Hay que estar ciegos para no ver el tamaño, la profundidad, repercusión, y
presencia de la obra de Jorge Luis Borges y Pablo Neruda. Algo más que ciegos
para seguir sin ver, la distancia, los abismos entre sus
definiciones políticas e inclusive poéticas, la sombra inútil de sus
pasos, los hábitos del papel y la carne, inequívocos de Borges y Neruda.
Separados por la
cordillera, Borges entró prematuramente en sus laberintos y en la edad
madura, ya ciego, buscó afanosamente al otro Borges, quizás al verdadero.
Neruda, de sus juveniles, torrentosos y dolorosos amores del Sur, dio un giro
definitivo en su poética y vida política, en España, en medio de la Guerra
Civil.
Un
mundo para las enciclopedias, bibliotecas, las leyendas nórdicas, el islam,
el Quijote, Cherteston, el tiempo, para ser porteño, universal, un planeta
articulado en el lenguaje, las palabras, auténticamente borgeano. Neruda, en
cambio dedicó su vida entera a
alabar, desentrañar la materia, los oficios, las cosas, la gente, el amor, la
política, Chile, se instaló en el centro de la vida.
Se refugió Borges en las bibliotecas, conversaciones
amicales, y camino detrás y adelante de sus pasos por las tardes de Buenos
Aires y orilló la ciudad que llamó eterna como el aire. Neruda,
se llenó de lluvia, melancolía, Sur, crepúsculos, geografía y de
amores, en medio de los grandes acontecimientos políticos y sociales de su
tiempo.
Se conocieron, habían elogiado sus primeros libros de poesía
con fervor porteño, con pasión telúrica, no se construyó un puente de
amistad y en su tiempo, fueron dos grandes extremos colosales, la derecha y la
izquierda, manos que nunca se dieron.
Pero sería muy simple observar el planeta Borges, el
planeta Neruda, sin matices, bajo el cielo acerado de la Guerra Fría, y mirar
la realidad con un mismo espejo borgeano o un cristal nerudiano, en un
panorama plagado de pequeños retrovisores que recorren las calles y el
paisaje, la geografía humana de su tiempo, el siglo XX.
En vida se dijeron algunas cosas, más bien diría, se
olfatearon como bestias sagradas y no abandonaron sus propias pieles, pero se
encargaron de marcar su entorno. Borges tuvo la paciencia de rehacer algunos
textos, borrar, desparecer otros, de trabajar una obra con un tejido de telar
invisible que se bifurca y retorna buscando el centro. Neruda sólo dejó de
escribir cuando la muerte le pidió un epitafio. No revisó su obra, y dijo
que partir de la Guerra Civil
cambiaba su poesía porque el
mundo había cambiado, pero su abanico fue interminable, pentagrama infinito,
Neruda le soplaba al oído al mar y se acostaba en la tierra.
Orígenes muy distintos el del argentino y del chileno:
Borges más cerca de la tinta, Neruda de la sangre. El recurso borgeano
inagotable de la memoria, los antepasados,
la argentinidad, las lecturas, la historia, los clásicos, la revisión
del texto, el constante pulso con la palabra. Neruda, de tanto amar nacen los
libros, de vivirse, de moverse en
y con la historia en su tiempo.
De joven anarquista, amante melancólico, se transforma en bandera roja, en
amante, vivencia de la mujer, la patria, América, el mundo. Su oda es al
amor, a todo lo que le rodea a las luchas sociales. Ya no se detendrá,
transformará en poesía lo que encuentre a su paso, lo que le dicte el corazón.
Toda la materia será su universo poético, el hombre,
la arcilla, la madera, la
larga costilla de Chile, arenosa, salina, volcánica, quijotesca
en su geografía despedazada, en la acidez del limón de sus pechos,
dulzura de su frente y el aplanado quebradizo ombligo, donde la nieve borra
toda posibilidad de sueños.
Borges, porteño raizal,
antiperonista obsesivo, conservador, conversador de pocos amigos, milonguero,
busca una y otra vez al Otro Borges, recorre el río de Heráclito quizás
para bañarse una y mil veces en
su misma agua, sin ir a la mar, que es el morir, permanecer en el tiempo
circular, adivinar quizás el ciego porvenir, resignarse a la vida, tapar de
palabras los relojes en el
secreto tic tac de las palabras.
Dos talantes muy distintos en Nuestra América,
Borges y Neruda, se levantan hoy como íconos indudables de la literatura
latinoamericana y universal castellana. Ellos edificaron una obra, trazaron un
camino y no son pocos los recodos
en la ruta de la literatura. La poesía suele tener caminos aún más ignotos.
En ambos se conjuga una frase del argentino Ricardo Piglia,
en el Epílogo de su mágica obra de ensayos: Formas Breves: “La
literatura permite pensar en lo que no existe pero también lo que se anuncia
y todavía no es”. Neruda y Borges escribieron, a su manera, su vida.
Rolando Gabrielli