel dirigente cervecero quien a pesar de su enconada lucha respetaba y valoraba. Es que ambos iban de frente, sin chicanas ni traiciones de por medio. Podían reputearse de lo lindo, pero los dos estaban defendiendo ideales concretos, y no estaban peleándose por un vuelto en forma encarnizada.

Quien escribe estas líneas tenía 17 años cuando aquel domingo 30 de octubre el reciente muerto ilustre era consagrado el primer presidente de la recuperada democracia. Pero se encontraba ideológicamente en la vereda de enfrente, incapaz a causa de su juventud de percatarse los deseos de unión nacional que propugnaba el líder de Renovación y Cambio. Todavía lleno de resentimiento por la larga noche pasada de los 6 años anteriores, prefería cantar saltando “Llamen al gorila de Alfonsín, para que vea que este pueblo no cambia de idea, sigue las banderas de Evita y Perón”. Sin embargo, grande fue su sorpresa al percatarse que la facción del justicialismo en la que estaba militando, la renovación encabezada por Antonio Cafiero, prefería adherir a acompañar al Tercer Movimiento Histórico que andar tras los pasos de los adherentes a la metodología piromaniaca encabezada por Herminio Iglesias.

Estaba comenzando una nueva era, y había que entrar a ella por la puerta grande. Lamentablemente, muchos quisieron hacerlo por la ventana y el sueño terminó demasiado pronto de forma abrupta.

Don Raúl amaba la política, era un apasionado del discurso y hacía alambiques con la palabra. Desde el estrado, seguramente pudo percatarse de las oleadas de amor que le produjeron los miles de concurrentes aquel sábado eterno del 10 de diciembre de 1983. Sobre todo, aquel memorable recitado del Preámbulo constitucional en forma de oración laica., que encendía los corazones de también algunos acérrimos opositores.

En estos tiempos iracundos, en los cuales la incertidumbre de venidero, que es mil veces peor que lo real, su partida abre un inexorable interrogante que pone más huérfana a la sociedad. Sobre todo, en vistas del adelantamiento de los comicios al 28 de junio próximo. Nuevamente, en medio de las tinieblas nos hemos quedado sin padre.

Don Raúl, te vamos a extrañar.