Miércoles 19
Pasaron diez años, ¿te acordás?, pero no te vas a olvidar jamás de esos dos días… Estabas tirado en la cama, viendo Día D, con el gordo Lanata y (quién diría) Horacio Verbitsky, y de pronto interrumpieron el informe que estaban pasando del discurso de Fernando De la Rúa anunciando la instauración del estado de sitio, y perplejo, comenzaste a escuchar de muchos balcones el repiqueteo de cientos de cacerolas….
También ellos los escucharon, como también les había indignado el gesto del adusto presidente al sacarse los lentes y ponerlos sobre el escritorio. Eso pudo con vos, saltaste de la cama y te pusiste la ropa…Tomaste las llaves y bajaste por el ascensor con el corazón tañendo como campanas. Al llegar a la calle, viste al gordo Juanjo con unas vecinas del edificio armados con cacerolas. Luego miraste a los ratis de la Comisaría 2 que con Itakas montaban guardia observándolos con media rabia. Cuando dijeron que iban a la Plaza Dorrego, fueron corriendo y se pusieron en la puerta del centenario Mercado San Telmo. “¿Qué les pasa? ¿Creen que vamos a saquearlos?”, les dijeron en la cara dotada de casco de tortuga unas indignadas vecinas. La respuesta, si la hubo, se la tragó la calurosa noche.
“¡Vamos a la Plaza Dorrego!”, dijo Juanjo y todos fueron al histórico solar. Llegados allí, a Juanjo se le ocurrió algo más: “Vamos a la Plaza”. Los rostros se encendieron, la Plaza quedaba ahí, a unas cuadras yendo derechito por Defensa, y esa hora debería estar atiborrada de cacerolas iracundas. A unas cuadras, en la esquina de Defensa e Independencia, ardía una fogata alrededor de la cual los vecinos daban rienda suelta a su bronca. “Esto es mejor que quedarse puteando en la casa, peleándose con la mujer y los chicos”, les dijo Alicia, quien estaba acompañada por sus dos hijos. Poco a poco, se fueron sumando unos más, mientras otros hacían repiquetear sus cacerolas en sus balcones. Al llegar a la esquina de Alsina, justo enfrente de la iglesia San Francisco, divisaron un patrullero. El policía que estaba parado los miró de forma rara, y él pensó que quizá, en medio del festival del disenso, ellos podrían, por orden superior, amargar la jornada.
Al desembocar en la Plaza, eran miles. No había presencia policial allí, ellos se encontraban más allá del vallado perimetral a espaldas de la Rosada, manteniéndose expectantes. A esa altura, el blanco de los cantitos era obviamente De la Rúa, y su superministro Domingo Cavallo, al tiempo que se preguntaban acerca del paradero de “la gloriosa CGT”, de quienes no se sabía nada.
Jueves 20
Hacia la 1 de la madrugada, la fiesta estaba en su apogeo, y nada hacía entrever lo que sobrevendría después. A esa hora, un joven se trepaba a una palmera con la intención de plantar allí una bandera nacional. La gente seguía sus movimientos, pidiéndole por favor que tuviera cuidado de no resbalar. En ese estaba, cuando de repente advirtió que un objeto volaba desde la barricada que los separaba de la Rosada y se estrellaba contra otra palmera incendiándola. Era una granada de gas lacrimógeno, a la que siguieron decenas.
Habían iniciado la represión contra unos manifestantes que sólo esgrimían cantitos y cacerolas. La desbandada fue mayúscula, mientras unos pugnaban por huir y dispersarse, otros la emprendían contra los azules que seguían disparando gases, arrojándoles palos y piedras .Luego de esquivarlas, corriendo en zigzag como le habían enseñado en la colimba, se trepó a una valla y divisó al comisario Derecho, un antiguo jefe de la seccional 2°, dirigiendo la represión. Lo miró y lo acribilló a puteadas. Obviamente, el jefe policial se hizo el desentendido. “¡Derecho, a vos te hablo! Miráme, ¿te acordás de mí? ¡Hijo de una remil…!”
La zarabanda continuaba en oleadas, los manifestantes, algunos más decididos que no querían retirarse, iban y venían enfrentándose a los cada vez más hostiles policías. Entremedio de nubes de gas, pudo llegar al punto de reunión establecido con Juanjo, en el caso de que hubiera represión y se desencontraran. En la intersección de Balcarce e Hipólito Yrigoyen, donde su amigo, y allí antes habían divisado al llegar a unos camiones hidrantes, que ahora arremetían contra los manifestantes que no se doblegaban. Al rato lo vi llegar, acompañado de un amigo que conocía. Este venía frenético, y para nada estaba disuadido de recular. Como había visto que muchos se iban hacia la zona del Congreso, fueron hacia allí y verificaron que la represión continuaba de forma espaciada, pues la Plaza de a poco se fue vaciando, sólo quedando las volutas del gas que te hacía llorar.
Al llegar a la Plaza de los Dos Congresos, vieron que había miles copándolas e inclusive las escalinatas del augusto edificio. Ya sumaban decenas de miles de indignados, tremolando banderas argentinas, alzando muñecos de De la Rúa y Cavallo, agitando cacerolas y cantando a voz en cuello “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. En eso estaban, cuando les llegó la noticia de la renuncia de Cavallo. “Adonde está, que no se ve, a la gloriosa CGT”, también coreaban y era una realidad pues los gremios, aparentemente, no se habían hecho presentes. ¿O estaban camuflados, perdidos en el inmenso mar de la multitud?
La noche del disenso seguía en su apogeo, pero una duda martillaba en la cabeza de casi todos. No se veía por asomo a ningún efectivo de la Federal, quienes anteriormente habían desalojado con violencia la Plaza de Mayo. Ahora, hacían mutis por el foro. Pero no por mucho tiempo.
Esta historia continuará.