Se nos solía enseñar en la universidad, en el marco de las concepciones doctrinarias liberales, que lo mejor que podía ocurrir era que fuese el mercado, es decir, la interacción entre oferta y demanda, la que determinara el valor de los bienes y servicios, mientras el Estado debía permanecer como mero espectador.
El tipo de cambio es un precio y lo único que lo hace diferente es que es el precio de una moneda extranjera expresado en términos de la moneda local.
Así, el tipo de cambio puede ser fijo o variable, según lo decida la autoridad monetaria de un país, su Banco Central, conforme a la política que adopte.
Sin embargo, conceptos tan sencillos se tornan en la práctica bastante más complejos porque en general los requerimientos de la realidad colisionan con las teorías.
Esa colisión entre realidad y teoría se transforma necesariamente en noticia relevante, gana las primeras planas, y empezamos a ser testigos del desfile por los medios de un sinfín de hipotéticos “especialistas” que se lucen con terminología incomprensible para el ciudadano común cuya prioridad es la resolución inmediata de problemas muchísimo más simples y terrenales.
Una prueba del antagonismo entre tecnócratas y vida real tuvo lugar en 1989 cuando la hiperinflación se volvió insostenible y aceleró la salida de un presidente constitucional a partir de la aplicación de una política de desregulación cambiaria donde la “mano invisible” debía ser en teoría la única directriz del valor del dólar.
Años más tarde, un ex ministro de economía de la gestión Menemista, implementó el Plan de Convertibilidad para frenar de manera drástica una inflación insostenible, medida correcta si se analiza desde la perspectiva de cómo estaban dadas las cosas en su momento, sólo que intereses político-especulativos promovieron la dilación en el plazo de la medida y esto se mantuvo durante diez años con las consecuencias que ya todos conocemos.
Entonces sobrevino la aguda crisis, seguida de una devaluación que favoreció a los sectores privilegiados para que pudieran licuar sus pasivos.
Dólar caro, altamente perjudicial para los sectores más vulnerables de la población que hizo necesaria la aplicación de medidas como retenciones a las exportaciones, la intervención del Estado regulando precios de servicios públicos, otorgando subsidios, etc.
El nuevo mecanismo funcionó razonablemente gracias al crecimiento económico que benefició al gobierno.
Que todo estaba funcionando más o menos correctamente pensaron erróneamente muchos, cuando de pronto, el incremento en el precio de los alimentos en todo el mundo se hizo presente.
Entonces se quiso imponer las retenciones móviles, pero no se pudo. Siguieron la Resolución 125, el voto no positivo y ahora, una puja por el aumento de salarios que sigue generando inflación. El sector empresario presiona por la suba del precio del dólar para protegerse frente a las importaciones, pero el tipo de cambio se sigue postergando porque si se incrementa el precio del dólar, se incrementa la rentabilidad de la soja y los alimentos y por ende los sindicatos vuelven a pedir aumento de salarios y los empresarios lo trasladan a los precios.
Una respuesta típica de libro sería elevar algunos puntos la tasa de interés, pero en la Argentina actual, con una crisis institucional que se trata de disimular por todos los medios posibles, con la baja credibilidad que tiene el país y sus gobernantes, no parece ser tan fácil.
Volviendo a la cuestión del tipo de cambio fijo, cuando el BCRA sale a comprar divisas, dólares, inyecta pesos en el sistema incrementando la base monetaria.
Este incremento de la base monetaria a su vez aumenta los medios de pago, las tasas de interés, los créditos, los costos, el consumo y/o la inversión. Consumo en nuestra Argentina actual.
Ahora bien, cuando el tipo de cambio es fijo, el circuito descripto en el párrafo anterior termina bajando la tasa de interés, mientras los inversores venden pesos para comprar dólares y se fugan capitales. A la larga el BCRA debe generar pesos que no tienen su correspondencia en dólares, por lo tanto disminuye la base monetaria, el Central tiene cada vez menos reservas y la única salida es la devaluación, que fue en parte lo que se hizo en 2001 incrementando los medios de pago sin aumentar la base monetaria restringiendo las reservas de los bancos. Los capitales se iban del país y bajaron las reservas del BCRA.
Asimismo, la devaluación también es promovida por un sector público deficitario, lo que termina resolviéndose tomando crédito interno o externo, o usando las reservas del BCRA.
Esta última solución genera el mismo problema, esto es que más tarde o más temprano, hay que devaluar porque el esquema es insostenible.
