Le llamábamos “camorrero” al chico que buscaba riñas o discusiones violentas y ruidosas. Después la historia nos enseñó que provenía de un método de cierta organización secreta napolitana equivalente a la mafia siciliana cuyo objetivo consistía en “armar la camorra”, vale decir, organizar el conflicto para arrodillar a la población sometiéndola en una permanente crispación y de ahí conseguir el enriquecimiento anhelado aprovechando los miedos, las extorsiones, las cooptaciones, las zonas liberadas, los jueces entregados y —fundamental— el dominio de la calle.
Al capo camorrero de Nápoles se lo consideraba implacable mientras ejercía el poder omnímodo de la organización. Cuando caía en manos de la justicia “mani pulite” —o eventuales rivales— perdía automáticamente su soberbia y el cobijo de la “omertá” para asumir el pánico tembloroso del pollito mojado.
Empezó este juego mefistofélico en la lejana Santa Cruz. Néstor Kirchner presidente del banco provincial organizó un plan de viviendas tras intensa propaganda. Brindaban un acceso irrestricto a los créditos hipotecarios con insólita generosidad para “los que menos tienen…”. El conflicto y la convulsión aparecieron entre la inflación y la famosa resolución 1050. Aquella organización “napolitana”, comandada por un matrimonio crispado y un arquitecto secuaz, blandieron sus primeras armas en una poco sutil industria del enriquecimiento ilícito con dineros públicos y privados. Era fácil el método, al que no podía pagar ciertas cuotas locamente indexadas se lo sacaba del pozo oblándole por el inmueble gravado las chirolas de un precio vil, así se inauguró una colección dantesca de casas, casitas, departamentos y campos escrituradas a favor de un muy familiar patrimonio.
En las gélidas costas del Tirreno patagónico, en 1993 se le prodigó al voraz gobernador un cheque por 710 millones de dólares en pago de regalías atrasadas por la producción de hidrocarburos. Fruto de una vieja lucha de los anteriores mandatarios provinciales cuyos desvelos sólo sirvieron para rellenar las misteriosas alforjas o bóvedas de la organización familiera y “unita” que en esos momentos dominaba la provincia con un chicote de acero: “…que los depositamos en la Reserva Federal de U.S.A” “...que están transformados en obras públicas de la provincia” “que están en un banco de Luxemburgo…”, etc. Tan siciliano resultó el affaire que los expedientes judiciales sobre la mega-mexicaneada permanecen somnolientos en los despachos de jueces y fiscales componentes de la famiglia sanguínea, desde luego, hasta que opere la siesta de la prescripción.
El episodio de la ultra-célebre valija de Antonini Wilson nos dejó una enseñanza que supera la historia de Nápoles, Sicilia y Calabria juntas. Al enterarse del suceso la señora presidenta, con inaudita velocidad culpó al gobierno norteamericano y al FBI de armar una “operación basura internacional”. Ya los habitantes santacruceños hablaban de la astucia diabólica del sistema kirchnerista al achacar sus propios entuertos a los demás, o a rivales, enemigos o víctimas como el Procurador del Tesoro ilegalmente expulsado de su cargo.
El equipo gubernamental del régimen ha incorporado un canciller camorrero, crispado, “hablantín” como gustaba desdeñar Lugones e irresponsablemente “gallito”. Ya no se trata de las relaciones de la provincia feudalizada de los maravillosos glaciares, nuevas y suntuosas mansiones, gigantescos hoteles vacíos y ahora hasta mausoleos bonapartianos. No deseamos los cuarenta millones de habitantes -involucrados en esta nación- generarnos otros conflictos internacionales peligrosos por el cacareo inútil y ridículo de personajes desequilibrados y faltos de la elemental idoneidad para el cargo que ocupan.
Nuestra seguridad interna frente a la guerra con que nos mortifica un hampa soliviantada está en manos de una partícipe de la violencia terrorista de los años setenta, muy lejos todavía esta señora de las ponderables conductas exhibidas por la doctora Bachelet y el presidente Mujica. Las relaciones del Estado Argentino con las demás naciones del orbe reposan en el voluble criterio de quien fuera director del diario La Tarde, propiedad de Eduardo Emilio Massera en el apogeo de su poder. “In God we trust”.
Ernesto Poblet