Cada dos meses decía que no, que él no iba a ser candidato. Que había visto algo que no le gustaba y mandaba a que se metieran la candidatura en el culo, así nomás.
Un personaje extraño. Quiere y no quiere, quiere pero no es el momento, quiere pero por alguna razón no puede. Sea como fuere, siempre tuvo una frase para los titulares de los diarios.
Meses antes de las elecciones del 28 de junio de 2009, había hecho un balance en tercera persona de los que consideraba los tres presidenciables de 2011: “Kirchner ya fue presidente; creo que hizo cosas buenas y no sé si va a ser candidato en 2011. Macri, tampoco. Reutemann es mejor que los dos. Después de las elecciones, contamos los porotos y vemos quién gana. Estos son los desafíos que más me gustan. Para mí es a todo o nada”.
Era el hijo del que criaba “lolechone” y se casó con la más rica del pueblo. Después llegó la Fórmula 1.
Vivió en Cap Ferrat, en la elegante villa Waikiki, a ocho kilómetros de Mónaco. Eran los años dorados, en los que le decía a Mimicha: “¿Dónde vas a conseguir otro con más pinta que yo?”.
Cuando volvió a la Argentina en 1982, su mujer tuvo un brote psicótico, diagnosticado por el psiquiatra Eduardo Kalina, que la llevó a estar casi dos meses internada. Aunque se separaron apenas fue dada de alta, el divorcio llevaría casi veinticinco años. Cuando se casaron no tenían “una esterlina”, pero Reutemann había hecho una apreciable fortuna, muy bien guardada en un banco en Ginebra. No se ponían de acuerdo en la división de bienes. Mimicha dice haber cedido en la discusión. Inmediatamente después, Lole se casó con Verónica Ghio, a quien hoy escucha más que a nadie.
En Santa Fe es muy criticado por la oposición, pero en las últimas elecciones sacó el 35% de los votos.
¿Quién es Carlos Alberto Reutemann, el que quiere y no quiere?
Las dos gobernaciones de Reutemann (’91-’95, ’99-’03) fueron vistas por la mayoría de los santafesinos con buenos ojos. Estuvieron marcadas por un mismo concepto en el manejo de las arcas públicas: siempre gastó menos de lo que recaudaba. Sin embargo, las críticas a sus administraciones son feroces y están prolijamente documentadas.
La causa judicial por los nueve muertos en la represión de 2001 podría reabrirse y la comisión investigadora apuntaba directo hacia él. Lo mismo que la imprevisión por las obras inconclusas que generaron las inundaciones de 2003, con un saldo de más de ciento cincuenta mil evacuados y por lo menos veintitrés muertos. No se había comportado como un gobernante serio durante aquellos días grises. Su estado de ánimo era agresivo e infantil. Quería desentenderse de sus responsabilidades. Decía cosas como “yo no sabía”, “ningún ingeniero hídrico me avisó” o “Binner era intendente y tampoco hizo nada”.
Mal aconsejado o víctima de su arrogancia, había cometido el error de querer lavarse las manos. Se lo vio endeble.
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¿Era un gran piloto? ¿Era un piloto más? ¿Tenía problemas emocionales? Las cosas se fueron dando de tal modo que llevaron a que se lo relacionara con una serie de supersticiones. Muchos lo consideraban un tipo con mala suerte, y él se defendía: “Estuve a punto de ganar el Gran Premio de España en el año ’73 y se rompió una cruceta faltando dos vueltas. Eso es un problema mecánico. Matemática pura. En Buenos Aires me quedé sin nafta y podía haber ganado el Gran Premio. En Suecia tuve un problema con una cubierta. Yo no considero que esto sea mala suerte. ¿Vos creés que puede incidir la mala suerte en que se rompa un palier?”.
Su primer triunfo llegó en Sudáfrica, en el ’74, su carrera número treinta, dos años y dos meses después de su debut. Se sentía muy bien anímicamente, sabía que ese año comenzaría a andar bien, lo intuía.
Por aquel entonces decía no saber lo que era el miedo, pero sí la tensión, la preocupación y los nervios previos a la largada. “A lo mejor todo esto es miedo y yo no lo sé. A lo mejor… No dejo de pensar que en las carreras de autos desafío más a la vida que en una partida de ajedrez, por ejemplo…”
Sudáfrica le sirvió para exorcizar el papelón que había protagonizado en el Gran Premio de la República Argentina, el 13 de enero de 1974.
“Cuando dicen que a mí me falta valentía, da la impresión que lo que quieren significar es que yo levantara el pie. En caso de que tuviera miedo de manejar un coche de Fórmula 1, y tuviese miedo, por ejemplo, de tomar el curvón Salotto a 255 km/h, ¿qué es lo que tendría que hacer? ¿A qué velocidad tendría que tomarlo? Porque yo no puedo levantar el pie. Porque si lo levanto demasiado, se ve mucho, ¿no es cierto? Y se ve en el reloj; aparte, lo advertiría toda la gente. Pero vamos a suponer que por miedo a un accidente, a matarme, tomara el curvón Salotto a 230 km/h. ¿Creés que hay diferencia entre un impacto a 230 km o a 255 km? No, no la hay. Arriba de 180 km… chau.”
