El aumento del gasto público a un ritmo superior al 35 por ciento y la emisión monetaria descontrolada están llevando la tasa de inflación a niveles insostenibles. Si a esto se le suma que el tipo de cambio observa un considerable retraso respecto de la evolución de los precios, el modelo comienza a mostrar fisuras y cruje.
Dicho en otros términos, si no se corrige fuertemente el gasto público y la emisión monetaria, la inflación se comenzará a medir en dólares y más tarde el impacto se producirá no sólo sobre los precios sino sobre la endeble tasa de empleo.
En poco tiempo, los empresarios no podrán seguir convalidando vía precios, los incrementos de costos —insumos, salarios, impuestos y tarifas—, y se verán tentados a conseguir vía importación los productos más baratos. Esto significa que la producción local, con precios en dólares crecientes, comienza a ser desplazada por el ingreso de bienes mucho más baratos, provenientes de otras latitudes, lo que terminará haciendo pedazos el empleo.
Esta decisión política de incrementar el consumo en términos exponenciales sin una expansión de la oferta de igual magnitud o superior, no es más que una ilusión y forma parte del complejo entramado político que teje el matrimonio presidencial de cara a los comicios de 2011.
Desde hace años que la tasa de inversión se encuentra por debajo del costo de reposición de capital. Esto demuestra que la Argentina no sólo no es un país atractivo para las inversiones sino que con el actual modelo económico, es un país donde pueden obtenerse fácilmente ganancias sin hundir capital. En el actual esquema, la corrección de las distorsiones vía precios termina retornando una rentabilidad enorme, para pequeños sectores. Si a esto se le suma el retraso del tipo de cambio, esa renta en dólares se convierte en una tentación para los capitales golondrinas.
No es casual lo que está ocurriendo en el mercado de bonos donde los amplios rendimientos de algunos papeles sumados a su ajuste por inflación o por PBI, los convierta en los principales atractivos del mercado. ¿Cómo se explica, de otra manera, semejante interés en la deuda de un país que está aun en default, tiene sus cuentas oficiales embargadas y transita desde hace años por déficit fiscal? Detrás de esta escena donde se conjugan inflación, retraso cambiario, altas ganancias especulativas y una ilusión de consumo, todo ello enmarcado en un ambiente de violencia y crimen por doquier, yace un fuerte deterioro del capital.
La estructura económica del país es obsoleta y muestra serios deterioros. Desde el capítulo de la infraestructura —no se ha invertido en exploración y refinación de petróleo, gas, generación y transporte de electricidad, caminos, ferrocarriles, puertos, aeropuertos, escuelas, hospitales y otros—, hasta la capacitación de sus recursos humanos, la Argentina de comienzos de siglo XXI es un país viejo.
A estas alturas, para la administración Kirchner, poco importa qué hay detrás de la escena. Lo único importante es mantener la ilusión del consumo sin importar los costos. Y no se trata solamente de la inflación cuyos efectos devastadores son bien conocidos.
Se trata del impacto que pesará sobre toda la estructura económica y sobre el capital.
El modelo de la ilusión del consumo se comió el capital instalado y no se preocupa por reponerlo ni modernizarlo. Desde el punto de vista de su capital físico, si la Argentina tuviera que adecuar su estructura de capital a los actuales niveles de consumo tendría que duplicar la tasa de inversión actual durante una década, eso equivale a la mitad del PBI o al total de la deuda pública. Algo inimaginable dentro del modelo regente y en el corto plazo.
Desde el punto de vista de su capital humano, la Argentina muestra un bajo nivel de profesionales. Apenas el 10 por ciento de la población cuenta con una graduación universitaria. Formar un profesional demanda años, pero formar una población universitaria demanda décadas. Esto pone de manifiesto que la Argentina presentará en los próximos años una producción basada en bienes de escaso valor agregado y servicios de mediana calidad, lo cual en términos relativos implica un descenso en la calidad de vida y en las posibilidades de empleo.
Este modelo regente, de neto corte corporativista y minoritario, no procura la distribución del ingreso sino apunta a generar inmensas ganancias a los sectores empresarios selectivos, empobreciendo al resto de la población. Y todo ello, con un desempleo encubierto y maquillado por el aumento del empleo público. Un esquema similar al adoptado por el régimen militar a fines de los '70.
Estas son las consecuencias de un modelo inflacionario, basado en ilusiones permanentes, el despilfarro y una estructura de poder prohijada en la alcoba y en el nepotismo, en la degradación de la institucionalidad donde el diseño de una agenda de Estado obedece a la voracidad del poder y no a las necesidades de la sociedad y de las generaciones futuras.
Miguel Ángel Rouco
DYN