Existió un tiempo en el cual el sistema de poder entendió que para seguir siéndolo, debía adoptar el discurso del contrincante interno, que le había quedado como posible. Un contrincante más que nada ideológico: ese tiempo se constituyó, sin saberlo, como el fin de una era humana —la antigüedad— y el comienzo de una nueva era que duraría 1.000 años —el feudalismo— y de la cual resultaría la configuración final de la religión católica romana, el rol del judaísmo —posterior a la diáspora— y el nacimiento de islamismo, tercera gran religión considerada temporalmente.
Todo esto parece muy antiguo, pero de dichos trazos se configuran los estados nacionales y las ideologías posteriores como el iluminismo, el liberalismo, socialismo, etc. Valga la aclaración que, así como el inicio del feudalismo resulta de la cristianización del Imperio Romano tardío, con el sisma cristiano y la muerte de Giordano Bruno en la hoguera —un 16 de febrero del año 1600— el mundo occidental, o sea nosotros, quedó dividido en dos visiones esencialmente opuestas, tanto en lo religioso —católicos vs. protestantes— lo lingüístico —latinos vs. anglos/sajones/eslavos—, lo político —liberalismo vs. mercantilismo— lo social —ética vs moralidad.
Semiótica y poder
Según las dos ideas más acabadas del pensamiento iluminista, y respecto de la justificación del poder, el hombre se permite ser gobernado o bien por un “acuerdo” entre los miembros de la comunidad o nación, o bien delegando su libertad en un hombre por miedo a que el caos del destruirse los unos a los otros lo termine aniquilando a él. Tiene que ver con el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau y Thomas Hobbes —en sus obras El Contrato Social y El Leviatán— quienes intentan dar respuesta a dicho interrogante, base de lo que intentamos simplificar. Al parecer visiones opuestas, pero complementarias, son el origen de la construcción de la idea de libertad —y su falta, o restricción “racionalmente determinada” en su caso— y su justificación.
Sin embargo, atravesada la revolución francesa, la restauración, el colonialismo y los demás sistemas de poder —y su justificación, que es a donde se apunta— vemos la necesidad de la palabra, su construcción, su dominación y su necesidad de manejo por parte del poder. No hay sociedad moderna en términos de contemporaneidad y racionalidad sin una estructuración política de dicha palabra y el manejo de la denominada “mass media” resulta el verdadero sostenimiento político de un sistema político y sus agentes, al punto de resultar indiferente el accionar concreto del mismo, los intereses que movilizan dicho accionar, los objetivos —reales o mentidos— de la agencia de poder predominante o hegemónica.
El “hegemón”
Los griegos entendían que el líder de las naciones panhelénicas, daba la palabra a los griegos. Así, Alejandro de Macedonia relataba que su intención era unir a todas las naciones griegas de la antigüedad, incluidas las que se encontraban bajo el yugo persa, en Asia.
La construcción de una verdad hegemónica, irrefutable, es el legado occidental del Imperio Romano, su último coletazo, entronizado por Constantino, quien adoptó la religión de sus contradictores internas, y con los años se logró colocar la corona de Pedro, estatizando de algún modo la fe cristiana, o lo que entendían por ello.
Así, el feudalismo constituyó un largo período de la humanidad, en la cual se gobernó, teocráticamente, mediante una palabra, un libro, una fe, y sin perjuicio de la atomización estructural en miles de feudos y comarcas que respondían a varios reinados que conservaban la justificación divina de la cual descendía hacia los nobles la justificación real del poder.
El semiólogo Humberto Eco, brillante escritor, inmortalizó a Jorge Luis Borges —a quien, a su modo, admiraba— en su aclamada novela El Nombre de la rosa, con el personaje de Jorge de Burgos, el ciego contradictor del monje visitante Sir William de Baskerville.
En la novela, que fue llevada al cine, el viejo monje ciego —Jorge de Burgos— se aferra a su verdad inmóvil, y en el final prefiere quemar los clásicos para sostener "su verdad" que, en definitiva, es el punto de sostenimiento de toda su era, al puesto de optar por quemar los clásicos de Aristóteles, Platón, etc. con dicho fin.
En la novela El Nombre de la rosa, de Eco, que está escrita como un relato de trama policial, todo ocurre mientras se revela evidente que, quienes juzgan a los “otros” y se definen como "Los Caballeros del Bien" a la postre —los inquisidores que se reservan el poder absoluto de la verdad y la palabra— son en realidad los verdaderos asesinos de la trama, entre ellos Jorge de Burgos, queriendo silenciar la investigación de William.
El personaje de Jorge de Burgos representa en la novela, ortodoxia autoritaria, un presente que se aferra al pasado bajo el paradigma “Yo soy el camino, la verdad y la vida” cristiano, enfrentado al monje Baskerville —que históricamente es sir Williham de Occam— que personaliza la idea de la averiguación, la intranquilidad de la duda, en alguna medida cartesiana, y que cuestiona la ortodoxia irracional. William proclama: “Yo busco la verdad”, considerando que nada es definitivo y que en su caso todo puede ser reinterpretado, nada es definitivo, rescatando el clásico Heraclitiano.
