Si el 10 de diciembre de 1983 pasó a la historia como el día de la vuelta de la democracia a la Argentina, el 10 de diciembre de 2015 puede instalarse en la conciencia colectiva como el día en que se recuperó la República tras doce años ininterrumpidos de populismo.
El origen de la idea de República suele ubicarse en la Roma antigua, esa que fascinó al historiador griego Polibio que, retenido allí durante diecisiete años, halló la explicación de su grandeza en la forma mixta de su gobierno y en el hecho de que los poderes (cónsules, senado y asambleas populares) se frenaban recíprocamente; esa de cuya entraña salieron hombres como Cicerón que, precisamente en su libro “La República”, dirá que ésta es la “cosa pública”, siendo el público no mera multitud, sino “grupo de hombres asociados unos con otros por su adhesión a una misma ley y por cierta comunidad de intereses”.
Diversos poderes frenándose unos a otros, y un Estado regido por la ley, estaban ya en el origen mismo de la idea republicana, la cual será apuntalada en el mundo moderno por pensadores como Montesquieu y John Locke, quienes pusieron los valores de la libertad que emanaba de un gobierno sometido al imperio del derecho y a la división de poderes, frente al absolutismo de su época.
“Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales (…) ejerciera los tres poderes”, escribió Montesquieu en “El espíritu de las leyes”.
Y es por ello, precisamente, que en el populismo “todo está perdido” y todo se pierde. Porque la exaltación caudillista de un líder mesiánico que encarna los más inescrutables intereses del “pueblo”, trae a nuestro siglo una versión aggiornada y disimulada del absolutismo de otrora, donde los poderes tienden a ser concentrados en una o pocas manos; porque la centralidad de la soberanía de la ley es desplazada por la soberanía del líder y el movimiento; porque el Estado como “cosa pública”, como cosa de todos, se privatiza en favor del partido gobernante y de su líder.
Así hemos vivido, pues, a lo largo del ciclo que el pasado 22 de noviembre se le puso fin; así hemos vivido, pues, perdiendo poco a poco la sustancia de nuestras instituciones republicanas.
¿Pero cuándo fue, en concreto, que perdimos la República?
La República se perdió en la colonización de importantes sectores de la Justicia, que sirvieron no al derecho sino a sus amos políticos, dejándonos en los últimos puestos de los rankings internacionales sobre independencia del Poder Judicial (lugar 132 sobre 148 países del Ranking de Independencia Judicial del Foro Económico Mundial).
La República se perdió en la devaluación del Estado de derecho, que siguió al olvido del principio constitucional de que todos somos iguales ante la ley, cuando aparecieron los “intocables”, esos personajes inmunes a la ley en virtud de su capital político.
La República se perdió con la escandalosa corrupción y su consabida impunidad: Skanska, el tráfico de cocaína a través de Southern Winds, la valija de Antonini Wilson, la compra de dólares de Néstor Kirchner usando información reservada del Banco Central, el caso de la aerolínea española AirPampas, las casas de “Sueños Compartidos”, el caso Ciccone o la “máquina de imprimir billetes”, las causas de Jaime, los incontables casos de nepotismo, el presunto lavado de dinero que involucra a Leo Fariña y Lázaro Báez, las coimas detrás del desfinanciamiento de los trenes que produjo la tragedia de Once, las irregularidades fiscales de Hotesur S.A., y un interminable etcétera.
La República se perdió cuando el Congreso se convirtió en una escribanía del Poder Ejecutivo, y cuando la administración pública fue inundada de militantes políticos a los que, como botín de guerra, se les regalaba un carguito en la elefantiásica burocracia estatal financiada por todos y todas.
La República se perdió cuando el kirchnerismo también quiso poner bajo su dominio el llamado “cuarto poder”, y se lanzó por un lado a perseguir y denostar a periodistas no adictos, y por el otro a construir un monumental aparato de comunicación y adoctrinamiento oficialista que supuso el más alto gasto estatal en medios en toda la historia argentina.
La República se perdió en la prepotencia diaria de un gobierno que usó la división social –la “griega”– como fundamento de su definición excluyente de lo “popular”, y en el monólogo de quienes detestaron durante doce años el diálogo.
La República se perdió cuando Jueces valientes pretendieron investigar al poder y terminaron desplazados, y cuando un valiente fiscal como Alberto Nisman se atrevió a imputar a la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner y acabó muerto.
En efecto, la República no se perdió en un instante dado. Se trató de un proceso sin prisa pero sin pausa.
La buena nueva es que la democracia esta vez le ha dicho sí a la República y no al populismo. Quedará en el Presidente electo Mauricio Macri colmar las expectativas de quienes lo votaron.
¿Será el próximo 10 de diciembre el día en que recuperamos la República en la Argentina?