Esta es una nota típica para ganarse enemigos, acumular puteadas por derecha y por izquierda, enojar mucho a los garantistas de turno y también –además— hacer creer a ciertos lectores que estoy totalmente loco (algo de eso hay, pero al menos los locos somos creativos, los dementes destruyen).
Explicación previa: cuando mi pibe tuvo que ir a colegios privados debido a la decadente educación pública desde los años 80, sufrí —como muchísimos padres— los arrebatos dictatoriales de los dueños de la educación privada.
La dictadura militar les otorgó casi poderes absolutos a los señores de la educación privada. Y ellos lo ejercían a full. Aumentaban cuotas en forma descarada y si alguien no las podía pagar les invitaban a que envíen a sus hijos a la escuela pública. Aún hoy suceden esos arrebatos tumultuosos de esos personajes.
En un pueblo, hace días atrás, un alumno cuyos padres se habían atrasado en el pago de la cuota, fue obligado a ir de vuelta a su hogar con un cartel colgando de su cuello que le pusieron las autoridades del establecimiento. Humillado, el pibe paseó por las calles el estigmatizado anuncio que sus padres estaban atrasados en el pago de la cuota escolar.
Escuelas privadas y medicina pre paga en la pequeñez de las instituciones del Estado (cristinismo y macrismo no se diferencian en eso de abandonar las necesidades básicas del pueblo), pueden ser casi una necesidad para millones de familias. Por algo a nadie le interesa mejorar la educación pública. Una sociedad analfabeta es mas domesticable por los burócratas y autoritarios de turno.
A esos dueños de la educación privada nacidos en la dictadura y cultivados después por todos los gobiernos democráticos, los citó un día Guillermo Moreno a su despacho del tercer piso de la Secretaria de Industria.
Como siempre, con el arma arriba de la mesa, Moreno los recibió de pié, les habló brevemente de que no podían aumentar las cuotas así porque sí, y lanzó una frase muy típica en él pero que a esos señores bien educaditos los sorprendió mal: “A ustedes cuatro me los cojo de parado. Terminó la reunión y recuerden que ustedes también tienen familia”.
Los tipitos salieron horrorizados, por primera vez en su historia alguien les faltaba el respeto. Ya no podrían hacer las cosas a su antojo sin tener esa espada colgando sobre sus cabezas.
Conocer ésta como tantas otras cientos de historias del gobierno, siempre constituye un arsenal informativo importante para todo periodista de investigación. Muchas veces no se dan a conocer porque hay otras prioridades tras las cuales se debe correr.
Y aquí vamos al tema central. Subte línea A, estación Lima, meses atrás. Subo con un amigo de pelo canoso, entrado en años. Me tapo con las manos los bolsillos profundos del vaquero cuando veo y siento empujones a mis espaldas. Pero llegué tarde. Unos pungas me empujaban y otro bastante morrudo me sacó unos billetitos en un pestañeo.
Estos ladronzuelos trabajan en banda, pagan un peaje a la policía de subterráneos que está en la estación Boedo y andan a diestra y siniestra por los vagones. Las autoridades del subte y del macrismo ni se inmutan.
No son violentos hasta que no precisan serlo. Pero como a mi no me vá eso de... “me robaron pero les agradezco que no me hayan lastimado” le salté a la yugular del que identifiqué por cercanía debía ser quien me hurgó los bolsillos.
“Devolveme la guita porque te coso ya mismo”, le dije en la jerga tumbera (coser significa apuñalarlo, algo que no va en mi espíritu antibélico, pero sí en una situación intimidatoria no buscada). Cuando mi amigo Diego se dio cuenta, le puso un par de dedos en la espalda advirtiéndole: “Tirá lo que le sacaste porque te quemo”.
Dos tipos grandecitos, uno canoso y otro perdiendo el pelo, ganándole la pulseada a una bandita de ladrones no es poca cosa. Y a puro ingenio.
El fierita tiró el dinero al suelo y dijo: “Mirá chabón, se te cayó a vos, no te robé nada”.
La cuestión era agacharse a recogerlo sabiendo que a mis espaldas no menos de tres chorros estaban pronto a defender el jefe.
Y ahí me vino un flash repentino, esos reflejos mentales que uno nunca sabe de dónde salen. Y le dije al fierita corpulento: “Que tus amigos no se hagan los valientes... porqué a esos cuatro que tengo a mis espaldas me los cojo de parados”.
Silencio repentino, la frase angelical de Guillermo Moreno rindió sus frutos. Todos se quedaron en silencio, molestos e inquietos por la frase desafiante.
Recogí mi dinero y cuando el vagón estacionó en Congreso bajaron seis tipos en forma ordenada, cuatro a mis espaldas, el fierita corpulento con mirada pidiendo revancha y otro flaquito que con disimulo filmaba toda la secuencia con un celu rojo.
Días después volví a la escena del crimen, y al único que reconocí es al que filmaba la escena. Hubo insultos (de ellos hacia mí, me vieron subir solo y se envalentonaron), una escena violenta y un desenlace algo sangriento fruto de la impunidad con que actúan estas banditas en los subtes.
La frase de Guillermo Moreno me dio resultado. Los chicos malos quisieron vengarse días después pero volvieron a fallar. No entraré en detalles de lo ocurrido.
A mi me siguen llamando “Ruso”. A uno de los fieritas, quizás hoy le digan “el tuerto”.
Jorge D. Boimvaser