Un argentino es un italiano que habla en la lengua de Castilla, sostiene el lugar común, que por lo menos es cierto en la fruición por lo operístico. Y sobre todo, por los finales a toda orquesta, más cercanos a Puccini y Verdi que a Troilo y Piazzolla. En materia de política argentina, la muerte suele ser un factor decisivo. La reciente muerte del ex presidente y jefe político del oficialismo Néstor Kirchner lo expone de nuevo.
El 6 de septiembre de 1930, al presidente Hipólito Irigoyen, fundador de la Unión Cívica Radical, lo volteó un golpe de Estado que inauguró el ciclo de intervenciones militares. La sociedad toda (partidos, estudiantes, la prensa, los jueces) aceptaron y/o celebraron al golpista general Uriburu y una turba asaltó la casa de la porteña calle Brasil donde vivía, con gran austeridad, el defenestrado Irigoyen. No dejaron nada en pie y hasta sus papeles personales fueron arrasados mientras los espadones encerraban al presidente en una siniestra prisión situada en un islote del Río de la Plata. Pero tres años después, Irigoyen murió y entonces una multitud acompañó su féretro, cubierto por la bandera celeste y blanca, cargándolo a hombros hasta la última morada.
En 1935, un cantor de tangos que se había radicado en Nueva York para mejorar en su carrera, murió en un accidente aéreo en Medellín, Colombia. Los despojos de Carlos Gardel tardaron meses en ser repatriados y solo cuando miles de argentinos consumaron el rito de llevarlo en volandas hasta el cementerio de la Chacarita, Gardel quedó consagrado como mito nacional.
En 1952, la esposa del presidente Perón, Eva Duarte, quien no tenía cargo político alguno, murió de cáncer y sus exequias duraron 40 días. El país explotó de dolor y la señora Duarte de Perón se transformó en Evita, la Dama de la Esperanza, una de las mujeres legendarias del siglo XX.
Otro que tuvo un final fastuoso fue el propio Perón, en 1974. Claro que Evita solo tenía 33 años cuando murió mientras que el octogenario Perón, luego de 10 años de Gobierno y 17 de destierro, retornó, plebiscitado, en 1973, para morir poco después. A diferencia del primer Perón, este Perón anciano buscó consensos con sus opositores. Su ataúd, montado sobre una cureña (en la muerte, Perón ratificó que se sentía por sobre todo un general de la Nación), fue acompañado por lloroso gentío.
Para sustraerse a la necrofilia argentina, que lo horrorizaba, Jorge Luis Borges, cuando se sintió morir, en 1986, se fue a Ginebra.
El 31 de marzo de 2009 murió Raúl Alfonsín. Había sido el presidente que Argentina se dio en 1983, cuando emergió de la pesadilla de la última dictadura militar. Heredero de Irigoyen, Alfonsín alcanzó a gobernar los seis años que entonces le concedía la Constitución (una reciente reforma ha acortado el período a cuatro, con derecho a la reelección). De vuelta al llano, vivió con moderación personal y siguió actuando en el día a día de la política, con aciertos y errores. Su muerte provocó otro desborde popular. Distó de ser un hecho meramente simbólico. A partir del duelo, comenzó a actuar en el escenario público, como heredero del presidente radical, uno de sus hijos, Ricardo Alfonsín: a pesar de ser un cincuentón ya avanzado, nadie lo conocía. Hoy, este Alfonsín, un verdadero sosias de su padre, a quien imita hasta en las inflexiones de voz, es uno de los principales candidatos para las presidenciales de 2011.
Hoy es Néstor Kirchner el que ha sido despedido con acongojadas masas en las calles. Hace siete años, muy pocos habíamos oído hablar de Kirchner. Es cierto que su esposa, Cristina Fernández, era una legisladora conocida, pero solo en el ámbito parlamentario. El periférico político Kirchner gobernaba la remota provincia de Santa Cruz, en el confín austral. Un vasto territorio de planicies, montañas y costas, con una superficie en la que caben nueve Cataluñas, pero cuya población no supera la de Badalona. Desde allí, Kirchner se alzó con el poder en el que aún permanece su socia conyugal y política. Fue la odisea de un provinciano, un extraño para la gran urbe, esa Buenos Aires, que ya tiene un área metropolitana de 14 millones de habitantes sobre un total de 40 millones.
La muerte de Kirchner ha desatado una catarata de epitafios. El periodismo, poseído por la fiebre de los juicios definitivos acuñados sobre la marcha, ha desatado un torneo de retratos "definitivos", en general producidos por sus acólitos: Kirchner, un paladín; un líder histórico; una figura central de su época.
Critiqué a Kirchner con toda la dureza que pude, sin caer en miserias como el psicologismo de pareja ni el chisme, deformaciones que se cebaron en él. ¿Por qué habría que cambiar la muerte mis opiniones de ayer?
Kirchner desperdició la oportunidad de traducir la recuperación del país en avances duraderos. Dilapidó lo que más necesita Argentina, la corrección de sus instituciones y el saneamiento de su clase política. La ética personal, en un país castigado por la corrupción, nunca fue un valor para Kirchner. ¿Cómo puede un presidente multiplicar siete veces su patrimonio mientras gobierna un país?
Kirchner buscó blindar el poder bajo la peregrina idea de que toda crítica es "destituyente". Su mayor mérito fue el oportunismo y la audacia con la que aferró los resortes del Estado, haciendo suya la idea de Hegel, según la cual el pueblo es aquella parte del Estado que no sabe lo que quiere.
El poder le cayó a Kirchner casi por descarte. El entonces presidente Eduardo Duhalde, producida la gran crisis de 2002, pretendió que su sucesor fuera el ex automovilista Carlos Reutemann, traído a la política por Carlos Menem, quien lo promovió como gobernador de la provincia de Santa Fe -hoy es senador-. Reutemann no aceptó. Solo entonces, el dedo de Duhalde señaló al patagónico Kirchner.
Kirchner no tuvo rival en astucia, esa virtud menor que es útil para la política doméstica. Kirchner fue un virtuoso en el arte de manipular a los reyezuelos y barones que conforman ese paquidermo estatal que es el peronismo. Se destacó por su ingenio incesante para cavar antagonismos, a veces de manera salvaje. Construía enemigos a los que demonizaba presentándose como alternativa confrontadora, una epopeya negativa que sus fanáticos quizás sigan, a pesar de que en Argentina nadie que no sea un loco amenaza la institucionalidad ni deja de condolerse humanamente por el drama personal de la presidenta.
¿Se inaugura una nueva etapa política con la muerte de Kirchner? Lo dudo, porque a Cristina Kirchner le queda un año de mandato -siempre que no se altere el calendario electoral, cosa que en Argentina suele suceder- y son notorias la personalidad de la presidenta, sus ideas e incluso sus modos de operar. Por otra parte, ninguno de los múltiples "kirchnerólogos" que han proliferado, pudo descifrar, pese a intentarlo mil veces, diferencias políticas ni menos aún ideológicas, entre marido y mujer. No las hubo. La pareja funcionó en una alianza conyugal y política sin fisuras.
El elemento incógnito es la magnitud y la eventual supervivencia sobre la opinión pública del carisma que despierta la idea de un "Kirchner mártir". Su viuda tratará de mantener esa aura, prolongándolo, cristalizándolo, al amparo del oscuro nudo de culpas que la muerte desata en todo grupo, en toda familia, en todo país.
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Redacción de Tribuna de Periodistas