Si el tipo de cambio fuera variable entonces sería el mercado el que fijaría la relación entre monedas.
Es decir, si el país estuviera en condiciones de atraer inversiones, ingresarían los dólares y se apreciaría la moneda local. Al no llegar las inversiones, aumentaría la demanda de dólares, el peso se retraería y habría que ajustar esa diferencia o bien desalentando la compra o subiendo la tasa de interés interna que al bajar el precio de los bienes nacionales en dólares, incrementaría las exportaciones y generaría mayor ingreso de divisas.
Cuando la autoridad monetaria fija el valor de la moneda, se habla de flotación sucia, mientras que si no lo hace, se dice que la flotación es limpia.
A comienzos de este año, en Argentina, la inflación experimentada de manera general llevó a varios a cuestionar la política cambiaria.
Si consideramos lo ocurrido en la década de los noventa cuando se fijó el tipo de cambio, es fácil advertir que si bien la herramienta es útil en los procesos inflacionarios, si no se regula, en tiempo y forma, las consecuencias pueden ser iguales o hasta peores que el problema.
En el período de referencia, la realidad prueba que hubo incrementos de precios, el tipo de cambio real se apreció y desequilibró la balanza comercial, creció la desocupación, muchas empresas cerraron y otras se fueron del país.
Hoy, muchos consideran que seguimos con una convertibilidad encubierta donde se trata por todos los medios de sostener la equivalencia 1 a 3,95.- ó 4.- llevándolo cerca de 5.- para fin de año dado que resulta insostenible el precio del dólar actual.
Algunos opinan que es correcto acompañar el aumento de precios proporcionales al tipo de cambio porque eso sustenta la competitividad y se compensa el desfasaje cambiario nominal. Sin embargo, lo que no advierten éstos últimos es que dicho mecanismo debe necesariamente contrabalancearse con más subsidios que eviten mayor deterioro de los salarios, incremento en compensaciones y retenciones. Además, como algunos sindicatos van consiguiendo aumentos de sueldos, el riesgo que se corre de que se dispare más la inflación, es un hecho que resulta irrefutable.
En rigor de verdad, lo esperable es que la inflación por depreciaciones parciales o residuales, es decir por el crecimiento de la economía por medios artificiales, necesariamente perjudique a los sectores más débiles, asalariados, jubilados o quienes tengan planes sociales y esto determina una redistribución regresiva del ingreso. Y esta artificialidad encuentra su explicación en la interpretación arbitraria de la teoría keynesiana. Arbitrariedad entendible si se parte de la premisa de que sus intérpretes en ejercicio del poder nacional no entienden de economía y pretenden justificar con esto un hipotético “modelo”, que más que modelo resulta un perfecto disparate, cuestión que queda en evidencia toda vez que se nos informa de alguna medida nueva.
Por otra parte, el empresariado entiende que el tipo de cambio alto será factor de rentabilidad, pero no saben o no quieren saber que existen algunos otros mecanismos que no son la devaluación para equilibrar el sistema. Para sorpresa de muchos hay que decir que el tipo de cambio actual sigue siendo, a pesar de todo, competitivo.
Si se contara con credibilidad institucional, se promoviera la competitividad productiva, probablemente, en este esquema de dólar quieto e inflación creciente, se haría mermar la imperiosa necesidad que ve el sector empresario de devaluar.
Asimismo, siendo hoy el tipo de cambio más competitivo que en la década de los noventa, el sector empresario se enfrenta a mayores dificultades, y esto se debe a que mientras los costos de producción (materias primas, sueldos, presión tributaria, etc.) aumentaron desde 2002, el tipo de cambio real decreció más de un 40 % comparado al período hasta 2006.
Es decir, los precios duplicaron la tasa de devaluación y el tipo de cambio nominal lo hizo respecto del real, y si se devaluara ahora, el efecto se perdería porque se trasladaría a los precios.
Finalizando entonces, parecería que la única solución posible fuese incentivar la inversión en modernización de las unidades productoras a efectos de generar mayor competitividad, ayudar a bajar los costos de las empresas y sobre todo la carga tributaria, y para eso sería imprescindible la credibilidad institucional, una política coherente, estadísticas confiables, dialogar con los distintos sectores, consensuar y fundamentalmente, cambiar el discurso, es decir hacerlo compatible con las políticas llevadas a cabo o cambiar las políticas para que coincidan con el discurso. ¿Será posible lograrlo en esta gestión de gobierno?
Nidia G. Osimani