En materia de teología (una ciencia para los creyentes, una pseudociencia según mi óptica), y a propósito de los atributos entitativos de cierto “ser perfecto” creador de todo lo existente, engarzamos con un ente necesario que se halla fuera de este “mundo” al que pertenecemos; con un Ser Supremo absoluto que presenta los atributos de omnisciente, omnipotente y omnipresente, entre otras cualidades que hacen a su perfección.
Ahora bien. ¿Qué nos enseñan las ciencias naturales como la geología y la biología? O mejor, ¿qué podemos leer en las capas geológicas superpuestas que contienen restos fósiles de seres vivientes extinguidos en gran profusión?
En dos ciencias, a saber: la geología con su sistema de datación del carbono 14 y otros métodos más modernos, y la biología en una de sus ramas: la paleontología, se ha calculado que en la formación de la Tierra como planeta biógeno (generador de vida), la aparición de la vida primitiva sobre su faz y su posterior evolución, han demandado un dilatadísimo periodo, tan extenso que no condice con acción creadora alguna por parte de un ser supremo omnipotente, es decir, que todo lo puede, incluso crear la Tierra y toda la vida existente sobre ella en un instante o en breves etapas.
En efecto, habría que pensar que para un ente tan poderoso como el ideado por los teólogos, esto sería perfectamente posible, puesto que el término omnipotente aplicado a un ser absolutamente perfecto involucra precisamente lo Absoluto, para quien nada, absolutamente nada, debe ser imposible.
Sin embargo, en la naturaleza todo se ha realizado a pasos, y no precisamente mediante pasos firmes, seguros, infalibles, sino tambaleantes, inseguros, infinitas veces vanos por haber intentado transitar por inútiles senderos truncados.
Todos hemos oído hablar de la evolución de las especies vivientes.
Al principio esta idea se tomó como un insulto al creador, pero hoy la ciencia se halla persuadida de que la evolución de la vida es un mecanismo real y no una idea; un hecho y no tan sólo una hipótesis o teoría. Existe seguridad acerca de su existencia porque es un hecho demostrable.
La paleontología, la anatomía comparada, la genética, la embriología, la ecología, la serología, e incluso la misma psicología animal y la moderna etología (ciencia del comportamiento animal y humano, entre otras varias disciplinas), se aúnan para demostrar el hecho de la transformación evolutiva de las especies vivientes ya sean estas animales, vegetales o virus. Todo se conjuga para que no haya dudas. Pero no es sólo esto; también es la lógica, nuestra lógica, la que encuentra en el hecho de la evolución, una perfecta explicación de la presencia en nuestro planeta de las tan variadas flora y fauna.
Tan lógico es pensar en una evolución de las especies como el hecho de descubrirla y demostrarla, es tan lógico como impresionante pues raya en lo irrefutable. Es tan racional que asusta, tan dialéctico que desilusiona al principio a quien siempre creyó en una creación desde la nada, quien finalmente, si no se halla en extremo obnubilado por una poderosa fe, debe ceder ante un razonamiento tan lógico como el que exige la presencia de los seres vivos en continua acción transformativa a la luz de la Ciencia Experimental a “año luz” de la pretendida ciencia teológica, a todas luces esta: una mera pseudociencia.
Con mayor fuerza se experimenta el convencimiento dentro de este razonar lógico, si a ello añadimos el importante factor tiempo, el tremendo lapso de tiempo que fue necesario para cristalizar (provisoriamente) la transformación planetaria y la evolución de los seres vivientes.
La geología nos dice, por ejemplo, que la Tierra se formó hace unos 4.550 millones de años a partir de gas y polvo interestelares. Los primeros organismos vivientes que aparecieron hace unos 3.850 millones de años según cálculos paleontológicos, eran rudimentarios. Pero si escarbamos aun más en los orígenes, la astronomía nos sale al paso con una cifra realmente “astronómica” para el origen del universo 13.700 millones de años.
Sin embargo, en virtud de hallarme tratando el tema desde un punto de vista biológico, detengámonos en la cifra calculada para el tiempo transcurrido desde la primigenia forma de vida planetaria: 3850 millones de años.
¡Es una cifra que hace pensar…! Analicémosla detenidamente. Pensemos en su significado, en la cantidad de minutos, horas, días, meses años y evos transcurridos desde aquel caldo orgánico en donde una incidencia energética (rayo cósmico; descarga eléctrica, radiactividad natural planetaria, etc.) dio comienzo a la cadena de reacciones bioquímicas que, por lentísima compleja acción, originó la vida y su variabilidad.
Es esto una petición de principio, dirán algunos, porque supongo precisamente lo que hay que demostrar. Doy por sentado lo para muchos indemostrable, es decir la existencia de una atmósfera primitiva esencial para el fenómeno vital incipiente, la formación de un imaginario caldo de cultivo, la incidencia energética, la cadena bioquímica, etc.