Su planteo era lógico, pero los 25 km de diferencia entre las dos velocidades cambian de modo sustancial el control que el piloto tiene sobre el auto. No era un cobarde, pero tampoco un suicida.
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Frank Williams se fue serio y preocupado del box número uno del circuito de Jacarepaguá. No habló con la prensa, no se detuvo ni a saludar a sus más íntimos colaboradores. Eran las cuatro menos veinte de la tarde. Todavía llovía. Lole ya se había sacado el buzo antiflama, las zapatillas y el gorro. Abrió su bolso de lona beige, sacó una remera amarilla que se puso al revés, con la etiqueta negra hacia afuera, y unos shorts azules. La carrera había terminado hacía ya una hora. Nadie fue a felicitarlo por el triunfo. En la escudería nadie parecía contento. Y eso era algo demasiado raro para un equipo que se llevaba por segunda vez consecutiva los dos primeros puestos. La primera había sido quince días atrás, en Long Beach, carrera en la que Lole lideraba el pelotón cómodamente hasta que tuvo que entregársela a su compañero. Como si eso fuera poco, encima también tuvo que aguantar las bromas de un exultante Alan Jones que se pavoneaba junto a una rubia, Miss Long Beach y una gran botella de champagne cerrada que no podían abrir, pues así lo especificaba el contrato con los inversores árabes, quienes tienen prohibido el alcohol, por lo menos en público.
Finalmente, días después de Jacarepaguá, Frank Williams no tuvo más remedio que enfrentar a la prensa y diplomáticamente dijo: “Tanto Carlos como Alan son pilotos de primer orden. Me puedo dar el lujo de decir que tengo dos pilotos número uno. La única diferencia entre ellos es que Alan está en el equipo hace muchos años y por eso tiene ciertas preferencias”.
La relación con el equipo se quebró y éste le dio la espalda a Lole, quien aun así ganó el Gran Premio de Bélgica. En el último año de competencia, desde Zolder, Bélgica, del 4 de mayo del ’80, hasta Zolder del 17 de mayo del ’81, Lole había logrado un récord único: diecisiete carreras de las que ganó cuatro –incluyendo el Gran Premio de Sudáfrica, sin puntos–; abandonó en España –sin puntos– por un choque; salió segundo y tercero cinco veces respectivamente; y cuarto y sexto una vez. Un récord, un éxito no reconocido de la manera en que lo merecía. Ya no tenía que demostrar que era un gran piloto, pero la gracia no lo acompañaba. Si alguna clase de justicia existía, ese año tendría que haber sido el campeón del mundo.
Alan Jones ganó la carrera, Piquet salió quinto, obteniendo 2 puntos. Lole quedó octavo, sin puntos. Tuvo que conformarse con ser subcampeón del mundo por un solo punto. ¿Un tipo con mala suerte?
El piloto de Renault, Alain Prost, opinó que “la falta de apoyo hacia Reutemann fue la que inclinó el campeonato a favor de Nelson Piquet. Resulta absurdo y extraño que alguien como Carlos, que dominó con tanta claridad en las clasificatorias, imprevisiblemente y a punto de largar la carrera encuentre inconvenientes en su auto. La situación es bastante sospechosa”.
Mientras tanto, el australiano Jones, el villano de la película, festejaba cínicamente la derrota de su compañero de equipo. “Cuando pasé a Reutemann sentí una sensación maravillosa –dijo–. Yo soy el mejor. No hay discusión alguna. Ahora quedó demostrado que él sólo puede correr en un concurso de Miss Argentina.” La venganza por haber desconocido las cláusulas del contrato en Brasil había sido ejecutada.
El comentarista italiano del Giornale di Genoa Ettore Gervasini puso las cosas en perspectiva: “Reutemann fue víctima de un sabotaje. Se provocó el déficit mecánico, un problema en la caja de cambios que retrasó totalmente al Williams número dos, hasta hacerle perder más de una vuelta con respecto al campeón saliente, Alan Jones. Se hizo padecer al argentino la mayor humillación de su vida. Tengo pruebas fehacientes del sabotaje, y si para muestra sobra un botón, fue más que evidente la forma en que se festejó la victoria del australiano Jones en el box inglés y nadie recordó que en la pista y con Reutemann, Williams perdía el campeonato del mundo. ¿Cómo puede ser que un piloto como Reutemann, que había establecido en clasificación 1 minuto 17 segundos 82 centésimas, no haya podido bajar en la carrera de 1 minuto 24 segundos?”.
