En los inicios de la década de los 90, con la caída del muro de Berlín, el consenso de Washington y la preeminencia absoluta de Estados Unidos, se produjo un entusiasmo excesivo en torno a las ideas centradas en el mercado. Muchos cayeron en la equivocación de creer que en materia económica estaba todo dicho y que sólo era cuestión de implementar pacientemente las recetas consagradas.
En este contexto, sectores de la izquierda democrática denunciaron el “pensamiento único” como falsa creencia de que una idea podía tomarse como verdad absoluta. El tiempo les dio la razón, puesto que las recetas neoliberales fallaron al subestimar la importancia de las instituciones políticas, de los contextos históricos y de las peculiaridades de cada sociedad.
En muchos casos se aplicaron dogmáticamente ciertas ideas que habían sido útiles en determinados países, para fines específicos y en ciertos contextos, pero que no necesariamente producirían los mismos efectos en todos los casos. Un ejemplo claro fueron las privatizaciones. ¿Qué sentido podía tener promocionarlas si primero no se mejoraban las instituciones políticas encargadas de llevarlas a cabo? ¿Por qué defender la privatización como medida prioritaria si en todo caso lo más trascendente era lograr una regulación transparente y eficiente de la competencia?
En la Argentina los efectos del pensamiento único se vieron más que en otros lugares del mundo como consecuencia de determinadas circunstancias históricas. Así, los Kirchner vinieron a concretar la tan ansiada ruptura de ese esquema llamado “neoliberal”, despertando gran entusiasmo en sectores de izquierda que, en algunos casos, llegaron a vivir la asunción del nuevo dirigente casi como una venganza personal.
Lamentablemente, el kirchnerismo parece haber caído en la tentación de ejercer nuevamente una actitud de pensamiento único desde el poder. Pero no se trata sólo de un pensamiento único en el sentido de la década de los 90, fruto de una creencia sobre la inutilidad de discutir ciertos conceptos, lo que parece darse en relación a la reivindicación e idealización que se hace desde el gobierno de la lucha armada subversiva de los 70.
El pensamiento único K es más único que el de los 90, porque se nutre de un reproche o condena moral hacia todos aquellos que piensan distinto, el que además se funda en elaboraciones teóricas que lo vuelven parte de una ideología. Basta recordar a este respecto las ideas de Carl Schmitt sobre la necesidad de dividir a la sociedad entre amigos y enemigos, o las de Chantal Mouffe acerca de rechazar los “valores morales objetivos” para posibilitar una “expresión auténtica” de los conflictos (o sea sin reglas que limiten al poder).
Sólo se puede comprender el comportamiento del kirchnerismo como grupo político si se integra al análisis el juzgamiento moral que dicho espacio realiza de las personas que piensan diferente por el sólo hecho de pensar diferente. Para ellos, cuando alguien critica está agrediendo, conspirando, corrompiéndose, traicionando o todas a la vez. La disidencia deja de ser algo valioso, que me puede ayudar a mejorar, y pasa a ser un hecho despreciable, un cáncer que hay que extirpar.
La naturaleza fanática y totalitaria del pensamiento único kirchnerista ha quedado evidenciada en reiteradas ocasiones. Por ejemplo, cuando la Presidenta les respondió con nombre y apellido y por cadena nacional a periodistas que criticaron su gobierno, con un tono de tensión y señalándolos como si fueran parte del problema. O cuando salió apresurada al cruce de Ricardo Darín con una carta desproporcionada y carente de códigos en la que le recordaba un triste episodio judicial, porque éste había planteado en una entrevista la cuestión del enriquecimiento patrimonial de los Kirchner.
Desde la óptica del Gobierno, la política es una guerra, no contra la pobreza, el narcotráfico, la violencia o la corrupción, sino contra todos aquellos que critican, que tienen la osadía de pensar por sí mismos. No importa si lo que dicen está bien o mal. Si cuestionan al gobierno es porque hay algo maligno o peligroso en ellos.
Puede tratarse incluso de las personas más santas, pero mientras actúen con independencia serán motivo de sospecha y agresión. Sólo de esta manera se explica que el Padre Pepe haya sido minuciosamente espiado e investigado por el gobierno a través del Proyecto X. Sólo así es entendible la desopilante reacción de los sectores más duros del kirchnerismo frente a la designación de Bergoglio como Papa, intentando mancharlo de cualquier manera mientras el mundo entero se maravillaba por su personalidad.
Unos días atrás, en el programa público que creó el gobierno nacional para masificar las agresiones contra los que piensan distinto, se vivió un episodio muy característico del pensamiento único kirchnerista. El panelista Dante Palma se animó a criticar a Horacio Verbitsky. No le cuestionó sus ideas, que son las de Cristina, así que el pensamiento único, en ese sentido, permanecía intacto. Pero osó adjudicarle una equivocación o inmoralidad a una persona que adhiere a dicho pensamiento. “A veces de este lado se hacen operaciones mal”.
Sin dejarlo terminar, el conductor lo interrumpió y le aclaró que no contara con él para criticar a Verbitsky. “Si no entendemos la diferencia entre Jorge Lanata y Horacio Verbitsky, estamos cometiendo un error, Dante”, le hizo notar una de las panelistas. “Dante, nuestra propia historia nos dice: ‘A Verbitsky le creo y a Lanata no’”, le recordó otra. Finalmente, el joven desistió: “Es verdad, tiene razón Verbitsky porque es de los nuestros, claro”.
La conversación nunca abordó el problema de si Verbitsky se había equivocado o no, si había actuado correcta o incorrectamente. En lo único que se centraron sus acérrimos defensores fue en que se trataba de una persona que se encontraba hacia adentro de la frontera del pensamiento único, por lo cual no era apropiado criticarlo.
El pensamiento único kirchnerista redobla la apuesta del de los 90, y constituye una verdadera traición a los numerosos dirigentes de la izquierda democrática que durante dicha época invirtieron energías y se expusieron para derribar la idea de pensamiento único.
Las consecuencias de esta creencia son palpables. Está llevando a un creciente autoritarismo de parte del gobierno nacional, y a que sus energías y atenciones se centren en combatir a los opositores en vez de cooperar con ellos para resolver los numerosos problemas que afronta nuestra sociedad. Además, crea un clima de tensión y violencia inadecuado para un sistema que se precia de ser democrático.
La historia nos demuestra que los pensamientos únicos nunca condujeron a buenos resultados. Ni siquiera cuando todas las circunstancias parecían trabajar a su favor. No resulta muy creíble, entonces, la idea de que el pensamiento único llevado a su máxima expresión pueda generar algo positivo en manos del kirchnerismo.
Rafael Micheletti
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