Desde la época del botánico sueco Carl von Linné, con dejos de lógica aristotélica, se ha adoptado la nomenclatura binaria para la clasificación de los seres vivientes: género y especie.
Mucho se ha escrito desde entonces acerca del concepto de especie o más bien sobre qué caracteres se deben tomar en cuenta para definir una especie, es decir algo fijo, concretamente distinguible, que no permita confusión alguna cuando se comparan individuos muy semejantes aunque pertenecientes a otra clasificación.
Para Linné no existía tanto problema en las clasificaciones ya que en su época reinaba el fijismo creacionista, es decir la creencia en la fijeza de las especies creadas como tales desde un principio por una deidad creacionista. Este sistema binominal de nomenclatura está actualmente aceptado universalmente, aunque no son pocos los problemas clasificatorios cuando una especie (entre los insectos y aves, por ejemplo) se asemeja tanto a otra, que asoma la duda. Para dilucidar estos problemas de semejanza, se ha centrado la atención en toda clase de minuciosos detalles morfológicos, así como se han tenido también en cuenta las “barreras de fecundidad”.
Si dos individuos, macho y hembra, provenientes de dos dudosas especies diferentes de aves, por ejemplo, no se cruzan entre sí, entonces hay certeza de que se trata de dos especies distintas.
Pero en realidad, según mi óptica, las especies ¡no existen!
Esta aseveración tan categórica que acabo de mencionar, puede parecer a primera vista poco convincente. Sin embargo, si abandonamos el falso concepto de “ser viviente”, lo reemplazamos por el de “proceso viviente” y extendemos esta última idea hacia la marcha de las ramas biológicas que varían sin cesar, pronto se diluirá toda idea fijista como una reminiscencia del pasado cuando se creía que la gallina siempre fue gallina desde que apareció la vida sobre la Tierra mediante una creación mágica.
El concepto de especie no es más que eso, una evocación inconsciente de la fijeza de las especies según el “creacionismo” anterior al “evolucionismo”, cuando con manifiesta ignorancia se atribuía la vida a la acción de otro ente de naturaleza distinta de la sustancia universal, a una naturaleza que lleva el sello de “espíritu”, invento de la mente humana para tapar precisamente la falta de conocimiento de las propiedades de las cosas rayanas en una simple pseudociencia.
La historia de toda la biogenia planetaria, no habla más que de variaciones. Todo es inestable No hay especies fijas; hay entidades dinámicas, no estáticas, luego no existen tales especies ya que se diluye su concepto.
Las especies, son tan solo unidades arbitrariamente determinadas por el hombre, quien trata de encasillar aquello que se halla variando continuamente, en categorías fijas por razones didácticas.
Lo que antes fueron variedades y razas (según el concepto humano) hoy son especies; lo que ayer fue especie, hoy es género, lo que fue género, hoy es familia y así sucesivamente. Una vez diferenciada la variedad o raza, luego distanciada en otras razas por aislamiento, se va convirtiendo en infecunda con los coespecímenes.
En estudios comparativos de las aves, por ejemplo, es posible seguir perfectamente el proceso transformativo de la separación. En muchos casos, se hacen imprescindibles los conocimientos de un experto para separar a los individuos de muestra en especies puras, pues las gradaciones son tan sutiles que pueden llevar a engaño.
Estas casi imperceptibles gradaciones hacen suponer un antepasado común bastante reciente de la serie de estas especies, en cambio otras series más discontinuas indican brechas producidas por las extinciones y, por ende, una mayor lejanía del ancestro.
El proceso filogenético se diversifica continuamente y para ordenar de algún modo las cosas en devenir, se echa mano de conceptos taxonómicos artificiales como género, especie, variedad y raza. Pero entre las artificiales especies y razas, es posible intercalar, para mayor claridad, otras nomenclaturas como subespecie, subvariedad, subraza, etcétera (valgan los neologismos).
También en la rama ascendente de esta nomenclatura, los taxonomistas se ven obligados a intercalar clasificaciones como subgénero, subfamilia, suborden, subclase, etc. Todo por razones puramente didácticas y para quedar bien con el antiguo concepto de creación de la nada por parte de un mago demiurgo creador, pero alejadas totalmente de la realidad puesto que, como no existe solución de continuidad en las variaciones de la flora y de la fauna inducidas por las mutaciones genéticas, ninguna clasificación puede ser absolutamente valedera, pues podríamos continuar intercalando cosas tales como sub-subfamilia, sub-subraza, etc., esto es, se pueden añadir todos los prefijos sub o super que se deseen, en un proceso que es continuo y carece de estaciones de detención.
De todas estas cosas expuestas a nivel científico, es poco lo que pueden asimilar los legos en materia de biología, por lo tanto estos debieran callar y hacerse a un lado cuando las cosas a tratar son complejas, dejando toda pseudociencia de lado, para no embrollar a los lectores.
Ladislao Vadas