Pero esto último no es así, porque precisamente la bioquímica, con el apoyo de los últimos datos astronómicos que indican la impresionante profusión de elementos cósmicos existentes, como galaxias, estrellas, planetas… agujeros negros, etc.; en nuestros días ya se halla en condiciones de afirmar que tal evento fue posible, y que lo es aún hoy en diversos puntos del universo galáctico.
Si bien la pseudociencia teológica, con pretensiones de ser una ciencia, podría salir al cruce de estas dificultades y aducir que para su dios 1000 o más años son un instante o que incluso 4000 millones de años no significan tiempo para un ser atemporal, de todas maneras lo cierto es que la naturaleza ha procedido gradualmente.
El hombre ha llegado a conocer que todo en el universo se cumple por etapas, muy lentamente, en una secuencia que exige que primero sea A, luego B, después C…y así sucesivamente, y esto demanda tiempo para el hombre.
El dilatado camino recorrido por la evolución es un hecho real que encierra infinitos procesos sucesivos, graduales, paso a paso; es decir nada de creación súbita (o en escasos seis días, según el texto bíblico).
¡Cuatro mil millones de revoluciones planetarias alrededor del sol para la creación de los organismos complejos! ¡Esta es una barbaridad de tiempo para admitir de paso a un ente creador omnipotente!
En cambio, ¡qué bien cuadra esta descomunal dilatación temporal para una evolución bioquímica de la vida, paso a paso, por tanteos al azar, por eliminación de caminos errados que constituyen casi el ciento por ciento!
Primero los coacervados, luego los genes libres, según las hipótesis en boga. Luego quizás los virus hasta formarse la primera célula viviente en el verdadero sentido de la palabra. Es decir, un ser constituido de núcleo, protoplasma y membrana celular.
En el núcleo, un código genético determinante de las formas vivientes y su comportamiento, contenido en los cromosomas en forma de ácido desoxirribonucleico (ADN, es decir genes).
Los comienzos pudieron haber sido otros que los señalados por las teorías en boga, pero esto no tiene importancia. Lo cierto es que la formación de vida y su evolución es básicamente posible desde el punto de vista científico, sin necesidad de intervención alguna de cierto ente todopoderoso, sin necesidad de principio vital alguno que organice la materia viviente.
Todo paso a paso, por sondeo azaroso, error, vuelta a empezar y… tiempo sobrante. Una molécula más otra molécula y… ¡nada! Millones de combinaciones idénticas y… ¡nada! Trillones de combinaciones; descomposiciones; recombinaciones. Hasta que por fin se obtiene cierto éxito, pero sin indemnidad alguna en el futuro: la producción de moléculas gigantes y complejas que aun nada tienen que ver con la vida.
Luego… otra vez trillones de combinaciones, desintegraciones y recomposiciones, hasta por fin lograrse un proceso autónomo de admisión de nuevas moléculas, en un encadenamiento de hechos casi todos ellos fallidos, hacia la composición de un organismo viviente, aunque más no fuera ¡un gene libre!, una cadena de ADN capaz de dar calcos de sí misma. Y esto a lo largo de millones de años para poder hablar de un ser rudimentario que metaboliza, crece y se reproduce, producto de la ¡casi nada! de éxitos.
¡Qué lejos todo esto de una cierta creación ipso facto de la nada!… nada menos que en 6 días según el cuento bíblico. Pura pseudociencia teológica inventada por nescientes.
Si realmente existiera una inteligencia total, omnipresente y todopoderosa, sería ridículo que semejante ente se valiera de tan dilatado lapso de tiempo y de puros tanteos al azar (el 99,999 % de ellos truncos e inútiles. (Según Ernst Mayr, citado por Heinrich K. Revén en su libro: ¿Se extinguirá la raza humana?, Barcelona, Planeta, 1982, pág. 95) para lograr una flora y una fauna como las actuales (muchas especies agresivas, patógenas y ¡otras cositas! y un ser consciente como el hombre.
Ese lentísimo y vacilante mecanismo bioquímico, más bien concilia con una concepción evolucionista natural por eliminación azarosa de infinitos procesos naturales ciegos (mutaciones genéticas de por medio) que se instalan a cada instante en el mundo, casi todos ellos carentes de posibilidades de supervivencia.
Y no es eso todo. El ínfimo porcentaje, la casi nada que pudo continuar adelante como proceso viviente, ¡carece de garantía alguna de supervivencia perenne! Cualquier día o noche que nos choque un cuerpo de gran masa proveniente del espacio exterior, puede terminar con todos nosotros.
Luego de toda esta disquisición, vemos que la teología que pretende ser una ciencia, es a todas luces una mera pseudociencia o una ciencia de la nada.
Ladislao Vadas