Defender el capitalismo en un contexto caracterizado por la hegemonía populista no es cosa sencilla. En efecto, si algo han hecho los populismos regionales además de degenerar el capitalismo competitivo hasta transfigurarlo en “capitalismo de amigos” o, en términos más precisos, en “socialismo del Siglo XXI”, eso fue inyectar en la sociedad lo que el economista austríaco Ludwig von Mises llamara “la mentalidad anticapitalista”.
Simplifiquemos un poco los problemas de definición y llamemos “capitalismo” al modo de organizar el grueso de la actividad económica por medio de los privados operando en un mercado libre. La posibilidad de esta coordinación tiene su fundamento en el hecho de que, en una transacción económica, ambas partes cuando son libres de intercambiar y están debidamente informadas, saldrán beneficiadas, pues de no haber previsto dicho beneficio no hubieran concretado dicha transacción.
Cuando Adam Smith usó la imagen de la “mano invisible” no estaba recurriendo a un argumento de tipo religioso, sino que trataba de describir precisamente la existencia y factibilidad de un orden que no es dirigido por nadie en particular, pero cuyo motor funciona permanentemente en cada intercambio voluntario que cada uno de nosotros realizamos con los otros.
En efecto, ese “monstruo” conocido como “mercado” del cual populistas y socialistas nos llaman a temer, no es otra cosa que una abstracción de nosotros mismos y nuestras valoraciones; el mercado es simplemente el modo de denominar al momento y el lugar en el que nosotros, las personas de carne y hueso, podemos intercambiar libremente con otros para nuestro propio beneficio quedando sujeto nuestro éxito en el intercambio a nuestra capacidad de beneficiar a los demás.
La propaganda anticapitalista nos ha hecho perder de vista esto último: el mercado es el conjunto de personas que compiten para cooperar. Y aquéllas lo hacen no porque sean necesariamente altruistas o porque el capitalismo traiga a nuestras tierras el ansiado “hombre nuevo” que variopintos dictadorzuelos totalitarios pretendieron crear a base de sangre y fuego, sino sencillamente porque el sistema basado en la libertad genera los incentivos para que nuestro éxito personal sea una función directamente proporcional a la cantidad de personas que servimos en sus múltiples y crecientes demandas.
De alguna manera, el capitalismo es la entronación de una meritocracia cuya definición de “mérito” no es estática ni está predefinida, sino que depende de lo que el grueso de nuestros semejantes valoren como meritorio en un momento dado. Así es que en este demonizado sistema las personas sean impelidas a lograr sus propios objetivos indagando sobre lo que otros necesitan e intentando ofrecérselo.
La alternativa a este modo de coordinación social es el uso de la coerción por una autoridad central que digite cómo, cuándo, cuánto, dónde y qué podemos o debemos intercambiar y producir. Un problema epistemológico –descrito con precisión por Friedrich Hayek− acecha a esta forma de coordinación: es imposible adquirir, procesar y manipular la cantidad de información necesaria para lograr eficiencia económica en un orden centralizado, como quedó comprobado, por lo demás, con el colapso del sistema soviético y, más acá en tiempo y espacio, con las penurias del sistema cubano y venezolano.
El extraordinario crecimiento económico que han vivenciado los países de Occidente a partir del Siglo XVIII (y muchos de los países asiáticos a partir de fines del siglo pasado) no por nada tiene su punto de arranque con la introducción del capitalismo en esas sociedades. Y no en vano, el capitalismo competitivo es hijo del movimiento intelectual que se desarrolló a finales del siglo XVIII y principios del XIX que bajo el nombre de “liberalismo” –otra etiqueta demonizada hasta el hartazgo por la hegemonía populista− ponía a la libertad como totalidad en el centro de los valores sociales, traducido en mercados libres, instituciones republicanas, federalismo político y democracia representativa.
La tragedia del capitalismo es que el hombre moderno ha naturalizado la abundancia que de aquél ha resultado y, por añadidura, ha creído que la riqueza es el estado natural del ser humano y la pobreza mera artificialidad creada por el sistema, cuando la verdad es exactamente la opuesta: el hombre nace pobre, y la evidencia empírica nos muestra que es a partir de la introducción del odioso capitalismo competitivo en el mundo cuando el PIB y la expectativa de vida (por nombrar sólo dos variables) comienzan a crecer de manera imparable en el mundo.
Difícil es imaginarnos que bienes y servicios que hoy están al alcance de todos gracias a este sistema basado en la competencia para servir a las multitudes, hubieran sido la envidia de los más ricos de antaño. Más difícil todavía es imaginarnos el hecho de que la calidad de vida de los ciudadanos medios e incluso de los más pobres de las sociedades capitalistas actuales supera con creces la calidad de vida de reyes y príncipes que concentraron el poder de omnipotentes Estados hace apenas algunos siglos.
El Índice 2015 de Libertad Económica de la Heritage Foundation, que precisamente mide el capitalismo en el mundo (en base a indicadores como “Derechos de propiedad”, “Libertad fiscal”, “Gasto público”, “Libertad empresarial”, “Libertad laboral”, “Libertad monetaria”, “Libertad comercial”, entre otros), llega a una conclusión que debe ser difundida: los países con mayor libertad económica son los que registran mayor crecimiento económico, mayor reducción de la pobreza, mejor atención médica, mejores niveles educativos, mayor desarrollo democrático y mayor protección al medio ambiente.
Los primeros puestos se lo llevan países como Nueva Zelanda, Australia, Suiza, Canadá, Dinamarca, entre otros. Es decir, países en los que ninguno de nosotros padecería vivir. Al contrario, los últimos puestos son para países como Irán, Zimbabue, Venezuela, Cuba y Corea del Norte. Junto con ellos, Argentina ocupa el puesto 169 sobre un total de 178 países estudiados.
El capitalismo competitivo no es perfecto ni −a diferencia de muchas de las ideologías que se han puesto en sus antípodas− pretende serlo. Pero es, por qué no decirlo, la mejor opción que tenemos para volver a introducir a nuestra sociedad en la senda del desarrollo, el mérito y la libertad.