Cuando tratamos la cuestión relativa a la omnipresencia del dios de los teólogos, este supuesto ente se nos figura ante el mundo como una especie de “convidado de piedra” presente en todo. En todo objeto y en todo lugar, en todo pensamiento y en todo acto, dando prueba de una insensibilidad o indiferencia pasmosas frente al ataque de un asesino hacia una inocente criatura, ante la mordedura de un ofidio ponzoñoso a una inocente víctima, el ataque de una fiera feroz o el arrebato de locura de un individuo humano que siembra el pánico y la muerte a su derredor sin causa racional alguna.
Pero a continuación viene algo más grave aun. Según algunas cosmologías teístas, se trataba de un simple espectador entremezclado en los átomos del mundo, abarcándolo todo, que se hallaba en todas partes del universo como ser espiritual incorpóreo y en ninguna parte físicamente, pero consciente al fin de todo lo que acontece en virtud de su ubicuidad.
Ello tan sólo restaba perfección a semejante ente, porque le quitaba el atributo de ser misericordioso y lo transformaba en indolente ante el sufrimiento y las injusticias padecidas por sus criaturas. Mas ahora, vamos a tratar de un ser que, según lo pinta la teología, es nada menos que causa de todas las cosas.
En efecto, la misma teología confiesa que la dificultad relativa al mal en el mundo, sube de punto ante un dios como causa universal de todo aquello que posee entidad.
Ya sabemos que cierta teología echa mano de las ideas tomistas “una y mil veces” para explicar estas cosas, aduciendo que el mal ¡carece de ser! y se trata de una limitación de bien o una privación de una perfección. Pero con este argumento no estamos en ninguna otra parte más que al principio de la cuestión, pues el problema tiene dos nombres: se llama causalidad y permisión.
¿Por qué un ente todopoderoso permite la “privación” de una perfección debida?
La explicación es un tanto ingenua porque parte de un hecho comparativo.
El ser finito (el hombre por ejemplo) como causa, produce accidentalmente privaciones que se revelan en sus efectos defectuosos.
Así también la divinidad, como primera causa productora de todo ser finito, parece “olvidar” u “omitir” alguna perfección, y en ello consiste el mal físico. ¿Es convincente esta explicación? Yo creo sinceramente que no, porque el “ente finito” es falible; en cambio el susodicho ente infinito posee, según los teólogos, el atributo de la infalibilidad. Si existiera este ente, jamás podría privar accidentalmente de perfección alguna a sus obras.
También se ensaya otra explicación. Se dice que el mal físico se justifica como secuela de la limitación de la criatura. Esta limitación es lo que “hace resplandecer mejor el orden universal”.
“Dios crea un cosmos-orden y no un caos; un universo ordenado no un mundo sin medida. Pero el orden implica jerarquía y subordinación de lo inferior a lo superior” (Según el teólogo Ángel González Álvarez: Tratado de metafísica-Teología natural, Madrid, Ed. Gredos, 1968, pág. 521).
¿Es convincente este argumento?
Creo que no porque aun así, de todos modos no se salva dicha deidad de haber creado lo jerárquicamente más bajo, vil, es decir, el mal para que “resplandezca el bien”.
Luego desesperadamente y ya sin fuerzas se añade que: “Vivimos en un mundo donde la muerte de unos seres sirve a la vida de otros, y donde la parte está al servicio del todo. El mal del individuo es asumido en el bien del conjunto, como el dolor de una parte sirve a la totalidad hasta límites terroríficos y puede justificarse para el bien de la totalidad”. (Autor citado más arriba, página 521).
No veo como el sufrimiento hasta límites terroríficos puede justificarse para el bien de la totalidad. ¿No bastaría un susto, un dolor soportable, para aleccionar al individuo en la vida? Y aquellos seres que sufren horrores y mueren en las guerras, lejos de sus familiares, ¿a quién benefician? ¿Acaso sirven para que otros puedan vivir? Todo es relativo.
Los ancianos desprotegidos, ya sin familiares, que agonizan durante largos meses o penan durante años, ¿hacen más feliz al conjunto de la Humanidad?
La teología, también añade, como para dar punto final al problema del mal físico que: “El dolor, el mal y hasta la muerte misma, pueden ser la condición de una existencia superior para la misma criatura. Cuando se trata del hombre parece indudable que el centro de gravitación de la vida, distendida entre el pasado, el presente y el futuro, se encuentra precisamente en este último, más allá inclusive de la muerte. Sólo a esta luz podemos valorar rectamente la vivencia de los males presentes y el recuerdo de los dolores pretéritos” (Autor más arriba citado).
