Para el ministro de Economía, Amado Boudou el diario La Nación y el CEO de Clarín, Héctor Magnetto “son buitres y pulpos, porque van extendiendo sus tentáculos”. La deducción que obtiene Boudou ha sido la consecuencia de un fallo favorable a esas empresas, dictado por la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial.
Este uso vulgar del léxico, en boca de un ministro, apenas sorprende, en un contexto donde la violencia del lenguaje político ocupa el lugar simbólico que la acción directa tuvo en nuestro pasado reciente.
El uso de metáforas extraídas del mundo de la zoología es una vieja práctica, que persigue básicamente estigmatizar al adversario político.
Para Fidel Castro, los exiliados cubanos en Miami son “gusanos” y en nuestro entorno, el uso de expresiones como “infiltrados” en la época de la dictadura, remite a la idea de un virus infeccioso al que se podía tranquilamente extirpar o “aniquilar”.
Para los seguidores de la causa nacional y popular, sus adversarios son “gorilas” y en el pasado colonial, los judíos conversos que conservaban sus costumbres eran considerados “marranos”, una expresión de origen sefardí para referirse a la carne de cerdo.
El propósito que se persigue cuando se degrada al adversario político a la condición de gorila, buitre o gusano, es obvio. Se trata de deslegitimarlo a los ojos del público que sólo por inopia mental podría votar o confiar en seres que han perdido su condición humana.
El lenguaje es, como señalan los semiólogos, “connotativo”, es decir capaz de connotar o sugerir un significado diferente al sentido original de las palabras, que pueden adquirir así una nueva significación asociada al contexto cultural de los hablantes.
Este uso deslegitimador del léxico, está dirigido a obstaculizar el curso normal de la alternancia política y es un recurso retórico que constituye uno de los rasgos típicos del populismo.
Los líderes políticos que se consideran portadores de una misión histórica, que para su realización completa requiere más de un mandato constitucional, aspiran a perpetuarse en el poder y tratan de convencer a los ciudadanos que cometerían un error histórico si optaran por votar a gorilas, buitres o gusanos.
Para el politólogo español Rafael del Águila, existen dos modalidades contrapuestas en el modo de abordar el fenómeno de lo político. Una, basada en las visiones pesimistas, que se remontan a Hobbes, Maquiavelo y Carl Schmitt, que consideran a la política como un hecho conflictivo y violento.
En ese contexto, el lenguaje de la política es un instrumento más, cuyo uso como arma arrojadiza se legitima en relación con los fines que persigue el actor político frente a la oposición.
Para una segunda interpretación, que arranca con Aristóteles y es recogida en la modernidad por los filósofos políticos del consenso -Rawls, Habermas, Bobbio- los ciudadanos utilizan la palabra como la herramienta básica para deliberar sobre los asuntos públicos. De este modo, las personas se humanizan, dado que en la definición aristotélica, es el uso del lenguaje lo que separa al hombre de los animales.
En una visión democrática, las instituciones canalizan y posibilitan el intercambio dialéctico entre los miembros de una comunidad, que aspira a alcanzar ciertos consensos que faciliten la vida en común. Y los dirigentes políticos electos reciben sólo un mandato transitorio para gestionar un proyecto compartido que en su núcleo esencial debiera estar por encima de banderías partidistas.
La pretensión de sustraerse a la alternancia democrática, sólo puede entenderse como un residuo anacrónico de las antiguas monarquías hereditarias.
El léxico político es fiel reflejo de la sociedad. El uso de determinados términos nos proporciona información valiosa sobre los modos y comportamientos que caracterizan una comunidad política.
Si se efectuara un pormenorizado estudio sobre los usos del lenguaje en el actual panorama político de nuestro país, los resultados serían deprimentes. Y nadie puede negar el impulso consistente que esta dinámica recibe desde el proscenio gubernamental.
La Argentina necesita salir de este cruce visceral de improperios, para debatir sobre los medios y modos de construir una sociedad más productiva, eficaz, justa y solidaria.
Pero la condición básica que posibilita el intercambio de ideas es el reconocimiento de la legitimidad de otros puntos de vista y de otros intereses diferentes a los que cada uno defiende.
Para esto, es preciso sortear la trampa intelectual de los que piensan que han sido investidos por los dioses de una capacidad excepcional para diseñar el perfil de nuestro futuro.
Aleardo Laría
DyN