Cristina Kirchner, presidente de la República Argentina en funciones, no rinde cuentas. Ella declama deseos. Cuando el panorama oscurece, se siente con derecho a desaparecer sin dar explicaciones. Ahora volvió. Lo hizo fiel a su estilo. No fue una conferencia de prensa, con preguntas libres y repreguntas. Tampoco un discurso argumentativo, que apele a la razón, sino meramente emotivo; y además autista, dirigido a un núcleo de militantes adoctrinados que calentaban el ambiente con gritos de guerra.
Luego de once años de gobierno kirchnerista, la inflación sigue afectando el bolsillo de los argentinos; en especial de los más humildes, que al no tener acceso a una moneda fuerte carecen de capacidad de ahorro y de progreso. En el último año esto generó olas de violencia y saqueos que se esparcieron por todo el país, con muertes incluidas y sin que nadie se hiciera responsable. Las reservas del Banco Central están cayendo fuertemente, mientras el peso pierde valor.
La mitad de los jóvenes no termina el secundario, y en las evaluaciones internacionales PISA la Argentina quedó en los últimos puestos en calidad educativa. Los casos de corrupción, ampliamente investigados por la prensa independiente del gobierno (cada vez más escasa y vulnerable), siguen sin tener respuesta ni explicación oficial alguna. El avance por parte de un fiscal en el más sonoro de ellos, el de la “ruta del dinero K”, motivó su suspensión, como si se tratara de un delincuente. Los juzgados vacantes siguen sin ser llenados, al cabo que la presidente envió una lista de suplentes llena de abogados oficialistas (varios de ellos defendieron a funcionarios del gobierno en casos por corrupción).
El gasto público sigue disparado (pasó del 29% al 46% del PBI), sin control ni transparencia alguna. Los programas que se anuncian son etiquetas apenas perceptibles en un maremoto de despilfarro politizado. La distribución de subsidios sigue siendo discriminatoria y clientelar, con organizaciones que no reciben nada mientras otras son capaces de crear Estados paralelos que deterioran la legitimidad y la efectividad de gobernadores electos, como el caso de la Tupac Amaru en Jujuy, provincia kirchnerista.
Lejos de toda humildad y seriedad, Cristina no rinde cuentas, ni da explicaciones. Sólo declama deseos, disparando agresiones sin sentido para los costados, contra los medios de comunicación (a los dirigentes opositores no los nombra porque no les reconoce legitimidad), contra los “caníbales” y los “trogloditas” (ella sabrá). Le habla sólo a su audiencia, a los militantes enceguecidos o rentados, a los gerentes y funcionarios acomodados de La Cámpora, a los barrabravas de Hinchadas Unidas y a los delincuentes sumados a Vatayón Militante. Les habla a las Madres de Plaza de Mayo (solamente a las kirchneristas, no a la Línea Fundadora) que se convirtieron en una especie de nobleza hereditaria por su vínculo biológico y, en especial, por su reivindicación a viva voz del accionar terrorista en dictadura pero también en democracia de la mal llamada “juventud maravillosa” (origen mítico del relato con el que el kirchnerismo pretende reescribir y sepultar la historia argentina).
Cristina no rinde cuentas. Ella declama deseos. Actúa. Mira para los costados, quiebra la voz y deja espacios vacíos para que los “militantes” lo llenen con gritos de furia. Hace once años que gobierna el kirchnerismo (la mayoría de ellos con control de ambas cámaras), pero pareciera que alguna misteriosa fuerza (probablemente los medios de comunicación) no lo dejó actuar. Hicieron y deshicieron a su antojo, pero Cristina todavía se siente con ganas y con derecho a expresar deseos. La gente muere, y por muchas razones: inseguridad galopante; ajustes de cuentas de narcotraficantes en crecimiento; accidentes de tránsito record por infraestructura de transporte obsoleta o inexistente; cortes de luz reiterados y prolongados que a veces los más ancianos y vulnerables no pueden sobrevivir; malnutrición en los bolsones de pobreza; falta de insumos en hospitales de provincias quebradas (algunas además fuertemente castigadas en lo financiero por el gobierno nacional por tener gobernadores no kirchneristas).
Pero nada amerita una reacción, un haz de luz que despabile a la presidente y la ponga a trabajar. La política es una guerra permanente por el poder. Ahí empieza y ahí termina, según la tesis de Carl Schmitt. O sea que no hay política. No hay deliberación ni negociación. No hay representación ni mecanismos de control. No hay Estado de Derecho ni reglas claras. No hay rendición de cuentas. Sólo expresión de deseos.
Rafael Micheletti
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