Estos argumentos, cada vez más débiles, no se sostienen porque de ese modo señalado, aquel inocente que ha sufrido más horrorosamente, tendrá igual mérito en la supuesta vida después de la muerte, que aquel inocente que ha llevado igualmente una vida digna pero no ha sufrido tanto.
Si por otra parte, el motivo del mayor sufrimiento del primer individuo fuese el otorgarle en la otra vida una mayor recompensa, igualmente se caería en una injustificable situación preferencial con respecto al segundo.
Esto no tiene sentido, porque contraviene y desnaturaliza todo esfuerzo por lograr una existencia honesta a través de las tentaciones y oportunidades para el mal obrar a fin de recibir un premio justo.
Otros —niños inclusive— que no han tenido tiempo suficiente para cursar todas las pruebas de la vida, al morir entre horrendos dolores, ya por este mismo motivo merecerían lo que otros se han ganado luchando contra el arrastre hacia el mal, y quizás más que éstos.
Pero si a pesar de todo se pretende afirmar que sólo la supuesta deidad conoce los “corazones” de sus criaturas y sabe cómo obrar con cada una de ellas en particular “para hacer justicia”, esto consiste en tan sólo una suposición carente de toda prueba. Además ya sabemos a ciencia cierta y por experiencia de las injusticias que padecen niños con o sin uso de la razón, adultos y ancianos. Bastaría con realizar una especie de encuesta o estudio socio-psicológico y biográfico tomando como base cierto número de individuos extraídos de todos los ámbitos del planeta, para confirmarlo.
Para colmo, el medieval y famoso “Doctor Angélico”, Tomás de Aquino en su Suma contra gentiles (Libro III, cap. LXXI) dice que: “Hay en las cosas muchos bienes que no existirían si no se diesen ciertos males; por ejemplo, no existiría la paciencia de los juntos sin la maldad de los perseguidores, ni tendría lugar la justicia vindicativa sin el delito; y entre las cosas naturales, no habría generación de muchas cosas sin la corrupción de otras”. Sin advertir que por una parte es contrario a la ética y en cierto modo maquiavélico, valerse de la injusticia para obtener la justicia, y por otra parte que todo esto condiciona a su dios y lo obliga a echar mano del mal, de la injusticia, de la corrupción para lograr el bien, cuando este ente es situado precisamente por encima de todo, y en virtud de ser todopoderoso y ético por excelencia debería entonces haber creado el más justo y bueno de los mundos posibles, sin apelar a la injusticia, al delito y al dolor sin límites… y otras “cositas”.
A. Pacios López en su libro El amor (Barcelona, J. Janés Editor, 1952, pág. 626) intenta explicarlo de este modo: “Dios pone formalmente el bien, a eso dirige su actividad; la voluntad pone formalmente el mal, el desorden; y del concurso de los dos sale el acto libre pecaminoso, el desorden moral que se imputa a la voluntad (humana) y no a Dios, porque en cuanto tal desorden moral es obra exclusiva de la voluntad, que pudo poner un orden bueno, aunque es Dios quien presta la realidad a esa relación desordenada; pero no es mala por ser real —bajo ese aspecto es buena— sino por ser tal relación”.
Es como si se dijera que ese dios “lanza la piedra al azar”, luego ya no se responsabiliza más de su destino. Caiga donde cayere eso ya no le incumbe.
¿Puede ser ético este proceder? Pero hay más. Tampoco sería así, si analizado desde otro punto de vista, el de la previsión de ese dios. En efecto, este dios “lanza la piedra”, presta concurso a la voluntad, la motiva y en realidad es la causa del acto voluntario porque “El” conoce perfectamente qué va a ocurrir, a dónde va a caer la piedra, en virtud de su atributo denominado “ciencia de visión” (según los teólogos), en consecuencia si va a caer mal “El” ya lo sabe desde siempre.
Entonces ¿cómo queda la explicación de A. Pacios? Mal parada, por supuesto, porque todo mal acaecido y por acaecer en el mundo ya ha sido como “orquestado” desde toda la eternidad por su dios, o al menos conocido de antemano, por cuanto todo mal aparecido a continuación del acto del libre albedrío, carece de sentido novedoso para ese dios que ya contaba con su producción.
Esto combina bien con aquel determinismo fatal biológico-ambiental que he tratado en otro artículo, denominado este El mito del libre albedrío publicado el 17-5-9.
No hay salida para la teología (para mí una pseudociencia). Todos los caminos se hallan bloqueados cuando se trata del tema del mal y la causalidad divina.
Ladislao Vadas