Recientemente, el periodista Reymundo Roberts habló de la probable salida del kirchnerismo del gobierno como un hecho “extraordinario”. Nunca antes se vio en Argentina un plan tan descarado y aceitado para irse del gobierno sin abandonar el poder, buscando controlar el Estado (y por ende el gobierno) desde atrás. Laura Di Marco, estudiosa de La Cámpora, ha apuntado a dicha agrupación como punta de lanza de esta maniobra, aclarando que puede haber un fin de gobierno pero no de ciclo porque el kirchnerismo estaría ganando la “batalla cultural”.
Esta realidad exige de los argentinos, en especial de la dirigencia opositora democrática, una madurez política superlativa que le permita afrontar tamaño desafío. Para eso es importante tener claro cuáles son las acciones que forman parte de la construcción de este golpe de Estado anticipado.
Acción cultural: Esta acción se basa en una apuesta más amplia del kirchnerismo orientada al control de la cultura. El uso del aparato estatal para imponer y promover la ideología partidaria, la persecución económica y discriminación a los medios, periodistas e intelectuales opositores, la cooptación de académicos e intelectuales, la creación de universidades afines, así como el adoctrinamiento en las escuelas, son algunos de los aspectos de esta batalla cultural desigual que brinda el kirchnerismo desde y por el Estado.
En concreto, la acción cultural dirigida específicamente a perpetrar un golpe de Estado anticipado es el fenómeno analizado por Agustín Laje, consistente en una deslegitimación de las venideras elecciones presidenciales con el argumento de que no se permitió que el pueblo reeligiera a CFK. El arte de deslegitimar fue ensayado con éxito por Néstor Kirchner cuando convirtió las elecciones legislativas de 2005 en un plebiscito de la gestión del Poder Ejecutivo. Trasladando el centro de gravedad del Legislativo al Ejecutivo, estaba nada menos que anulando en lo simbólico la división de poderes y desconociendo el importante rol de la oposición en un sistema democrático. Ahora lo que se pretende es quitarle legitimidad al próximo gobierno.
Acción económica: Son muchos los que reconocen que el kirchnerismo ha edificado un “colchón económico” de gigantescas proporciones, fundamentalmente a través de la corrupción, el lavado de dinero y los vínculos con el tráfico de efedrina y el narcotráfico (de hecho, es de público conocimiento que los traficantes de efedrina aportaron a la campaña de Cristina Fernández). Este poder económico inaudito y desproporcionado les servirá a partir de 2015 para condicionar la política, cooptar dirigentes y continuar desarrollando la “batalla cultural desigual” a su favor. En esta línea encuadra la “ley de abastecimiento”, que le da al Estado una gran discrecionalidad para sancionar a las empresas por causas imprecisas y para manipular e imponer precios y utilidades. El resultado es un poder extorsionador de gran magnitud que posibilitará una intervención de hecho y una colonización de las empresas.
Acción política: Se habla en estos momentos de un plan para incorporar más de 7.000 militantes al Estado en planta permanente. Serían parte de los aproximadamente 90.000 empleados públicos asimilados por el gobierno desde 2003. No son simples “ñoquis” (lo cual de por sí ya sería grave), sino militantes en masa adoctrinados en una ideología totalitaria posmarxista, que están dispuestos a cualquier cosa con tal de asegurar el retorno al gobierno del kirchnerismo en 2019. Más allá de que pueda haber excepciones, su ideología los lleva a obedecer ciegamente a su jefa política, con lo cual, operando desde el Estado, le confieren un poder inmenso. El criterio para seleccionarlos no es su idoneidad (como obliga la Constitución), sino su nivel de incondicionalidad y adoctrinamiento. Un Estado lleno de fanáticos en posiciones estratégicas no sería un dilema sencillo para un gobierno no kirchnerista. Más aún si tenemos en cuenta que lo mismo se intenta hacer en la Justicia.
En definitiva, lo que el gobierno argentino está perpetrando es un último gran asalto ilegítimo al Estado que constituye nada menos que un golpe de Estado anticipado. Se busca crear las condiciones para que el próximo gobierno no pueda gobernar, o no por lo menos libremente. En vez de prepararse para asegurar una transición ordenada y pacífica, como sería lógico en un sistema republicano, el gobierno se concentra en armar trampas con las que espera acorralar y reprimir la voluntad popular en caso de que ésta le sea adversa. Se trata de una nueva demostración de la nula vocación democrática y de la patente ambición totalitaria del posmarxismo que nos gobierna de forma progresiva y crecientemente autoritaria.