Cada segundo había arriesgado su vida sobre un auto y había deshilachado su matrimonio por esa pasión que parecía más grande que el amor. Había perdido la infancia de sus hijas detrás de la gloria. Había invertido su juventud por una recompensa que prometía un lugar en la historia. Había apostado todo por un gran trofeo para la Argentina. Había soñado con “los papelitos” a su regreso y la emoción a flor de piel de todo un pueblo. Había hecho eso y mucho más por un sueño. Y había fracasado. Fue, sin dudas, el día más triste de su vida. Fue el día en que el héroe había sido definitivamente vencido.
Mimicha y Carlos se conocían “desde que a las chicas nos empiezan a gustar los muchachos”. Por entonces ella tenía diez años y él, catorce. Los fines de semana, cuando Carlos salía del internado, se cruzaban en reuniones en casas de amigos y en confiterías. De esa época viene su apodo. Una cuñada de Mimicha le preguntó qué hacía su padre y él contestó, con la inocencia de un monaguillo, que “aparte de las vacas, cría lo’lechone’...”. El estrépito de risas lo puso del color de los tomates. Desde ese día, cada vez que se referían a él, lo llamaban “Lolechone”.
“Sin embargo, no me enamoré de él a primera vista –cuenta Mimicha–, todo lo contrario, traté de ayudar a una amiga que estaba fascinada con él para que consiguiera su atención.” De todos modos, aquella niña caprichosa creía que Lole no gustaba de su amiga, sino de ella, que Lole la seguía de una forma sutil, tímida. “Años de un asedio silencioso” que sólo habían conseguido “las rabietas de mi amiga y mi indiferencia”. Hasta que un día los sentimientos aparecieron y comenzó a mirarlo con otros ojos.
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—En lo personal, me propuse casarme con Mimicha y cometí el gran error de mi vida –dijo–; luego quise tener hijos, y resulta que mis dos hijas lloran de noche y no me dejan dormir, y tengo que levantarme a calentar mamaderas…
—Si llegara a separarse de Mimicha, ¿volvería a casarse?
—No, no asumiría ese riesgo otra vez. Al riesgo de la Fórmula 1 ya lo conozco. En cambio, el riesgo del matrimonio… ¿quién puede saberlo? Son dos personas que se conocen, que se juntan y que después de tres años siguen caminando juntas a veces sin saber muy bien por qué. Yo creo que en la antesala de un matrimonio no salen todas las cosas a la luz.
¿En qué pensaría? “¿Yo? –se preguntaba–. No sé. En los autos. Todo el tiempo. O casi todo. Es mi vida.”
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En el ’76, de paso por Londres, cuando ya vivían en la Costa Brava, Lole no pudo evitar jugarse una picardía, pero lo agarraron. Primero se dijo que había sido ella, pero él mismo lo desmintió. “Estaba cerca de Harrods –cuenta–, era de mañana...” Se acordó que al día siguiente tenía una invitación para jugar golf con unos amigos y había dejado todo su equipo en Buenos Aires. Entró a la tienda y fue hasta la sección deportes. Tenía puesta una campera de esas que llevaba siempre. Iba de sport, cosa que no era muy común en Harrods, uno de los comercios más tradicionales de la ciudad, y se sentía mirado de reojo. Se tomó su tiempo para probarse cada prenda: “Y llegó el momento en que tengo que probar el putter. Esto es una cosa muy personal para cada uno que juega al golf. Hay que sentirlo con sutileza en la mano, es casi la definición de un jugador. Probé varios de esos palos y encontré uno que me gustaba y quise probarlo a fondo. Pedí un guante para ver cómo andaba, porque una cosa es probarlo a mano limpia y otra con el guante. Terminé, me saqué el guante y maquinalmente, porque no sólo jugando al golf uso guantes, me lo metí en el bolsillo de la campera y seguí hablando. Allí empezó el drama. El vendedor que me estaba atendiendo, un tipo de anteojos, pegó el grito. Se me acercó con otra persona y me acusó de haber robado el guante”.
Le explicó que si estaba gastando casi 160 libras, no se iba a robar un guante que valía sólo una, pero no hubo caso. Primero se hizo la denuncia policial y después el asunto pasó al juzgado. La acusación fue hurto “con el agravante de ser un hombre pudiente”. “Eso, en la ley inglesa es un calificativo muy importante cuando se trata de estos casos. No estuve detenido, sólo demorado el tiempo que llevó la denuncia y el sumario, pero me retuvieron el pasaporte. Yo había cometido un delito que no cometí, que se debía a un malentendido, pero eso a nadie le importaba: tenía que esperar el juicio.”
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Mimicha se sentía perturbada. Pero lo negaba, decía una y otra vez que nunca se sentía sola, porque su mundo estaba lleno de fantasías. “Juego a que estoy rodeada de gente, de enanitos, como yo los llamo. Son seres que me cuidan y me vigilan como los ángeles de la guarda. Sólo que mis enanitos no tienen alas, usan un jardinero azul gastado debajo de una camisa muy blanca, y unos zapatos con punta que se dan vuelta hacia arriba. Lo más gracioso es que no tienen pelo.”
Gabriel Pandolfo
Diario Perfil