Si bien lo que sucede con las estrellas (novas, supernovas y otras conductas alocadas de estos astros) resulta desconcertante cuando buscamos en ellas, en su curso existencial regular, cierto orden, alguna lógica o razón de ser de tanta cifra y variedad, podríamos inclinarnos a pensar que quizás en las galaxias (esos colosales conglomerados de soles) es donde se halla la verdadera armonía de los cielos, tan cantada por muchos.
Sin embargo, una vez más la astronomía se encargará de desilusionarnos.
También, como en el caso de las estrellas, se habla de miles de millones de ellas (las galaxias) en otro exagerado derroche de elementos cósmicos que alejan aun más la vieja idea de un centro del universo que ocuparíamos nosotros, ya que, no con nuestra Tierra ni con nuestro Sol, al menos con nuestra galaxia que bautizamos “lechosamente” como Vía Láctea.
La propia Vía Láctea con sus miles de millones de estrellas (Carl Sagan, Cosmos, Barcelona, Ed. Planeta, pág. 10.), se nos transforma en un punto en el concierto universal. Un punto nada privilegiado aunque momentáneamente –hablando en tiempo a escala cósmica- se encuentra en estado más o menos manso.
Si echamos una minuciosa mirada a estos universos-isla que son las galaxias, advertimos que lejos de representar un cosmos-orden regular, armónico, donde reina la paz, por el contrario nos invitan a pensar más bien en un auténtico y gigantesco Anticosmos sinónimo de antiorden.
En primer lugar, nos daremos cuenta de la heterogeneidad de formas que se presentan con sus diversos tamaños, a saber: espirales más o menos normales; espirales con bandas de polo interestelar y gases ubicados en forma transversal que las transforman en barradas; desde pequeñas e insignificantes que se denominan enanas elípticas, hasta colosales supergalaxias elípticas, gigantes que pueden contener más de un billón de soles.
Una inacabable variedad de galaxias irregulares de las formas más caprichosas nos indican a las claras que tampoco estos objetos del espacio se hallan exentos de sufrir accidentes.
Hay galaxias que enlazadas giran una alrededor de otra, al mismo tiempo que establecen puentes de materia formada de soles y gas.
Hay colisiones entre galaxias que se interpenetran.
Existe el canibalismo galáctico, es decir, una galaxia de gran masa puede “engullir” prácticamente a otra aumentando así su volumen y masa.
Hay galaxias que estallan y su número es más alto que lo sospechado. (Los cosmólogos saben bastante de estas cosas).
Si el estallido de una estrella de gran masa que se convierte en supernova, es un accidente tremendo dentro de una galaxia, con cuanta más razón entonces debemos considerar la explosión de toda una galaxia como una titánica catástrofe que borra toda imagen de orden, regularidad y mansedumbre del universo tan creído por los legos a quienes sólo impresiona una visión miope del mismo.
Hay galaxias que presentan chorros de materia o chorros de radiación de miles de años luz de longitud.
Para los astrónomos que escudriñan permanentemente el universo que nos rodea, la desorganización cunde por doquier, la tendencia hacia el desorden en todos estos cuerpos no nos indica precisamente la existencia de algún gobernador todopoderoso del mundo entero, sino más bien un universo encabritado, indócil, que se acomoda como mejor puede con tendencia hacia la disociación, al escape y a la extinción de cuerpos que lo componen.
Pero si, a pesar de todo, ya tozudamente se insiste en un principio organizador, en un “algo” que trata, continua y desesperadamente, de ordenar lo que tiende al caos; en un dios ya sea separado del mundo (un dios espiritual) creador del mundo o identificado con él (como sostienen los panteístas) que no hace más que tratar de organizarse frente a la tendencia hacia el escape de sus propios componentes, nos quedamos sin aliento.
Si se trata de un dios creador separado del mundo, parecería ser que toda su “querida”creación se le resiste; se le “escapa de sus propias manos”; que se anarquiza a cada instante. El, el dios, debe realizar ingentes esfuerzos para retornar al cauce “normal” los acontecimientos universales, y el comportamiento de las galaxias según la idea panteísta, todo el comportamiento díscolo de esos conglomerados estelares nos pintaría a un ser universal que fluctúa ridículamente en un tambaleante punto de equilibrio de sí mismo, un ente que perennemente trata de hacerse a si mismo, de dominar su propio caos interno.
En resumen, se trataría de un dios que se debate con relativa potencia frente a un viscoso y resistente mundo exterior que se le opone, o de un ente-mundo vacilante que lucha consigo mismo para no perder del todo su equilibrio, pero nunca de un dios totipotente, dominador absoluto del Todo como pretende la teología.
Además, si aceptamos a un dios limitado exterior al mundo o identificado con él, surgen de inmediato interrogantes metafísicos como este: ¿Por qué se habría lanzado semejante ente hacia tamaña aventura cuando entre medio, entre su continuo “tapar agujeros” y la constante tendencia hacia el accidente, existen criaturas como el hombre destinadas a padecer por los innumerables embates de un mundo hostil?
Además, si se tratara de un dios-mundo (como lo quiere el panteísmo) que se está realizando, ¿desde cuándo lo está haciendo? Si desde la eternidad, entonces ya tendría que haberse realizado la perfección suma, y este que habitamos debería ser el mejor y más perfecto de los mundos posibles, pero vemos a las claras que dista mucho, muchísimo de serlo.
Si el “mundo” ha comenzado una vez (¿a partir del big-bang?, ¿qué sentido tiene el error; el sufrimiento; la tragedia, en el concierto universal frente a un ente “inteligente, bondadoso y piadoso” como debería ser ese dios?
Ladislao Vadas