El dilema acerca si la historia se repite o no, ha suscitado desde décadas arduos debates y trepanados muchos cerebros.  En el caso de nuestro pasado reciente, esto se ha evidenciado con furor sobre todo en la segunda mitad del pasado siglo XX. Y uno de estos hechos es el caso Malvinas, de cuya memoria aún hoy sigue levantando pasiones enconadas y convenientes olvidos.

La noticia reciente del entredicho entre Gran Bretaña y Argentina, motivado por la pretensión británica de explotar petróleo en la zona circundante a las Islas Malvinas, remite necesariamente a los acontecimientos previos al 2 de abril de 1982.

Sobre todo, la increíble noticia generada en Londres acerca de, según la prensa de dicho país, de que el primer ministro Gordon Brown estaría preocupado sobre una eventual intensificación de las discusiones al respecto, las cuales derivarían en un enfrentamiento militar.

Dicho dislate remite necesariamente a la época de marras, cuando Margaret Thatcher vislumbró lo mismo y consideró que redoblar las presiones sobre la Junta Militar argentina obligaría a ésta a llevar a cabo la recuperación del archipiélago en cuestión. Así, en febrero de 1982, en la sexta ronda de negociaciones en la ONU, la Primer Ministro decidió no tratar más el asunto de la soberanía. Tenía el respaldo de la poderosa Falkland Island Concil, el grupo de presión kelper por excelencia, preocupado por la eventual pérdida de sus intereses en la explotación petrolera y pesquera. A tal efecto, el 7 de febrero de ese año,  enviaron un concreto mensaje al Foreign Office instándolo a congelar indefinidamente el tema de la soberanía. Y a tal efecto, la propia Thatcher manifestó que debía asegurarse al gobierno argentino que los deseos de los isleños continuaban siendo la consideración suprema.

 En vista de la intransigencia evidenciada por los británicos, la junta militar argentina comenzó a preparar con el mayor sigilo una operación militar a efectuarse en el caso que las negociaciones llegasen a  un punto muerto. Pero lejos estaban de percatarse que, también en el marco del secreto más absoluto, la otra parte hacía exactamente lo mismo.

Cuando en dicho mes Galtieri le informó al ministro de relaciones exteriores Nicanor Costa Méndez estos preparativos, éste reaccionó cautelosamente y pidió la formación de un grupo de trabajo para examinar dicho plan y buscar otras alternativas. Aunque Galtieri le manifestó que la acción militar a efectuarse no excluía la negociación diplomática, Costa Méndez no modificó su enfoque.

Contra la pared

La ronda de negociaciones comenzó en la ONU el 26 de febrero de 1982. El jefe de la delegación argentina era Enrique Ros, secretario de relaciones exteriores. Su contraparte británica era Richard Luce, ministro responsable del Foreign Office. De entrada, éste se propuso ganar tiempo si las cosas se ponían difíciles y dilatar al máximo la cuestión de la soberanía, punto de principal interés por parte de Argentina.

 Siguiendo este trazado, Luce aceptó la propuesta argentina de conformar una comisión negociadora. Como también, establecer un cronograma de reuniones en la misma pero que comenzarían entre mayo y junio. Esto sería rechazado de plano por la junta militar argentina, dado que la cuenta regresiva para la futura Operación Alfa comenzaba precisamente en marzo.

Si bien la propuesta británica cayó bien en las aspiraciones de Ros, en Buenos Aires la lectura que se hizo fue diametralmente opuesta. A su entender, era evidente que Londres continuaba con su tarea de alargar las negociaciones, congelando indefinidamente la vital cuestión de la soberanía. Viéndose contra las cuerdas, Costa Méndez redactó unilateralmente un comunicado en el cual resaltaba el avance de las negociaciones pero destacaba que el propósito de las mismas tenía que ser indefectiblemente el reconocimiento de la soberanía argentina, y que éste resultado debía ser alcanzado en un lapso necesariamente breve.

Con esta tónica, el 9 de marzo la Junta Militar argentina decidió que el primero de abril reconsideraría la cuestión, si para entonces los británicos no habían presentado una respuesta, al día siguiente se les demandarían a que contestasen.

Alertada Thatcher, buscó utilizar algún pretexto de peso para acelerar la cuestión y embretar a la Junta Militar a fin de que se vieran obligados a recurrir a la fuerza. Y esa excusa fue el empresario Constantino Davidoff y su empresa chatarrera Georgias del Sur SA. Este tenía un contrato para desguazar unos antiguos puestos balleneros en Puerto Leith, Strommess y Husvik, en Georgia del Sur, con la firma escocesa Christian Salvesen Co, situada en Edimburgo.

 Obviamente, tanto el Foreign Office y la embajada británica estaban al corriente de esto. Pero el 23 de marzo, Londres amenazó con desalojar a los chatarreros por la fuerza, decidiendo Thatcher enviar al HMS Endurance para evacuar a Constantino Davidoff y a su gente. Por más que la Junta Militar insistiera con que se ha tratado de una misión puramente civil y comercial, incluso aprobada por la embajada en Buenos Aires, los británicos, atribuían dicha presencia como si se tratara de una fuerza argentina de ocupación.

 Así, el viernes 26 confusas informaciones británicas daban cuenta que, en vista de “una invasión argentina a las Falkland”, propaladas sobre todo por los sensacionalistas The Sun y de Daily Mirror, la Primer Ministro había decidido como respuesta el envío de una poderosa fuerza aeronaval al Atlántico Sur.

Justamente, con información de que dichos refuerzos arribarían al archipiélago el domingo 4, se dio la orden a la flota de zarpar rumbo sur ese mismo día 23. El operativo Alfa estaba por comenzar, y también la zarabanda sangrienta que sobrevendría después.

                                                                                                                                 Fernando Paolella