Hegemonía marxista clásica y Antonio Gramsci
Así, en la concepción política moderna, los idearios se intentan establecer desde una hegemonía de pensamiento, con mayor o menor lógica o realidad, y con metodología científica —o pretendida de ella— como en el caso de la tesis marxista clásica. Para el marxismo clásico, la hegemonía del proletariado es la que sigue a la que sigue a la derrota de la dictadura de la hegemonía burguesa —capitalismo en todas sus formas— y paso transitorio al socialismo, moldeador de una sociedad consiente que pueda aspirar al comunismo, el que resultará, como resultado materialmente científico, de la evolución de la sociedad. En dicha transición hacia el comunismo, los proletarios se constituyen en clase consciente para destruir la maquinaria estatal burguesa —ejército, policía, propiedad privada, parlamentos, sistema judicial liberal— y toman el control de los medios de producción, para volcarlos hacia toda la sociedad.
Esta es la denominada teoría del “comunismo revolucionario”, hoy poco más que abandonada, salvo en la marginalidad de pequeños enclaves como Corea del Norte.
Sin embargo, el fracaso rotundo de estas ideas, sumado a la espantosa experiencia vivida en varios países que fueron sometidos a estos experimentos ideológicos —recordar no solo Cuba, sino las mismas repúblicas satélites soviéticas, las hambrunas ucranianas, el genocidio de Pol Pot, etc.— la re discusión de los adeptos se ve mayormente reflejada en la opinión y teorizacion del italiano Antonio Gramsci.
Gramsci desarrollo la idea de hegemonía cultural pasando a explicar que una sociedad que aparece como libre y urbana es, en realidad, sometida por una de sus clases sociales, a través de los valores de solo dicha clase social. Los valores y creencias de la clase burguesa, sus prejuicios, sus simples visiones o explicaciones metafísicas o coyunturales, construyen una “cultura” de valores y creencias de dicha clase, y que siempre según Gramsci, dicho sector llegan a ser vistos por el conjunto de la sociedad como “
Así, para Gramsci, los “subordinados” debían “imponer otro escenario” en la sociedad, para Gramsci no alcanza la dirección política, sino, se debe acceder a la “conducción cultural” (interclasista de ser necesario) con el fin de conquistar un “modelo” cultural y de esta manera imponerlo de manera hegemónica a las demás clases sociales, las que, de manera inarticulada, se verán sometidos, constituyendo un sistema de contradicción de clases, suficiente, y revolucionario.
No hay “modelo” cultural moderno sin el dominio absoluto de los medios de comunicación. Ahí viajan los recursos de TDA, Televisión Digital Abierta, plata tirada a la basura, los “para todos”, desde el fútbol, automovilismo, hockey, bochas, bolita, agregue lo que se le ocurra, lo harán.
Este es el “modelo” de revolución marxista y hegemónico de Antinio Gramsci.
En la globalización mundial —que no es otra cosa que la redefinición del reparto del trabajo en la era de las comunicaciones y los imposibles productivos— se hace muy difícil desubicar al mercado como elemento coadyuvante, aún, del discurso —o “modelo”— que lo pretende contradecir. Allí pueden verse los grotescos de presidentes “hablando” con discursos hegemónicos de poder, “de todos y todas” cuando el oro, plata, petróleo, agua, soja, aceites, se lo seguirán llevando las multinacionales.
Así puede notarse los absurdos “socialismos de mercado” del siglo XXI, u otras expresiones ridículas que solo se logran mantener equilibradas, a duras penas, obedeciendo irremediablemente a la lógica colonial del reparto del trabajo global. Venezuela con su petróleo, África con su minería, petróleo, minerales y recursos, la Argentina con su soja y minería.
Lo que sostienen las experiencias, o modelos, en definitiva, son los recursos económicos que estos distintos países siguen obteniendo —hipoteca a futuro— dentro del esquema tradicional neo colonial, y no cambios reales de cambios productivos distintos, o evoluciones sociales y/o culturales que hagan a nuestros pueblos menos brutos, y que logren, cuanto menos un poquito, conmover las estructuras de dependencia y atraso reales de las sociedades periféricas en las que vivimos.
Así, una vez agotados todos los recursos naturales, y/o reconvertidos los gigantes asiáticos a economías reales no subisdiatorias en su propio desarrollo —en especial el comunismo pinochetista de la China— las relaciones de intercambio volverán, de manera ineluctable, a desarrollarse en los términos consabidos. A mayor ciencia, educación y tecnología, habrá más valor agregado, con lo cual el “viento de cola” y pavadas discursivas similares, desaparecerán como arena entre los dedos (como está comenzando a ocurrir en nuestro país) y con ello, también desaparecerá el sostenimiento de gobiernos demagógicos y patéticos, como los actuales, que solo logran retrasar los esfuerzos comunes en pos del desarrollo autónomo e integrado regionalmente, en concreto el proyecto político nacional que debe promover un pueblo, y no absurdos proyectos de perpetuación.
Así estamos.
José Terenzio