A veces la ficción supera a la realidad. No es esta la ocasión. Si bien, por razones de seguridad personal, los nombres incluidos en esta historia son inventados, dichos, actitudes y conductas conforman la cotidianidad del mundo actual. Entender las lógicas subrepticias que se esconden cuando un micrófono o una cámara se apagan, es comprender las relaciones laborales y humanas en el flujo comunicacional en un país en donde la inmoralidad es cosa común.

 - El hijo menor del sindicalista llamó y preguntó por vos y, aunque nunca nadie desde arriba podrá decirme qué programa no debe salir al aire, hay que tener cuidado.

 - Pero, ¿tan importante somos?, respondí incrédulo. ¡Si se cagó de la risa con la pregunta de si ganaba con su laburo! Y la pregunta era si ganaba minas, obviamente, jugando con el doble sentido. ¿No tiene otra cosa más importante que hacer Troyano?

 Parecía que no. Las notas en un sitio web, molestan, la columna de opinión en el diario “Alfil”, generó “turbulencias”, meterse con “el cajón abierto o cerrado”, fue motivo de ser acusado de sumarse “a la huachada de los services”. “El narigón” se sinceró conmigo. Aún no comprendía quién me bancaba o desde dónde me animaba a hablar en un país en el que prácticamente nadie se arriesgaba a nada.

 Soltaba una tibia carcajada enmarcada en frases como: “No nos podemos suicidar por la nada. Si ganaran plata o me hicieran ganar un mango con esas notas sin encuadre que molesta a los de arriba… vemos”. El programa debía cambiar o “así no seguíamos”. Poco importaba que los conceptos de periodismo los enmarcaba un hombre que había atacado al kirchnerismo cuando no existía defendiendo el nacionalismo del peronismo de derecha, y simpatizado con el gobierno actual para obtener la mil veces pedida licencia para que la competencia no lo borre del mapa. El periodismo no debía buscar la verdad sino confundirse con el marketing político, llenarse de “operaciones”, levantar información que solicitaran los de arriba, silenciar a los que “no representan a nadie” y, fundamentalmente, ganar plata; de esa forma, todos los otros conceptos podían discutirse.

 Mientras que en la tele, los aplausos ante la última gran bravuconada de una panelista del programa televisivo cuyo título numeral sumaba veintiuno, provocaba el mismo encanto en el único espectador allí presente en la antesala del estudio de radio, todos se unían, una vez más, a cantar las cuarenta contra el pulpo mediático del clarinete.

 Tras el vidrio, los hombres entrados en años hablaban del viejo líder y lo comparaban con el que recién se había ido. Se inflamaban la garganta con la palabra derechos, patria, nuevas voces y leyes de la democracia mientras un colega sufría apretadas y malos tratos por una nota con un hijo de. Pronto se hablaría de un expediente solicitado por el hombre de las pautas, el ser que digitaba las grillas radiofónicas y televisivas, el hueso más difícil de roer que era capaz de observar como un medio se deshidrataba mientras su director clamaba por un vaso de agua. A los enemigos, ni piedad, afirmaba.

 Para colmo de males, trabajaba en un canal público de televisión que, como nueva medida de concientizar a los ciudadanos bienpensantes y, en una nueva muestra de “profundizar el modelo”, cambiaba su logo por el nombre de una mujer, casualmente la presidenta, acompañada por las iniciales de la palabra televisión: “CRISPINA TV”. Mi país, Aretina, revivía discursos de antaño plagado de totalitarismos en donde las minorías no tenían ni debían expresarse, al menos con el mismo tiempo ni respeto que los integrantes del partido “Nacional y Popular”.

 El progresismo del partido “Nacional y Popular” había sido una creación del primer presidente integrante del mismo, allá por el año 2003. Luego de desprenderse de “El Jetón”, un presidente que había alcanzado el cargo máximo de todos los aretinos tras la crisis económica y social del radical Florencio en la Ruta, “Néstor” había gobernado por cuatro años para la inmensa alegría del pueblo. En ese período Aretina había logrado independizarse económicamente de las ataduras de los organismos internacionales de crédito, renovado la Corte Suprema de Justicia, peleado incansablemente por los derechos humanos —aunque en los manuales de historia se habían borrado los antecedentes previos de “Néstor” durante la última dictadura militar— y aplacado el hambre, la pobreza y la injusticia social. Los logros eran repetidos incansablemente por el aparato comunicacional estatal.

 Las nuevas voces encarnadas en la ley de la democracia eran las mismas de siempre, excepto por la incorporación de algunos jóvenes (joven era una expresión de moda aunque sus edades promediaban los 40 y sus discursos vivían sumergidos en utopías pasadas que iban del Che Guevara a Juan Manuel de Rosas pasando por Montoneros). Plagados de mataderos como los que reflejaba Esteban Echeverría, aquel que atinaba a cuestionar “el modelo” debería sufrir las consecuencias que iban desde el silenciamiento en los medios de comunicación –un tercio del gobierno, otro para los capitalistas amigos del gobierno y otro para los socialistas y cooperativistas también amigos del gobierno de turno-, un juicio público con escrache incluido o bancarse operetas y aprietes de distinto color y gusto.

 El día del estreno de la nueva película titulada “Muerto el Rey, viva el rey”, me sentía más perseguido que de costumbre. La recreación del ex presidente por el último galán de moda y el plano en donde destellaba el llanto de Crispina en la soledad de una pieza de la modesta residencia en el fin del mundo, por la actriz Florencia Peñaloza, no había producido en mí las sensaciones que sí habían despertado en el resto de los espectadores. Llantos, cánticos, abrazos y un país en donde todo parecía color de rosa. Sin embargo, en las calles cientos de aretinos revolvían la basura —eso sí, con dignidad decía la presidenta— buscando el cofre de la felicidad. Ellos no tenían la suerte de contar con un “príncipe feliz” del genial Oscar Wilde que diera sus pertenencias y hasta su vida por ellos. En los films, sí. Únicamente allí el cuento completaba su círculo. Ya ni siquiera les interesaba agolparse a las vidrieras de los locales que reflejaban los partidos de fútbol a toda hora y todos los días a color y en tres dimensiones gentileza del proceso de modernización tecnológica.

 Imágenes de un mundo ficcional. Mientras tanto, la golondrina de Wilde llevaba y traía los mensajes que le pedía su príncipe. Así, moría lentamente. La verdad, también.