No es la primera vez que, en la historia argentina, un gobierno de origen legítimo se transforma, a fuerza de violar la Constitución y las Leyes, en un régimen contrario a la democracia republicana. Un régimen que, por su prolongación en el tiempo y su intensidad, logró modificar la cultura política e institucional del país, retrocediendo de ciertos niveles de civilización alcanzados en 1983 a la barbarie de un poder casi imperial.
En cambio, sí resulta novedoso, y a la vez esperanzador, que un régimen de las características descriptas, dueño de una brutal concentración de poder, haya caído bajo el peso de los votos, sin revoluciones armadas, sin golpes de estado, sin violencia.
La forma en que los argentinos hemos resuelto, pacientemente, esta difícil encrucijada de la Historia, resulta determinante para el futuro institucional del país. En efecto, quienes se alzaron contra la Constitución desde el ejercicio del poder, no pueden hoy presentarse, aunque lo deseen, como mártires desplazados injustamente del gobierno. Ni pueden encontrar, aunque la busquen, la justificación política de sus desbordes, en la existencia de fuerzas “destituyentes” que amenazaban o amenazan los intereses del pueblo.
No hay nada revolucionario, nada heroico, nada digno, en la resistencia que proponen los que se van. Se trata de personas autoritarias que usaron y abusaron del Estado con fines personales, familiares y partidarios. Y que hoy se retiran a regañadientes, no como si fuesen inquilinos de Balcarce 50, sino como verdaderos “ocupas” de las instituciones.
Por lo dicho, las condiciones están dadas para que el Poder Judicial investigue los delitos de corrupción y todas aquellas violaciones normativas que anularon el funcionamiento de las instituciones republicanas. La actitud de colaboración y no intromisión del nuevo gobierno será fundamental, no sólo para hacer justicia hacia atrás, sino para mantener a los propios dentro de la legalidad.
Lo ocurrido con el caso Niembro y su renuncia, demuestra que la base social que sustenta a Cambiemos difícilmente pueda tolerar la corrupción de los funcionarios que ella votó, y tampoco podrá tolerar la ausencia de justicia para con los funcionarios del gobierno que se va. Sencillamente, porque es la misma base social que los padeció.
En definitiva, la delicada construcción de gobernabilidad tiene un límite.
Negociar políticas de gobierno sería motivo de elogio, y el cumplimiento de las reiteradas promesas de gobernar en base a consensos. Negociar gobernabilidad por impunidad sería un suicidio.